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—También puede referirse a un templete... —dijo la señora Oliver, queriendo ayudar— blanco... con columnas —añadió.

—¡Es una idea! Muchas gracias. Dicen que la señora Ariadne Oliver anda por aquí. Me gustaría que me firmara un autógrafo. ¿No la habrán visto ustedes?

—No —dijo la señora Oliver con firmeza.

—Me gustaría conocerla. Escribe unas novelas muy buenas —bajó la voz—. Pero dicen que bebe como un cosaco.

Se marchó precipitadamente y la señora Oliver dijo indignada:

—¡Vaya! ¡Qué injusticia! ¡Si sólo me gusta la limonada!

—¿Y no ha cometido una gran injusticia dirigiendo a ese joven a la siguiente pista?

—Teniendo en cuenta que es el único que ha llegado aquí por el momento, me pareció que merecía le animara.

—Pero no le firmó usted el autógrafo.

—Eso es distinto —dijo la señora Oliver—. ¡Ssssh! Aquí viene alguien más.

Pero los que llegaban no eran buscadores de pistas. Eran dos mujeres que, habiendo pagado la entrada, estaban decididas a sacarle partido a su dinero, viéndolo todo a conciencia. Estaban sofocadas y descontentas.

—Yo creí que habría macizos de flores —dijo una a la otra—; pero sólo hay árboles y más árboles. No es lo que yo llamaría un jardín.

La señora Oliver le dio a Poirot con el codo y se escabulleron sin hacer ruido.

—Supongamos —dijo la señora Oliver distraída— que nadie encuentra mi cadáver.

—Paciencia y valor, señora —indicó Poirot—; todavía es muy temprano.

—Eso es cierto —dijo la señora Oliver marchándose—. Y después de las cuatro y media de la tarde la entrada es a mitad de precio, conque lo probable es que acuda mucha gente. Vamos a ver qué tal le va a esa Marlene. La verdad es que no me fío nada de esa chica. No tiene sentido de la responsabilidad. La creo muy capaz de escabullirse sin hacer ruido e irse a tomar el té, en lugar de interpretar su papel de cadáver. Ya sabe usted cómo se pone la gente, con eso del té.

Continuaron amistosamente por el selvático sendero y Poirot hizo un comentario sobre la geografía de la finca.

—La encuentro muy confusa —dijo—. Tantos senderos, y uno nunca está seguro de a dónde conducen. Y árboles, árboles por todas partes.

—Se está usted pareciendo a aquella gruñona que acabamos de dejar.

Pasaron por el templete y siguieron el zigzagueante sendero que bajaba al río. La silueta de la caseta de los botes apareció ante su vista.

Poirot observó que sería un contratiempo el que algún concursante llegara a la caseta por casualidad y se encontrara con el cadáver.

—¿Una especie de atajo? Ya pensé en ello. Por eso la última clave es una llave. No se puede abrir la puerta sin ella. Es una «Yale». Sólo se puede abrir desde dentro.

El camino bajaba en pronunciada cuesta hasta la puerta de la caseta de los botes, que estaba construida sobre el río y tenía un pequeño embarcadero, con un espacio debajo para guardar los botes. La señora Oliver cogió la llave de un bolsillo escondido entre los pliegues morados de su vestido y abrió la puerta.

—Hemos venido a alegrarte un poco, Marlene —dijo con animación al entrar.

Sintió remordimientos por sus injustas palabras sobre la lealtad de Marlene, porque la chica, colocada artísticamente como «el cadáver», estaba interpretando su papel a conciencia, extendida en el duro suelo, junto a la ventana.

Marlene no contestó. Yacía completamente inmóvil. El ligero viento que entraba por la ventana hacía crujir un montón de «tebeos», extendidos sobre la mesa.

—Bueno ya está bien —dijo la señora Oliver con impaciencia—. Sólo somos monsieur Poirot y yo. Nadie ha adelantado nada todavía.

Poirot tenía el ceño fruncido. Suavemente, echó a un lado a la señora Oliver y se inclinó sobre la chica extendida en el suelo. Una exclamación contenida salió de sus labios. Levantó la vista hacia la señora Oliver.

—Conque... —dijo— al fin ha ocurrido lo que usted esperaba.

—No querrá usted decir que...

La señora Oliver abrió los ojos, horrorizada. Agarró un sillón de mimbre y se sentó.

—Es imposible que... No está muerta, ¿verdad?

Poirot afirmó con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo—. Está muerta. Aunque no desde hace mucho tiempo.

—¿Pero cómo...?

Levantó una esquina del alegre pañuelo que la chica llevaba en la cabeza, para que la señora Oliver pudiera ver los extremos de la cuerda de tender la ropa.

—Igual que en mi asesinato —dijo la señora Oliver vacilante—. Pero, ¿quién? ¿Y por qué?

—Ése es el quid de la cuestión —dijo Poirot.

Se abstuvo de añadir que esas mismas preguntas se había hecho él.

Y que la respuesta a las mismas no podía ser la que la señora Oliver había imaginado, ya que la chica no era la primera mujer, yugoslava, de un investigador atómico, sino Marlene Tucker, una chica del pueblo de catorce años de edad y que no tenía en el mundo ningún enemigo conocido.

Capítulo VII

El detective inspector Bland estaba sentado tras una mesa en el despacho. Sir George le había recibido en seguida, le había llevado a la caseta de los botes y había vuelto luego a la casa con él. En la caseta de los botes estaban trabajando el equipo de fotógrafos, y el médico y los hombres de las huellas dactilares acababan de llegar.

—¿Tienen todo lo que necesitan? —preguntó sir George.

—Sí, muchas gracias, señor.

—¿Qué tengo que hacer respecto a la fiesta que está celebrándose, decírselo a la gente, suspenderla o qué?

El inspector Bland consideró la cuestión durante unos momentos.

—¿Qué es lo que les ha dicho ya, sir George? —preguntó.

—No he dicho nada. Anda circulando la especie de que ha ocurrido un accidente. Sólo eso. No creo que nadie haya sospechado todavía que se trata de... bueno, de un asesinato.

—Entonces, deje las cosas como están, por el momento —decidió Bland—. Demasiado pronto circulará la noticia. —añadió cínicamente. De nuevo se quedó pensativo durante un momento y luego preguntó—: ¿Cuántas personas cree usted que hay aquí esta tarde?

—Unas doscientas, creo yo —contestó sir George—, y siguen viniendo a montones. Parece que ha venido gente de muy lejos. En realidad, la fiesta está resultando un éxito rotundo. ¡Qué desgracia!

El inspector Bland supuso acertadamente que la desgracia a que se refería sir George era el asesinato, no el éxito de la fiesta.

—Unas doscientas—murmuró—; y supongo que cualquiera pudo haberlo hecho.

Suspiró.

—Caso difícil —dijo sir George con simpatía—. Pero no veo qué razón iba a tener ninguna de ellas para matarla. Todo esto resulta completamente fantástico... No veo quién puede haber querido matar a una chica como ésta.

—¿Qué puede usted decirme de la chica? Tengo entendido que era de la localidad, ¿no es así?

—Sí. Su familia vive en una de las casas que están junto al embarcadero. Su padre trabaja en una de las granjas de la localidad... en la de Paterson, creo. La madre de la niña está aquí, en la fiesta. La señorita Brewis..., mi secretaria, podrá contárselo todo mucho mejor que yo. La señorita Brewis ha conseguido llevarse a la madre y está dándole tazas de té.

—Muy bien —aprobó el inspector—. Todavía no veo muy claro en todo esto, sir George. ¿Qué es lo que estaba haciendo la chica en la caseta de los botes? He oído decir que están persiguiendo a un asesino o buscando un tesoro o algo así.

Sir George hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Sí. A todos nos pareció una gran idea. Ahora no parece tan buena. Creo que la señorita Brewis podrá probablemente explicárselo a usted todo mucho mejor que yo. ¿Quiere que vaya a buscarla? A no ser que quiera usted saber antes alguna cosa más.