– Has vuelto a hacerlo mal. No entiendo por qué no te sale la escena con el caniche cojo. ¿Hay algo que te estorba?
Víctor encogió los poderosos hombros empapados en sudor.
– No lo sé. No acabo de comprenderlo. Yo soy joven y tonto, el caniche es viejo y cojo. Soy inconsciente de que soy más joven y más fuerte, y le persigo por todo el escenario como si fuera mi igual. Pero el caniche tiene su pequeño orgullo y no quiere que se vea lo que le cuesta jugar conmigo. Sólo cuando se derrumba exhausto debo darme cuenta y avergonzarme. Es así, ¿no?
– Así es. ¿Qué te estorba pues? ¿No sabes cómo hacer ver que te da vergüenza?
– No se trata de eso. Simplemente no siento la vergüenza. Oye, Súrik corre por el escenario con tanta ligereza que, cuando se desploma, no sé por qué pero no me da lástima.
Súrik, que interpretaba el papel del caniche viejo y cojo, en realidad era un atleta medio profesional, corría con ligereza y elegancia, y cuando se caía y quedaba inmóvil, daba la impresión de fingimiento y burla.
Grinévich miró a Anastasia con ojos llenos de desesperación.
– ¡Otro que tal! Estamos en las mismas.
Nastia no era actriz, y su actividad profesional no tenía nada que ver con el teatro. Años atrás había vivido en la misma escalera que Guena Grinévich, en el mismo rellano, y desde que el hombre empezó a trabajar en teatro, iba a ver los ensayos con cierta regularidad, tres o cuatro veces al año. Iba con un solo propósito: mirar y aprender cómo los mínimos matices mímicos y de plástica corporal intervenían en la encarnación de los personajes más variados. Grinévich no tenía nada en contra de esas visitas, por el contrario, se ponía muy contento cuando su vieja amiga venía al teatro a verle. Bajito, con incipiente calvicie y cara de trol feo pero risueño, Guennadi llevaba muchos años secretamente enamorado de Nastia Kaménskaya y estaba muy orgulloso de que hasta el momento nadie lo hubiese adivinado, ni siquiera la propia Nastia.
– Todos mis actores son Madonnas y Van Dammes -prosiguió él retomando sus malhumorados gruñidos-. Se aman a sí mismos por guapos y por deportistas más de lo que aman el oficio de actor y el teatro. Cómo no; después de tantos años de trabajo tenaz, entrenamientos, sudor, disciplina y regímenes, les sabría mal si nadie lo viese ni lo valorase. ¡Descanso, media hora! -gritó.
Grinévich y Nastia fueron a la cafetería, donde cada uno se tomó un café insulso y tibio.
– ¿Qué hay de tu vida, Nastiusa? ¿Qué tal te van las cosas en casa, en el trabajo?
– Lo mismo que antes. Mamá está en Suecia, papá sigue dando clases, de momento no piensa jubilarse. Una persona mata a otra y por alguna razón no quiere que se la castigue por esto. No hay nada nuevo en mi vida.
Grinévich le acarició una mano con un movimiento breve.
– ¿Estás cansada?
– Mucho -asintió Nastia con la cabeza, la vista fija en la taza.
– ¿Tal vez te aburre ese trabajo?
– ¡Pero qué dices! -Nastia alzó los ojos y dirigió al director segundo una mirada de reproche-. ¡Cómo se te ocurre decirlo! Mi trabajo me cansa terriblemente, es muy sucio, tanto en el sentido directo como figurado, pero me gusta. Ya sabes, Guena, sé hacer muchas cosas, incluso ganaría bastante más si trabajase como traductora, sin hablar ya de dar clases particulares. Pero no quiero trabajar en nada más.
– ¿No te has casado?
– ¡La preguntita de rigor! -se rió Nastia-. Me la haces cada vez que nos vemos.
– ¿Y cuál es la respuesta?
– La respuesta también es de rigor. Ya te lo he dicho: en mi vida no hay nada nuevo.
– ¿Pero tienes a alguien?
– Ya lo creo. A Liosa Chistiakov, el de siempre. La presencia de rigor.
Grinévich dejó de lado la taza y miró a Nastia con mucha atención.
– Escucha, ¿no crees que te aburre la monotonía de tu vida? Hoy no me gustas nada. Es la primera vez que te veo así y te conozco desde… si mal no recuerdo…
– Veinticuatro años -le ayudó Nastia-. Cuando os mudasteis a nuestra casa, yo tenía nueve y tú, catorce. Tenías que ingresar en el Komsomol justamente entonces pero al cambiar de domicilio también tuviste que cambiar de colegio, y en el nuevo te dijeron que no te conocían de nada y no podían avalar tu admisión en el Komsomol. De modo que todos ingresaron cuando estudiaban octavo y tú tuviste que esperar hasta noveno. Te dio una angustia terrible.
– ¿Cómo lo sabes? -se asombró Guennadi-. En aquel entonces no hablábamos casi nunca, para mí eras una pequeñaja. Recuerdo muy bien cómo nos hicimos amigos cuando nuestros padres nos compraron cachorros idénticos, de la misma camada. Pero antes de aquello creo que no estuve ni una sola vez en vuestro piso.
– Pero tus papis sí. Y nos lo contaban todo de ti. Lo del Komsomol, lo de la chica del décimo curso, lo del examen de física.
– ¿Qué examen? -se desconcertó el director segundo.
– Al que no querías presentarte. Tomaste una ducha caliente, te lavaste el pelo y saliste en pijama y descalzo al balcón cubierto de nieve, en pleno febrero. Tus padres te pillaron allí.
– ¿Y qué pasó?
– Nada. Tenías una salud de hierro, así que tuviste que presentarte al examen.
– ¡Caray! -exclamó Grinévich, que se desternillaba de risa-. No recuerdo nada de eso. Oye, por casualidad, ¿no estarás mintiendo?
– No estoy mintiendo. Ya sabes que tengo buena memoria. En cuanto a que me aburre la monotonía de mi vida, te equivocas. Yo no me aburro nunca. Siempre hay cosas en que pensar, por monótona que sea la vida de una.
– Y sin embargo, te veo algo baja, Nastasia. ¿Alguien te ha hecho enfadar?
– Ya se me pasará -respondió sonriendo con tristeza-. El cansancio, las tormentas magnéticas, el alineamiento de los planetas… Todo pasará.
¿Había algo más absurdo que unas vacaciones en noviembre? En los meses de nieve se podía esquiar, en marzo y abril el sol vivificante de las playas del Cáucaso devolvía las fuerzas al cuerpo debilitado por la avitaminosis invernal. Indiscutiblemente, tenía sentido hacer vacaciones en cualquier mes desde mayo hasta agosto, o en setiembre y octubre, en la llamada temporada de terciopelo de los litorales de los cálidos mares del sur. Pero ¿qué se podía hacer en noviembre? Noviembre era el mes más desangelado de todos, cuando la gracia dorada del otoño había desaparecido ya y la inminencia de la llegada de días fríos, oscuros y largos se volvía dolorosamente obvia. Noviembre era el mes más triste, ya que la lluvia y el barro, que en marzo y abril auguraban el calor y los placeres, en vísperas del invierno sólo traían congoja y desconsuelo. No, ninguna persona en su sano juicio cogería las vacaciones en noviembre.
La inspectora jefe de la Policía Criminal de la DGI, Dirección General del Interior, de Moscú, comandante de policía Anastasia Pávlovna Kaménskaya, de treinta y tres años de edad y diplomada en Derecho, conservaba su sano juicio en perfecto estado. No obstante, le tocaba irse de vacaciones precisamente en noviembre.
A decir verdad, al principio la idea de tener vacaciones en otoño se le había presentado bajo un aspecto muy diferente. Por primera vez en su vida, Nastia iba a pasarlas en un balneario, un balneario muy caro por cierto, un balneario que se preciaba de sus excelentes servicios y tratamientos terapéuticos. Pero dos semanas más tarde tuvo que marcharse porque en aquel balneario se había perpetrado un asesinato, a causa de lo cual se vio obligada a entablar relaciones complicadas y enrevesadas, primero con la policía criminal de aquella ciudad, y luego con la mafia local. La resolución de aquel asesinato, a primera vista nada llamativo, condujo al descubrimiento de una serie de crímenes tan monstruosos que Nastia salió huyendo del acogedor balneario sin esperar la detención de sus protagonistas, quienes, como supo entonces, eran justamente aquellos con los que había entablado relaciones de cierta amistad. Resultado: noviembre, vacaciones, mal humor, peor sabor de boca, en pocas palabras un abanico de amenidades.
Al salir del teatro, Nastia enfiló sin prisas por la avenida hacia la boca de metro, tratando de decidir antes de subir en el tren adonde ir: a su casa o a la del padrastro. Tomó la decisión a tiempo y fue muy originaclass="underline" iría al trabajo. ¿Para qué? No tenía ni idea.