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La señorita Brewis murmuró sardónica:

—¡Se cree que está en el recinto real de Ascot!

Pero Poirot le felicitó solemnemente.

—Lleva usted un modelo precioso, señora.

—Es bonito, ¿verdad? Es el que llevé en Ascot.

La artista de cine llegaba, y Hattie se adelantó a saludarla.

Poirot se retiró a segundo término. Se dedicó a dar vueltas sin rumbo, pensando con melancolía que todo parecía desarrollarse según es normal en esas fiestas. Había un tiro al coco, presidido por sir George, que estaba de mejor humor; un juego de bolos, un juego de anillas; puestos donde se exhibían productos del país, frutas, vegetales, mermeladas y cakes, y tiendas con objetos de fantasía; se rifaban cakes, cestas de fruta y hasta un cerdo; y había también una bolsa de la suerte para niños a dos peniques.

Se había reunido ya una gran multitud y empezó el concurso infantil de baile. Poirot no vio ni rastro de la señora Oliver, pero entre la multitud divisó el vestido color ciclamen de lady Stubbs, que andaba como a la deriva. El centro de la atención general, sin embargo, parecía ser la señora Folliat. Había cambiado por completo de aspecto. Con su vestido de foulard azul hortensia y su elegante sombrero gris, parecía presidir la fiesta, saludando a los recién llegados y llevando a la gente a las distintas atracciones.

Poirot se quedó cerca de ella y escuchó algunas palabras.

—Amy, querida, ¿cómo estás?

—Ah, Pamela, os agradezco mucho que hayáis venido tú y Eduardo. ¡Con lo lejos que queda esto de Tiverton!

—Habéis tenido buen tiempo. ¿Te acuerdas del año anterior a la guerra? A eso de las cuatro cayó un chaparrón horroroso. Todo el espectáculo se estropeó.

—Pero este verano ha sido espléndido. ¡Dorothy! ¡Hacía siglos que no te veía!

—Nos pareció que no podíamos dejar de venir a ver a Nasse en toda su gloria. Ya veo que has cortado los agracejos de la loma.

—Sí; se ven así mejor las hortensias, ¿no te parece?

—Están maravillosas. ¡Qué azul! ¡Pero, querida, has hecho maravillas este último año! Nasse empezando a ser otra vez lo que era.

El marido de Dorothy tronó con voz profunda.

—Durante la guerra vinimos aquí a ver al comandante. Se me partió el corazón.

La señora Folliat se volvió para saludar a un visitante humilde.

—Señora Knapper, me alegro mucho de verla. ¿Ésta es Lucy? ¡Lo que ha crecido!

—Sale del colegio el año que viene. Me alegro de verla tan bien, señora.

—Sí, estoy muy bien, gracias. Tienes que ir a probar la suerte con las anillas, Lucy. La veré más tarde en la tienda del té, señora Knapper. Estaré allí ayudando a servir.

Un hombre mayor, probablemente el señor Knapper, dijo tímidamente:

—Me alegro de verla otra vez en Nasse, señora. Parece igual que en otros tiempos.

La respuesta de la señora Folliat se perdió, al precipitarse hacia ella dos mujeres y un hombre alto y musculoso.

—¡Ay, querida! ¡Tantísimo tiempo! ¡Esto parece un éxito rotundo! Dime lo que le has hecho a la rosaleda. Muriel me ha contado que estás renovándola.

El hombre musculoso intervino:

—¿Dónde está Marilyn Gale?

—Reggie se muere de ganas de verla. Ha visto su última película.

—¿Es aquélla del sombrero grande? ¡Qué barbaridad, vaya toilette!

—No seas tonto, querido. Ésa es Hattie Stubbs. ¿Sabes, Amy? Creo que no debías dejarla andar por ahí como si fuera una modelo profesional.

—¡Amy! —otra amiga reclamó su atención—. Ése es Roger, el chico de Eduardo. ¡Querida, cuánto me alegro de que estéis de nuevo en Nasse!

Poirot se alejó lentamente y, distraído, gastó un chelín en una papeleta que con un poco de suerte podía proporcionarle el cerdo.

Todavía oyó tras él, debilitado, el estribillo de: «¡Qué amable en haber venido!» Se preguntó si la señora Folliat se daría cuenta de que estaba atribuyéndose el papel de anfitriona o si lo haría inconscientemente. Aquella tarde era decididamente la señora Folliat de Nasse House.

Estaba parado junto a la tienda que ostentaba el letrero «Madame Zuleika le adivinará el porvenir por dos chelines y seis peniques». Estaban empezando a servir los tés y ya no había cola para Madame Zuleika. Poirot inclinó la cabeza, entró en la tienda y pagó su media corona por el privilegio de hundirse en una butaca y descansar sus pies doloridos.

Madame Zuleika llevaba una túnica negra, suelta, una bufanda de lana de oro cubriéndole la cabeza y un velo a través de la parte inferior de la cara, lo que ahogaba un poco sus palabras. Un brazalete de oro con amuletos tintineó al cogerle la mano a Poirot y leérsela rápidamente, pronosticándole que ganaría mucho dinero, éxito feliz con una belleza morena y que se salvaría por milagro de un accidente.

—Es muy agradable todo lo que me dice, señora Legge. Sólo deseo que se convierta en realidad.

—¡Ah! —sorprendióse Sally—. ¡Conque me conoce!

—He recibido información previa. La señora Oliver me dijo que, en un principio, iba usted a ser la «víctima», pero que el Más Allá la había arrebatado.

—Me gustaría estar haciendo de cadáver —dijo Sally—. Mucho más tranquilo. Todo ha sido culpa de Jim Warburton. ¿Son ya las cuatro? Necesito una taza de té. Estoy libre de las cuatro a las cuatro y media.

—Todavía faltan diez minutos —dijo Poirot consultando su reloj anticuado—. ¿Le traigo aquí una taza de té?

—No, no. Necesito salir. La tienda está irrespirable. ¿Hay todavía mucha gente esperando?

—No; creo que están haciendo cola para el té.

—Bien.

Poirot salió de la tienda, siendo abordado inmediatamente por una mujer muy decidida que le hizo pagar seis peniques y calcular el peso de una tarta.

Un juego de anillas, presidido por una mujer gruesa y maternal, le incitó a probar suerte, y, con gran desconcierto por su parte, vio cómo inmediatamente le tocaba una gran muñeca. Se paseaba con ella en brazos, avergonzado, cuando encontró a Michael Weyman, que se mantenía un poco alejado y sombrío, junto a lo alto de un sendero que bajaba hasta el muelle,

—Parece que se ha estado divirtiendo, monsieur Poirot —dijo con risa sardónica.

Poirot contempló su premio.

—Es horrible, ¿verdad? —dijo tristemente.

Una niña pequeña que estaba junto a él se echó a llorar de pronto. Poirot se inclinó hacia ella rápidamente y le puso la muñeca entre las manos.

—¡Toma, para ti!

Bruscamente, las lágrimas dejaron de correr.

—¡Mira, Violet, qué señor más amable! Anda, di muchas...

—Concurso infantil de trajes —gritó el capitán Warburton a través de una bocina—. Primera categoría, de tres a cinco años. En fila, por favor.

Poirot se movió en dirección a la casa, tropezando con un joven que andaba hacia atrás, para afinar la puntería y tirar a un coco. El joven le puso mala cara y Poirot se disculpó de un modo mecánico, fijando su mirada fascinada en el variado dibujo de la camisa del muchacho. Había reconocido la camisa de tortugas de la descripción de sir George. Parecía como si todas las clases imaginables de tortugas de tierra y mar se retorcieran y arrastraran por ella.

Poirot pestañeó y fue abordado por la chica holandesa a quien había llevado en el coche el día anterior.

—¡Conque ha venido a la fiesta! —dijo Poirot—; ¿y su amiga?

—Ah, sí, ella también viene aquí esta tarde. No la he visto todavía, pero nos marchamos juntas en el autobús que sale de la puerta a las cinco y quince. Vamos a Torquay y allí cojo otro autobús para Plymouth. Es cómodo.