– ¿Os falta mucho todavía? -preguntó ella.
– Tenemos el juego completo, todo cuanto un caballero puede desear para su gusto: huellas digitales, calzado, sangre, saliva, micropartículas. Creo que hay para una hora más, o tal vez para dos.
Zúbov se giró hacia Borís y, mientras manipulaba el mechero y prendía un cigarrillo, le dijo:
– Gracias por haberlo hecho todo tal como le he dicho. Todo ha salido a pedir de boca. La mesa y el vaso están realmente impolutos, da gusto trabajar así, sin molestarnos con la suciedad.
Nastia se puso en pie de mala gana. Apenas había conseguido entrar en calor después de varias horas de espera en la calle.
– Creo que me voy a ir. Es muy tarde.
En el recibidor, Kartashov ya había vuelto a colocar en la lámpara la bombilla que había quitado anticipando la llegada de la «visita». Al llegar junto a la puerta, Nastia se detuvo en seco.
– Borís, ¿podría contar con su ayuda?
Nastia había perdido el sueño por completo. Tumbada en la cama al lado de Liosa, hacía balance y planes para el día siguiente. Lástima que el espectáculo representado en el piso de Kartashov no hubiera aportado los resultados esperados. Por supuesto, las huellas que había dejado el intruso eran más que suficientes para probar, si hiciera falta, la presencia allí del joven, al que habían identificado en menos de una hora. A partir de entonces se le seguiría y al día siguiente mismo se sabría por lo menos parte de la gente a la que frecuentaba. Pero el intruso no respondió a la provocación de Borís cuando éste le acusó de asesinato. Tenía un perfecto dominio de sí mismo, estaba muy bien preparado porque al punto declaró ser ladrón, a pesar de que el ataque del dueño del piso le había cogido desprevenido, y tampoco devolvió ni un solo golpe aunque poseía unos músculos, según Borís, realmente impresionantes. El entrenamiento, sin embargo, se dejó notar: el «ratero» apaleado se recuperó con sospechosa rapidez, tanto que consiguió marcharse sin hacer apenas ruido. Bueno, también la falta de resultados era un resultado. Aunque ese tarzán supo ocultar su verdadero rostro y no delató a los que lo enviaban, este hecho podía encerrar información valiosa. Las cosas no tenían por qué ser siempre tan fáciles y sencillas como lo fue el montaje que le habían preparado a Kolobov, quien estaba tan asustado que se tragó toda la historia. También la suerte se había puesto de su lado, porque la carta que le habían mandado a Kolobov al azar fue un puro golpe de suerte. Aunque no, no era del todo cierto. Fuese cual fuese su reacción al recibir la carta, seguiría siendo información útil. Por ejemplo, podría no haberle asustado o podría haberla tirado a la basura y no acudir a la cita, lo cual hubiese significado que la hipótesis de Nastia no valía nada. También podría haberse espantado hasta el punto de ir corriendo a la policía y confesar allí quién y por qué le había dado la famosa paliza a poco de producirse el asesinato de Vica Yeriómina. Pero Kolobov hizo lo que hizo, y ahora ella, Nastia, sabía que Vica les había advertido a sus asesinos que Vasili Kolobov la había visto con ellos en la estación de Savélovo. Teniendo en cuenta que su cadáver fue encontrado en las proximidades del apeadero El Kilómetro 75 de la vía férrea de Savélovo…
Cuando Nastia regresó del piso de Kartashov a casa, Liosa le dio la lista de los que habían llamado. A pesar de lo avanzado de la hora, optó por devolver una de las llamadas sin esperar hasta la mañana. Bajó al piso de una vecina, Margarita Iósefovna, que gustaba de ver la televisión hasta altas horas de la noche porque de madrugada el canal de Moscú ponía películas clásicas. Nastia marcó el número de Guennadi Grinévich. Lamentablemente, el director no tenía nada esencialmente nuevo que comunicarle. Sus amigos periodistas apenas sabían del novelista Brizac algo más de lo que estaba impreso en las contraportadas de sus libros. Cierto, decían ellos, era un nombre popular, sus libros gozaban de buena aceptación, pero nadie le tenía por un verdadero literato. Un buen artesano, aunque no del todo carente de chispa. Sabía venderse caro, para eso se daba esos aires de misterio. No, ellos, los periodistas, estaban convencidos de que detrás de aquella fachada no se ocultaba ningún criminal secreto, no era más que una argucia publicitaria para avivar el interés de los lectores. «Dios mío -pensó Nastia consternada-, ¿será posible que haya vuelto a dar un golpe en falso? ¿Será posible que haya vuelto a equivocarme?»
El timbre del teléfono despertó a Liosa al instante, y miró a Nastia interrogativamente. Ella movió la cabeza negativamente y se sentó en la cama.
– ¡Diga! -gruñó Liosa con voz somnolienta.
– Le ruego que me disculpe esta llamada a una hora tan tardía -pronunció un agradable barítono-, pero me urge hablar con Anastasia Pávlovna.
– Está durmiendo.
– Despiértela, por favor. Se trata de un asunto realmente muy grave e inaplazable.
– No puedo hacerlo. Se ha tomado un somnífero y me ha pedido que la deje dormir.
– Le aseguro que se trata de algo que es de suma importancia para ella. Espera mi llamada y se disgustará mucho si se entera de que la he llamado y usted no nos ha dado oportunidad de hablar. Está relacionado con su trabajo…
Pero Chistiakov se mantuvo en sus trece. Quizá sí era ingenuo y confiado, como Nastia siempre había creído, pero hacerle cambiar de idea era imposible.
Nastia encendió la lámpara de la mesilla de noche, cogió el bolso, encontró allí el volante de la clínica y se lo enseñó a Liosa. Éste asintió comprendiendo.
– Escuche -imploró con voz quejumbrosa-, está pasando una mala racha, tiene problemas y cosas así. Lleva varias noches sin dormir, le duele el corazón y en general se siente bastante mal. Mañana debe hacerse una revisión en la clínica y no quiere que los médicos la vean en esa forma tan baja. Tiene graduación de mando superior, ¿entiende? Por eso se ha tomado tres pastillas y se ha acostado pronto para que mañana todas las pruebas salgan bien. Le van a tomar la tensión, la va a examinar un neurólogo, le van a hacer un electro. De todos modos, incluso si consiguiera despertarla, no se enteraría de nada.
– Lástima -su interlocutor se mostró sinceramente decepcionado-. De acuerdo, le llamaré mañana. Buenas noches.
– Buenas -masculló Liosa.
Nastia estaba de pie en medio de la habitación, arropada con una gruesa bata. En la penumbra, su cara pálida no parecía viva.
– ¿Eran ellos? -preguntó Chistiakov.
Nastia asintió en silencio.
– ¿Por qué no quieres hablarles? En esta situación carece de importancia que tu teléfono esté pinchado, son ellos mismos los que lo han pinchado.
– No me gusta que traten de intimidarme. Ya estoy suficientemente asustada y no quiero escuchar más historias de terror.
– No acabo de entenderte, Nastiusa. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a esconder la cabeza en la arena como un avestruz?
– No pienso hacer nada. Quieren sacarme de mis casillas. Que se crean que lo han conseguido, que me han metido tanto miedo que no sé qué hacer, que me patinan las neuronas. ¿Qué van a contarme que yo no sepa? ¿Que harán volar el coche de papá? Prefiero no oírlo. Sólo volarán su coche si no cumplo con sus exigencias, de otro modo, no tendría sentido. Lo que hago es impedirles que me planteen esas exigencias.
– No me parece muy inteligente -manifestó Liosa, quien tenía sus dudas-. Pueden abordarte por la calle. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Les dirás que tú no eres tú y que en realidad estás arriba, charlando con una vecina? Es un disparate.
– No se sabe, Liósenka. Y no, no se me acercarán en la calle, sería peligroso. Si se dejan ver, podremos seguirlos, lo saben muy bien. Lo único que no deja huellas son las llamadas de teléfono. Y de noche, para meter más miedo. Y desde una cabina, para que el identificador de llamadas no muestre el número, por si dispongo del identificador. Y que no duren más de tres minutos, para que no las localicen en el caso de que yo, a pesar de los pesares, se lo haya contado a mi jefe y mi teléfono esté intervenido.
– Escucha, ¿es que no les tienes nada de miedo?
– No lo sabes tú bien el miedo que les tengo, cariño -sonrió Nastia con amargura-. Sólo los deficientes mentales ignoran el miedo porque son incapaces de valorar el peligro en su justa medida y no entienden ni lo que es la vida ni lo terrible que es perderla. Un ser humano normal debe tener miedo siempre que le quede algo de instinto de supervivencia. Por lo demás, soy muy cobarde, y tú lo sabes. Apaga la luz, hazme el favor.