Para el martes, la certidumbre del capitán Morózov de que Fistín y Diakov eran los hombres que buscaba era casi completa aunque le quedaban todavía algunas dudas. Decidió vigilar el club y pronto descubrió que no era el único en estar interesado en Fistín y Diakov. Su entrenado ojo profesional echó de ver en seguida que se trataba de compañeros. Así que esa Kaménskaya (por más que lo intentaba, no conseguía inventar un equivalente femenino de «mozalbete», su imaginación llegaba a «mozalbeta» y ya no daba más de sí, por lo que para sus adentros, Morózov la llamaba pipiola o por su apellido), esa Kaménskaya, pues, también había dado con el club, aunque por otros medios. La rabia y la decepción del capitán fueron infinitas. Pero tras reflexionar un poco, se le ocurrió pensar que tenía buenos motivos para sentirse orgulloso: él solo había obtenido el mismo resultado que Kaménskaya, que tenía a sus órdenes a todo un grupo de gente. Desde luego, esta conclusión de Yevgueni no era del todo justa, ya que había ocultado sus informaciones, mientras que los demás compartían con él las suyas generosamente, de manera que, en realidad, él jugaba con notable ventaja. Lo cual no le impidió recuperar sus bríos y llenarse de un entusiasmo deportivo sencillamente juvenil. Si vamos a la par, pensó, podemos echar un pulso. Aunque en un momento dado hemos coincidido en el mismo punto, cada uno lo ha alcanzado por un camino diferente, y dentro de poco esos caminos volverán a separarse. ¡Entonces se verá quién llega a la meta primero!
Pero Yevgueni Morózov no compitió con Kaménskaya durante mucho tiempo. Diakov había desaparecido sin dejar rastro y nada menos que al día siguiente, a primera hora de la mañana, Kaménskaya le llamó para anunciarle que la investigación del asesinato de Vica Yeriómina había finalizado y que él, Yevgueni, podía considerarse libre. Todas las hipótesis posibles habían sido puestas a prueba, ninguna había aportado éxito y, después de las fiestas, el juez de instrucción cursaría la orden pertinente.
– Gracias por tu ayuda, Zhenia. Feliz año nuevo -se despidió Kaménskaya, aunque por algún motivo su voz tenía resonancias mustias.
«¿Qué pasa, chica, no estás acostumbrada a perder? -pensó Morózov con malicia-. ¿Estás disgustada? Espera un poco, ya verás lo que es un disgusto cuando yo encuentre a los asesinos. Te tirarás de los pelos, no podrás perdonarte el haber desistido tan pronto. ¿Cómo es posible, bonita mía, que hayas dejado que Fistín y Diakov se te escapen vivos? Sé que los estabas enfilando, así que algo habrías averiguado. ¿Cómo es que abandonas el caso a mitad de camino? No estás segura y no tienes nada con que apoyar tus sospechas. Pero yo sí tengo. Porque sé algo que tú ignoras. Sé que Fistín alquiló la casa donde sus subalternos, Diakov entre otros, tuvieron encerrada a Vica Yeriómina durante una semana entera. Sé dónde está situada esa casa. Conozco a su dueño, que puede identificar a Fistín, y a la dependienta, que identificará a los tres "tíos cachas". También tengo a dos testigos que podrán reconocer a los jóvenes que acompañaron a Vica en el tren. Si resulta que tienen algo que ver con el club El Varego, Fistín no se saldrá con la suya, quedará amarrado al asesinato de Yeriómina para siempre jamás.»
Por alguna razón, Yevgueni nunca se paró a pensar para qué demonios habría querido Nikolay Fistín, director de un club deportivo para jóvenes, montar todo ese tinglado alrededor de Vica: sacarla de la ciudad, tenerla una semana bajo llave vigilada por unos gorilas, y al final estrangularla. Los motivos y todas esas pijaditas subjetivo-psicológicas le traían al capitán sin cuidado. Fistín había cumplido dos condenas, con lo cual, en opinión del capitán Morózov, estaba todo dicho. ¿Qué más daba el porqué? Lo importante era averiguar quién lo había hecho, y en cuanto a las preguntas, los porqués y para qués, ya se encargarían de buscarles respuestas los tribunales. El capitán Morózov era así, y tal vez este rasgo de su carácter era lo que le diferenciaba de Nastia Kaménskaya, que quería enterarse de cuáles eran esas cosas que había conocido o hecho Yeriómina tan peligrosas para el asesino, y por qué fue preciso matarla.
Aquella mañana, tras recibir la llamada de Nastia, Víctor Alexéyevich Gordéyev decidió no ir al trabajo.
– Por la noche empezó a dolerme una muela -informó concisamente a su lugarteniente, Pável Zherejov-. Voy al dentista. Si alguien pregunta por mí, volveré después de comer.
Cuando su mujer se marchó a trabajar, comenzó a dar vueltas por el piso tratando de poner en orden sus pensamientos. El teléfono de Nastia estaba pinchado, ya lo sabía. Pero ¿qué le había pasado? ¿Quién podía haberla agarrado con tanta fuerza? ¿Y cómo? Tenía que encontrar algún modo de hablar con ella… Creía recordar que le había dicho que se encontraba mal y que un médico iría a verla. Se podía intentar, por probar nada se perdía… A toda prisa, el Buñuelo corrió hacia el teléfono.
– Clínica, recepción -dijo una voz femenina, joven e indiferente.
– Le habla el coronel Gordéyev, jefe de un departamento de la PCM -se presentó Víctor Alexéyevich-. ¿Sería tan amable de decirme si una colaboradora mía, la comandante Kaménskaya, ha solicitado hoy una visita domiciliaria?
– No somos Información -contestó la voz con la misma indiferencia.
– ¿Es que tienen servicio de información?
En el auricular resonaron unos pitidos cortos. «¡Menudo bicho!», refunfuñó el Buñuelo furioso, y marcó otro número.
– Sala de revisiones, dígame.
Esta voz le pareció a Víctor Alexéyevich más esperanzadora.
– Buenos días, disculpe la molestia, aquí el coronel Gordéyev de la PCM -ronroneó el Buñuelo, escarmentado con la mala experiencia de la llamada anterior, e hizo una pausa esperando la respuesta.
– Hola, qué tal está, Víctor Alexéyevich -oyó el coronel y dejó escapar un suspiro de alivio: había dado con alguien que le conocía.
A partir de ahora, todo debía ir sobre ruedas.
Por si acaso, empleó algunos segundos y un par de decenas de palabras más en expresar su alegría a propósito de que se le conociera en la sala de revisiones de la clínica, y sólo entonces fue al grano. Para dar con el médico que hacía visitas a domicilio tuvo que hacer otras seis llamadas pero al final obtuvo el resultado deseado.
– Ha tenido suerte al encontrarme -le dijo la doctora Rachkova-, ya estaba en la puerta.
Escuchó las explicaciones vagas y confusas de Gordéyev en silencio, sin interrumpirle.
– Voy a repetírselo todo. Usted quiere que le diga a Kaménskaya que me ha llamado y que le pregunte si desea mandarle algún recado. Independientemente de su verdadero estado de salud, tengo que darle la baja por un plazo máximo autorizado. Además, tengo que encontrar fundamentos para su ingreso urgente en el hospital y preguntarle a la paciente su opinión. En caso de una respuesta afirmativa, tengo que llamar al hospital desde la casa de Kaménskaya. Y, por último, tengo que comprobar, en la medida de lo posible, si actúa como actúa porque hay alguien vigilándola o no. ¿Es correcto?
– Sí, es correcto -suspiró con alivio Gordéyev-. Támara Serguéyevna, se lo ruego, vaya a verla de inmediato y luego llámeme. Tengo que enterarme lo antes posible de lo que le ocurre.
– No puedo llamarle desde la casa de Kaménskaya, ¿verdad? -sonrió Rachkova desde el otro lado del hilo.