Cuando salían del comedor, lady Stubbs se detuvo junto a la escalera.
—Me voy a la cama —anunció—. Tengo mucho sueño.
—¡Oh, lady Stubbs! —exclamó la señorita Brewis—. ¡Hay tanto que hacer!
Contábamos con que nos ayudara.
—Sí, ya lo sé —dijo lady Stubbs—; pero me voy a la cama.
Habló con la satisfacción de una niña pequeña.
Volvió la cabeza hacia sir George, que salía del comedor.
—Estoy cansada, George. Me voy a la cama. ¿Te importa?
Él se acercó a ella y le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro.
—Vete a la cama a dormir tu sueño de belleza, Hattie. Mañana tienes que estar fresca.
La besó ligeramente y ella subió la escalera, saludando con la maño y diciendo:
—Buenas noches a todos.
Sir George se quedó mirándola, sonriendo. La señorita Brewis respiró profundamente y se volvió para marcharse.
—Vamos, todos —dijo con una alegría forzada que sonaba a falsa—. Tenemos que trabajar.
Poco después cada uno se dedicaba a su tarea. Como la señorita Brewis no podía estar en todas partes al mismo tiempo, pronto algunos empezaron a fallar. Michael Weyman adornó un cartel con una serpiente de ferocidad magnífica y las palabras «Madame Zuleika le adivinará el porvenir», desapareciendo luego discretamente. Alec Legge hizo unas cuantas cosas sin importancia, y a continuación salió del paso, declarando que iba a medir las distancias para el juego de anillas, y no volvió a aparecer. Las mujeres, como siempre, trabajaron con energía y a conciencia. Hércules Poirot siguió el ejemplo de su anfitriona y se acostó temprano.
3
A la mañana siguiente, Poirot bajó a desayunar a las nueve y media. El desayuno era del tiempo de las vacas gordas, esto es, una serie de platos hechos en un calentador eléctrico. Sir George estaba devorando un desayuno inglés completo, a base de huevos revueltos, tocino y riñones. La señora Oliver y la señorita Brewis tomaban una variación del mismo. Michael Weyman comía jamón frío. Únicamente lady Stubbs despreciaba los apetitosos platos y mordisqueaba una tostada fina, bebiendo café puro a pequeños sorbos. Llevaba un gran sombrero rosa pálido, que resultaba fuera de lugar en la mesa del desayuno.
El correo acababa de llegar. La señorita Brewis tenía enfrente de ella un enorme montón de cartas, que iba clasificando rápidamente en montoncitos. Las que iban dirigidas personalmente a sir George se las pasaba a él. Las otras, ella misma las abría y las clasificaba por categorías.
Lady Stubbs tenía tres cartas. Abrió dos, evidentemente dos facturas, y las echó a un lado. Luego abrió la tercera y dijo de pronto:
—¡Oh!
La exclamación expresaba tal sobresalto que todos los rostros se volvieron hacia ella.
—Es de Étienne —dijo—, de mi primo Étienne. Viene aquí en yate.
—Déjame ver, Hattie —sir George extendió la mano. Ella le pasó la carta a lo largo de la mesa y él extendió la hoja y la leyó.
—¿Quién es éste Étienne de Sousa? ¿Un primo tuyo, dices?
—Eso creo. Un primo segundo. No lo recuerdo muy bien... casi nada. Era...
—¿Era qué, querida?
Ella se encogió de hombros.
—No importa. De todo eso hace mucho tiempo. Yo era una chiquilla.
—Y me figuro que no puedes recordarle muy bien. Pero, por supuesto, tenemos que recibirle como es debido —dijo sir George cordialmente—. En cierto sentido, es una pena que sea hoy la fiesta, pero le invitaremos a comer. ¿No te parece que podríamos tenerle aquí una noche o dos y enseñarle algo del país?
Sir George era en aquellos momentos el hospitalario señor campesino.
Lady Stubbs no añadió nada. Se quedó con la vista fija en su taza de té.
La conversación sobre el inevitable tema de la fiesta se hizo general, únicamente Poirot permaneció aparte, observando la figura delgada y exótica que presidía la mesa. Se preguntó qué le preocuparía. En aquel preciso instante levantó los ojos y dirigió a través de la mesa una rápida mirada al lugar donde él se sentaba. Era una mirada aguda y calculadora que le sobresaltó. Al encontrarse las miradas de los dos, la expresión aguda desapareció de la de lady Stubbs, sustituyéndola la vaguedad habitual. Pero la otra mirada había estado allí, fría, calculadora, vigilante...
¿O lo había imaginado? En cualquier caso, ¿no es cierto que las personas con cierta deficiencia mental tenían una especie de malicia o astucia que algunas veces sorprendía a sus más íntimos?
Se dijo que lady Stubbs era un verdadero enigma. Todo el mundo parecía tener ideas diametralmente opuestas sobre ella. La señorita Brewis había declarado que lady Stubbs sabía muy bien lo que hacía. Sin embargo, la señora Oliver la consideraba decididamente como una deficiente mental; y la señora Folliat, que la conocía íntimamente y desde hacía mucho tiempo, había hablado de ella como de una persona no del todo normal, necesitada de cuidados y vigilancia.
Era probable que la señorita Brewis estuviera predispuesta contra ella. Le desagradaba lady Stubbs por su indolencia y su actitud distante. Poirot se preguntó si la señorita Brewis habría sido secretaria de sir George con anterioridad a su matrimonio. En caso afirmativo, era fácil que le hubiera disgustado la implantación de un nuevo régimen.
Poirot, personalmente, hubiera estado de acuerdo de todo corazón con la señora Folliat y la señora Oliver... hasta aquella mañana. Y, después de todo, ¿podría considerar seriamente una impresión tan efímera?
Lady Stubbs se levantó bruscamente de la mesa.
—Me duele la cabeza —dijo—; voy a echarme un rato.
Sir George se puso en pie de un salto.
—Hattie, querida, no estarás enferma, ¿verdad? —preguntó.
—No, sólo me duele la cabeza.
—Estarás bien para esta tarde, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—Tome una aspirina, lady Stubbs —dijo la señorita Brewis vivamente—. ¿Tiene usted o se la llevo?
—Tengo.
Se encaminó a la puerta. Al hacerlo se le cayó el pañuelo que había estado estrujando entre las manos. Poirot, adelantándose, lo cogió discretamente.
Sir George estaba a punto de seguir a su esposa, pero le detuvo la señorita Brewis.
—Quería hablarle del aparcamiento de coches, sir George. Voy a darle instrucciones a Mitchell. ¿Cree usted que lo mejor sería, como usted ha dicho...?
Poirot salió de la habitación y no oyó más.
Alcanzó a su anfitriona en la escalera.
—Señora, se le ha caído esto.
Le ofreció el pañuelo, inclinándose.
Ella lo tomó, indiferente.
—¿Sí? Gracias.
—Siento muchísimo, señora, que no se encuentre usted bien. Sobre todo, ahora que viene su primo.
Ella contestó rápidamente, casi con violencia:
—No quiero ver a Étienne. No me gusta. Es malo. Siempre fue malo. Le tengo miedo. Hace cosas malas.
La puerta del comedor se abrió y sir George cruzó el vestíbulo y subió la escalera.
—Hattie, pobrecita mía. Deja que suba y te arrope.
Subieron juntos la escalera. Él la rodeaba con su brazo y su rostro tenía una expresión preocupada y absorta.
Poirot los siguió con la vista, volviéndose luego, para encontrarse con la señorita Brewis, que iba muy apresurada, llevando unos papeles.
—El dolor de cabeza de lady Stubbs...—empezó Poirot.
—¡Qué dolor de cabeza ni qué narices! —tronó airada la señorita Brewis, y desapareció en su despacho, cerrando la puerta tras de sí.
Poirot suspiró y salió a la terraza por la puerta principal. La señora Masterton acababa de llegar en un coche pequeño y dirigía la operación de montar la gran tienda donde habría de servirse el té, dando órdenes con su profunda y vigorosa voz, tan semejante a un aullido. Se volvió para saludar a Poirot.
—Todas estas cosas son un engorro —observó—; y lo ponen todo donde no deben. ¡No, Rogers! ¡Más a la izquierda... izquierda, no derecha! ¿Qué opina usted del tiempo, monsieur Poirot? A mí no me parece muy seguro. Y la lluvia, por supuesto, lo echaría todo a perder. Y este año que hemos tenido tan buen verano, para variar. ¿Dónde está sir George? Tengo que hablarle sobre todo del aparcamiento de los coches.