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Nunca antes había visto armas en el apartamento de Nastia.

– Esto es, Liósenka, una pistola de marca Makárov, arma reglamentaria del comandante Lártsev -contestó Nastia, apenas disimulando su irritación a causa de lo absurdo de la situación y procurando hablar con la máxima tranquilidad.

No quería asustar a Liosa y al mismo tiempo quería darle a Lártsev una oportunidad de recoger la ligereza de su tono, echarlo todo a broma y salir de ese estado de estupefacción medio vesánica en que se había sumergido.

– Y… ¿qué hace esto aquí?

Nastia posó su mirada en Lártsev, esperando que de un momento a otro dijera algo divertido y con esto aflojara la tensión. «Venga ya -le instó mentalmente-, dile a Liosa que me estabas enseñando cómo hay que coger el arma o que me estabas describiendo con todo lujo de detalles una detención, sonríe, guárdate la pistola, fíjate, esta situación espeluznante te da asco a ti mismo, te repele, pues aquí tienes una puerta abierta, puedes salir con la cabeza alta.»

Pero Lártsev continuaba con esa cara que parecía tallada en piedra, mirando a un punto de la pared por encima de Nastia. Comprendió que él no podía volver atrás. «Qué diablos le pasa, tal como está es muy capaz de disparar -pensó Nastia desesperada-. Y no tengo la menor gana de morir…»

– Lo que hace esto aquí es demostrarnos que el comandante Lártsev nos está amenazando -contestó con calma-. Si no obedecemos sus órdenes, nos pegará cuatro tiros. ¿Se ajusta mi exposición de los hechos a la verdad, comandante?

Lártsev inclinó la cabeza despacio asintiendo. Nastia tuvo la impresión de que algo se había estremecido en el fondo de sus ojos. ¿O fue sólo una imaginación suya?

– ¿Y qué tenemos que hacer para que no nos pegue los cuatro tiros? -inquirió Liosa, muy serio y atento, como sí no se tratara ni del chantaje ni de la muerte sino de instrucciones sobre el modo de usar correctamente el grifo del fregadero para evitar averías.

– Tenemos que permanecer en casa y no tratar con nadie. Podemos usar el teléfono pero sólo para hablar de asuntos de poca monta.

– ¡Qué habrá en el mundo más dulce que la celda carcelaria si la compartes con la mujer amada! -se regocijó Liosa-. ¿Y será por mucho tiempo que se nos concede tamaña felicidad?

– Por unos cinco días. Con cinco días tendrán suficiente, ¿verdad, comandante? -le dijo a Lártsev-. ¿Les alcanzarán cinco días a tus amigos para borrar todos los rastros?

De nuevo Nastia creyó ver un movimiento en el fondo de los ojos verdes de Volodya pero esta vez la impresión fue más clara y comprendió que había dado con el tono justo, un poco más y Lártsev despertaría, volvería en sí y vería la situación con serenidad. Pero hasta que eso ocurriese era capaz de disparar en cualquier momento, respondiendo a cualquier gesto, incluso a cualquier sonido extraño, al timbre intempestivo del teléfono. Lo más importante era no apartarse de ese tono que había encontrado. ¡Ojalá que Lioska no se descolgara con alguna paparruchada!

– Pero ¿podré bajar a comprar el pan? -continuó aclarando las cosas Chistiakov, como si no estuviera rondando un peligro de muerte, sino una mera exigencia de alterar los horarios habituales.

– No podrás, Liósenka. No se podrá salir del apartamento -le explicó Nastia con paciencia sin quitarle la vista de encima a Lártsev.

– ¿Ni para sacar la basura?

A veces el profesor Chistiakov daba muestras de una capacidad realmente milagrosa de pedantería. Mientras que el amigo de juventud de Nastia, el Lioska pelirrojo, desgreñado, despistado y lleno de rarezas, su primer hombre y el ser más próximo, en ocasiones se mostraba asombrosamente perspicaz e ingenioso.

– La basura sí se podrá sacar -concedió Nastia magnánima, sin quitarle ojo a Volodya.

«Está cediendo -pensó animándose-, está cediendo.»

– De todos modos, lo que no entiendo es cómo podremos sobrevivir sin pan -manifestó Lioska con enojo-. Hoy he hecho la compra, he traído un montón de comida para la fiesta de fin de año, de manera que podremos aguantar cinco días pero el pan no nos alcanzará para tanto tiempo. Y, por cierto, leche tampoco. Yo no puedo vivir sin pan y sin leche, quién lo sabrá mejor que tú, Nastasia. Pídeselo a tu comandante, quizá haga una excepción, ¿eh?

«Se ha pasado -pensó ella de prisa-. Hasta este momento Liosa iba por buen camino. Hay que llevar la situación hasta el absurdo, entonces dejará de parecer tan seria. Pero lo de hacernos una excepción ha sido una burla sin disimulos. Esperemos que Lártsev no lo tome por donde quema.»

Lártsev miraba a la pared. Nastia miraba a Lártsev. Liosa Chistiakov miraba a Nastia. Y notó cómo temblaron sus labios, a punto de retorcerse en una mueca de disgusto.

– Está bien, chicos -dijo Liosa en tono reconciliador, como si nada hubiera ocurrido-. No quiero meterme en vuestros asuntos. Si así debe ser, bueno, vale, no se hable más. Vuestro trabajo es tan especial que por más que lo intente jamás llegaré a comprenderlo. Lo único que os pido es que me expliquéis qué tiene que ver con todo esto el arma reglamentaria del comandante Lártsev.

– Tiene que ver -contestó en voz baja Nastia- que el comandante Lártsev me cree una descerebrada y una desalmada. Han secuestrado a su hija y el rescate de la niña depende enteramente de mi…, mejor dicho, de nuestra, conducta. Él piensa que puedo hacer algo que resulte perjudicial para la pequeña. Piensa que para mí un hijo es un sonido vacío porque no tengo hijos propios y no soy capaz de comprender los sentimientos de un padre. Cree que una niña de once años me da igual.

La mirada de Liosa se desplazó tensa hacia Lártsev.

– ¿Es cierto que piensas todo esto?

Lártsev ni se movió. Estaba al lado de Liosa, de modo que la cara de Nastia, que reflejaba el menor gesto de su visita nocturna, era lo único que le indicaba a Chistiakov qué le ocurría a su compañero. Al ver estremecerse las aletas de su nariz y hundirse de pronto sus mejillas haciendo resaltar los pómulos, comprendió que había llegado el momento álgido. Faltaba un último empujón para que Lártsev disparara o volviera en sí. Ese empujón debía ser leve, imperceptible pero intachablemente preciso. Y era a él, a Chistiakov, a quien correspondía dar ese empujón. Ahora estaba en el centro de la arena. Toda la sala le estaba mirando y tenía que pronunciar la réplica que haría que el público o bien rompiera a aplaudir por el desenlace efectista de la escena o bien le tirara tomates podridos por haber rematado su actuación de una manera sosa y aburrida.

– ¡Pues menudo imbécil estás tú hecho, comandante! -declaró Liosa exasperado imprimiendo a sus palabras tanta sinceridad como le fue posible.

Al instante, la cara de Nastia se distendió y comprendió que había dado en el clavo. Lártsev salió de su estado de petrificación, sus hombros se relajaron, la cabeza se agachó. Encorvó la espalda y pareció haber envejecido diez años en un instante.

– Prométeme que lo harás todo tal como han dicho. ¿Me lo prometes?

– Pues claro que sí. Claro que te lo prometo -contestó Nastia sosegadamente-. No te preocupes. Vamos a la cocina, allí no hace tanto frío.

Tomaron café en silencio y comieron galletas sin dejar de pensar todos en lo mismo. Cuando las agujas del reloj marcaron las dos en punto, la mirada de Nastia tropezó con la de Lártsev. Ambos se pusieron en pie lentamente y entraron en la habitación, donde se encontraba el teléfono. Un instante más tarde les ensordeció su timbre.

CAPÍTULO 12

A sus cuarenta y seis años, Yevgueni Morózov se consideraba un perdedor. La mayoría de sus compañeros de promoción ya ostentaban el rango de teniente coronel, y algunos, el de coronel, mientras que él seguía siendo capitán sin haber conseguido ni siquiera la estrella de comandante. Su principal trabajo consistía en la búsqueda de desaparecidos y de prófugos de las fuerzas del orden público y de la justicia sospechosos o ya inculpados. Ese trabajo le parecía gris e ingrato, hacía mucho que había perdido toda esperanza de ascender en el escalafón y, con aburrimiento y apatía, «curraba el folio» sin pensar más que en llegar a la jubilación. En los últimos años había empezado a beber, no mucho pero con regularidad.