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—A su mujer le dolía la cabeza y se fue a acostar.

—Por la tarde estará bien —dijo la señora Masterton con seguridad—. Le gustan los acontecimientos sociales, ¿sabe? Se pondrá un vestido estupendo y estará con él tan contenta como una niña. ¿Quiere acercarme esas estacas? Quiero marcar los sitios para los números del golf de reloj.

Poirot, empujado de este modo al servicio activo, fue utilizado sin piedad por la señora Masterton como un aprendiz útil. En los pequeños descansos de la dura faena, tuvo la condescendencia de hablarle.

—Tiene uno que hacerlo todo. No hay más remedio... Por cierto, es usted amigo de los Elliot, ¿no?

Poirot, después de su larga estancia en Inglaterra, sabía muy bien que esas palabras eran una indicación de que se le admitía en sociedad. Era como si la señora Masterton dijera: «Aunque extranjero, es usted uno de nosotros.»

Continuó charlando en tono confidencial.

—Es agradable ver que Nasse vuelve a la vida. ¡Teníamos todos tanto miedo de que se convirtiera en un hotel! Ya sabe usted lo que pasa en estos tiempos: va uno por el campo y todo se vuelven casas y casas con el letrero «casa de huéspedes», «hotel particular», «hotel A, autorizado para despachar bebidas alcohólicas»... Todas las casas donde una ha pasado temporadas de niña y a donde ha ido a fiestas. Muy triste. Sí, me alegro de la suerte de Nasse y también se alegra la pobre Amy Folliat, naturalmente. ¡Ha tenido una vida tan dura! Pero nunca se queja. Sir George ha hecho maravillas en Nasse y no lo ha vulgarizado. No sé si esto será influencia de Amy Folliat o buen gusto natural. Tiene muy buen gusto, ¿sabe? Ésta es una cosa muy rara en un hombre como él.

—Tengo entendido que no procede de una familia antigua... —dijo Poirot con precaución.

—Ni siquiera tiene derecho al título de sir, sino que es una especie de apodo. Es de lo más divertido. Naturalmente, nunca hablamos de eso. A los hombres ricos hay que permitirles sus pequeñas fachendas, ¿no le parece? Y lo gracioso es que, a pesar de su origen, George Stubbs sería aceptado en cualquier sitio. Es un producto de otros tiempos, el correcto señor campesino del siglo XVIII. Debe de ser buena sangre. El padre un caballero y la madre una camarera, es lo que yo opino.

La señora Masterton se interrumpió para gritarle a un jardinero:

—Junto a los rododendros, no. Tiene que dejar sitio para los bolos. ¡A la derecha, no a la izquierda!

Continuó:

—Es extraordinario cómo confunden la izquierda con la derecha. La Brewis es una mujer eficiente. Pero no tiene simpatía a la pobre Hattie. Algunas veces la mira como si quisiera asesinarla. Muchas de estas buenas secretarias están enamoradas de sus jefes. ¿Dónde cree usted que habrá ido Jim Warburton? Es una tontería que se empeñe en seguir llamándose a sí mismo «capitán». No es un soldado regular y nunca vio de cerca a un alemán. Naturalmente, uno tiene que conformarse con lo que puede encontrarse en estos tiempos, y es muy trabajador, pero me resulta algo sospechoso. ¡Ah! Aquí están los Legge.

Sally Legge, vestida con pantalones y un jersey amarillo, dijo alegremente:

—Venimos a ayudar.

—Hay mucho que hacer —tronó la señora Masterton—. Esperen que piense...

Poirot, aprovechándose de su distracción, se escabulló. Al volver la esquina de la casa y desembocar en la terraza del frente, se convirtió en espectador de un nuevo drama.

Dos chicas, con pantaloncitos cortos y blusas brillantes, habían salido del bosque y algo indecisas miraban hacia la casa. Le pareció reconocer en una de ellas a la chica italiana a quien habían llevado en el coche el día anterior. Sir George, asomándose a la ventana del cuarto de lady Stubbs, se dirigía a ellas, encolerizado.

—¡Están ustedes en terreno privado! —gritó.

—¿Por favor? —dijo la joven del pañuelo verde.

—No pueden ustedes pasar por aquí. Es privado.

La otra chica que traía un pañuelo azul eléctrico, dijo alegremente:

—¿Por favor? ¿El muelle de Nassecombe?

Pronunció el nombre con mucho cuidado.

—¿Es por aquí? —continuó—. ¿Por favor?

—¡Están ustedes en terreno privado! —vociferó sir George.

—¿Por favor?

¡Terreno privado! No se puede pasar, Tienen ustedes que volver atrás. ¡Volver atrás! Por donde han venido.

Ellas le miraban fijamente, mientras gesticulaba. Luego se consultaron con un torrente de palabras extranjeras. Por último, indecisa, la del pañuelo azul dijo:

—¿Volver? ¿Al albergue?

—Eso es. Y cojan ustedes la carretera... carretera... allí.

Se retiraron de mala gana. Sir George se enjugó la frente y bajó la vista hacia Poirot.

—Me paso el tiempo echando a la gente —dijo—. Antes pasaban por la puerta de arriba, pero la he cerrado con un candado. Ahora pasan por el bosque, saltando la valla. Creen que pueden llegar fácilmente al río y al muelle por este camino. Bueno, claro, que pueden, mucho más pronto. Pero no hay derecho de paso, nunca lo ha habido. Y casi todos son extranjeros, no entienden lo que se les dice, y le contestan a uno chapurreando en holandés o algo por el estilo.

—De estas dos, una es alemana y la otra italiana, creo. Ayer vi a la italiana cuando venía de la estación.

—Hablan todos los idiomas imaginables... ¿Di, Hattie? ¿Qué decías?

Se retiró a la habitación.

Poirot se volvió, para encontrarse con que muy cerca de él estaban la señora Oliver y una chica de catorce años, muy desarrollada, vestida con uniforme de exploradora.

—Ésta es Marlene —dijo la señora Oliver.

Marlene contestó a la presentación con un ruido gangoso. Poirot se inclinó cortésmente.

—Ésta es la víctima —dijo la señora Oliver.

Marlene soltó una risita.

—Yo soy el horrible cadáver —dijo—; pero no voy a tener sangre ninguna encima — su voz expresaba desilusión.

—¿No?

—No. Me estrangulan con una cuerda y eso es todo. Me hubiera gustado que me apuñalaran y me echaran mucha pintura encima.

—El capitán Warburton pensó que podría resultar demasiado realista —dijo la señora Oliver.

—En un asesinato, yo creo que debe de haber sangre —decía Marlene, enfadada. Miró a Poirot, con interés morboso—. Han visto ustedes muchos crímenes, ¿verdad? Eso dice ella.

—Uno o dos —dijo Poirot modestamente. Observó, alarmado, que la señora Oliver se marchaba.

—¿Algún sexomaníaco? —preguntó Marlene con avidez.

—No, por cierto.

—Me gustan los sexomaníacos —dijo Marlene con fruición—. Quiero decir, leer cosas sobre ellos y... recrearme.

—Lo más probable es que no te gustara encontrarte con uno a solas.

—Bueno, no sé. ¿Sabe usted una cosa? Creo que tenemos por aquí un sexomaníaco. Mi abuelo vio una vez un cadáver en los bosques. Tuvo miedo y echó a correr, y cuando volvió ya no estaba. Era un cadáver de mujer. Pero eso sí, está como un cencerro; mi abuelo, quiero decir, y nadie hace caso de lo que dice.

Poirot se las agenció para escaparse y, dando un rodeo, llegó a la casa y se refugió en su habitación. Tenía necesidad de descanso.

Capítulo VI

El almuerzo consistió en unos fiambres, devorados temprano y a toda prisa. A las dos y media, una estrella de cine de segunda categoría inauguraba la fiesta. El tiempo, después de amenazar lluvia, empezaba a mejorar. A las tres de la tarde, la fiesta hallábase en su apogeo. Gran número de personas estaban pagando la media corona de la entrada. Del Albergue Juvenil llegaban grupos de estudiantes, conversando ruidosamente en lenguas extranjeras. Según había pronosticado la señora Masterton, lady Stubbs había salido de su cuarto un momento antes de las dos y media, luciendo un vestido color ciclamen y un enorme sombrero chino de paja negra. Llevaba encima muchos diamantes.