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—Por el momento, no, sir George. Puede ser que más tarde tenga que hacerle más preguntas. Quiero ver a algunas personas, a usted, a lady Stubbs y a los que encontraron el cadáver. Creo que una de las personas que lo encontraron es la novelista que organizó esta Persecución del Asesino, como usted la llama.

—Exacto. La señora Oliver, Ariadne Oliver.

El inspector alzó ligeramente las cejas.

—¡Ah... ella! —dijo—. Se venden mucho sus libros. Yo mismo he leído muchos de ellos.

—Está un poco disgustada —dijo sir George— y con razón, claro. Le diré que usted la necesita, ¿no? No sé dónde está mi mujer. Parece que ha desaparecido hace un rato. Debe de andar por ahí, entre esas dos o trescientas personas... No es que pudiera decirles gran cosa. Quiero decir, de la chica y todo eso. ¿A quién quiere ver primero?

—Creo que a su secretaria, la señorita Brewis, y después a la madre de la chica.

Sir George asintió y salió de la habitación.

Robert Hoskins, agente de la policía local, abrió la puerta para que pasara sir George y la cerró después que hubo salido. Luego hizo una declaración espontánea, un comentario a una de las observaciones de sir George.

—Lady Stubbs está un poco mal de aquí —dijo tocándose la frente—. Por eso dijo que no sería de gran ayuda. Está chiflada.

—¿Es acaso una chica de aquí?

—No. Extranjera, de no sé dónde. Algunos dicen que no es blanca del todo, pero yo no lo creo. Bland movió afirmativamente la cabeza. Se quedó un momento en silencio, jugando con el lápiz sobre una hoja de papel que había frente a él. Luego hizo una pregunta extraoficial.

—¿Quién la mató, Hoskins? —dijo.

Si alguien podía tener alguna idea sobre los antecedentes del caso, pensó Bland, ese alguien era Hoskins. Hoskins era un hombre de mentalidad inquisitiva, que se interesaba mucho por todo y por todos. Tenía una mujer muy criticona y eso, unido a su posición como policía, le proporcionaba vasta información privada.

Hoskins empezó:

—Un extranjero, creo yo. Nadie aquí lo hubiera hecho. Son buena gente los Tucker. Una familia agradable y respetable. Son nueve, en conjunto. Dos de las chicas mayores están casadas; un chico en la Marina; el otro está haciendo el servicio, otra chica está en una peluquería, en Torquay... Quedan en casa tres más pequeños, dos chicos y una chica —se quedó en silencio, pensando—. Ninguno de ellos es lo que se llama brillante, pero la señora Tucker tiene la casa muy bien, limpia como una patena... Era la más joven de once hermanos. Vive con ella su padre, que es ya muy viejo. Bland recibió en silencio toda esa información. Hoskins, en su lenguaje peculiar, le había dado una descripción exacta de la posición social y el modo de vivir de los Tucker.

—Por eso digo lo de que ha sido un extranjero —continuó Hoskins—. Uno de esos que paran en el Albergue Juvenil de Hoodown, lo más probable. Algunos de ellos son muy raros y se dicen muchas cosas. Se sorprendería usted si supiera lo que les he visto hacer entre los matorrales y en el bosque. Poco más o menos como lo que pasa en los coches parados a lo largo del parque.

Hoskins era un especialista en el tema de «habladurías escandalosas». Su conversación giraba en gran parte sobre ese tema cuando, en sus ratos libres de servicio, tomaba su cerveza en el bar «El Toro y el Oso». Bland dijo:

—No creo que haya sido... bueno, nada por el estilo. Claro que el doctor nos lo dirá, cuando termine de examinar el cadáver.

—Sí, señor, es cosa suya, naturalmente. Pero lo que yo digo es que con los extranjeros nunca se sabe. De pronto, pueden volverse muy raros.

El inspector Bland suspiró, pensando que no era tan fácil como eso. Al policía Hoskins le resultaba muy cómodo echarle la culpa a «los extranjeros». La puerta se abrió y entró el médico.

—Ya terminé la faena —observó—. ¿Se la van a llevar ahora? Los otros equipos han terminado ya, también.

—El sargento Cottrell se ocupará de eso —dijo Bland—. Bueno, doctor, ¿qué ha encontrado usted?

—Es de lo más sencillo —dijo el médico—. No hay complicaciones. La estrangularon con un trozo de cuerda de tender la ropa. Nada más simple ni más sencillo. No hubo la menor lucha. Yo creo que la chica no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que ya había ocurrido.

—¿Hay alguna señal de que haya sido atropellada?

—Ninguna. No ha sido atropellada, ni forzada ni nada por el estilo.

—¿No es probable que se trate de un crimen sexual entonces?

—No lo creo, no. —y añadió—: No me parecía una chica muy atractiva.

—¿Le gustaban los chicos?

Bland dirigió esta pregunta a Hoskins.

—No creo que a ellos les interesara mucho —dijo Hoskins—, aunque acaso a ella no le desagradara despertar su interés.

—Quizá —concedió Bland. Recordó el montón de «tebeos» de la caseta de los botes y las anotaciones hechas al descuido en los márgenes: «Johnny sale con Kate», «Georgie Porgie besa a las excursionistas en el bosque». Parecía como si la chica le gustara imaginar esas cosas. Sin embargo, en conjunto, parecía poco probable que la muerte de Marlene tuviera un matiz sexual. Claro que nunca se sabía... Había que contar siempre con esos asesinos extraños, hombres con un deseo oculto de matar, especializados en chiquillas. Puede que hubiera uno de ésos en aquel lugar, aquel verano. Casi se convenció de que tenía que ser así, porque de otro modo no veía qué motivo podía haber para un asesinato tan sin objeto. «Sin embargo —pensó—, estamos sólo en el principio. Será mejor que oiga lo que esa gente tenga que decirme.»

—¿A qué hora cree usted que la mataron? —preguntó el inspector.

El doctor echó una ojeada al reloj de sobremesa y a su propio reloj.

—Acaban de dar las cinco y media ahora —dijo—. Digamos que la he visto a las cinco y veinte... llevaría muerta alrededor de una hora. Aproximadamente, claro. Diremos entre las cuatro y las cinco menos veinte. Si después de la autopsia puedo decirles algo más, se lo comunicaré. —y añadió—: A su debido tiempo, tendrán ustedes el informe detallado. Ahora me voy a la ciudad. Tengo que ver en seguida a algunos enfermos.

Salió de la habitación y el inspector Bland le pidió a Hoskins que fuera a buscar a la señorita Brewis. Su espíritu se animó un poco cuando entró la señorita Brewis en la habitación. En seguida supo que en ella encontraría eficiencia. Conseguiría respuestas claras a sus preguntas, horas exactas y no embrollos.

—La señora Tucker está en mi salita —dijo la señorita Brewis, mientras tomaba asiento—. Le he dado la noticia y le he preparado una taza de té. Naturalmente, está trastornada. Quería ver el cadáver, pero le he dicho que era mucho mejor que no lo hiciera. El señor Tucker sale del trabajo a las seis y ha quedado en venir aquí. Ya he dispuesto que lo busquen y lo traigan aquí en cuanto llegue. Los pequeños están todavía en la fiesta y hay una persona encargada de vigilarlos.

—¡Excelente! —aprobó el inspector Bland—. Creo que antes de ver a la señora Tucker prefiero oír lo que usted y lady Stubbs tengan que decirme.

—No sé dónde está lady Stubbs —dijo la señorita Brewis con acritud—. Me figuro que se aburriría en la fiesta y andará vagando por ahí, pero no creo que pueda decirle nada que no pueda decirle yo. ¿Qué es exactamente lo que quiere usted saber?

—Primero, quiero conocer todos los detalles de esta Persecución del Asesino y de cómo esta chica, Marlene Tucker, entró a tomar parte en ella.

—Eso es muy sencillo.

Sucintamente y con claridad, la señorita Brewis explicó que se había pensado en la Persecución del Asesino como una atracción original para la fiesta, habiendo contratado a la señora Oliver, la famosa novelista, para que preparara todo el asunto, y le hizo un resumen de la trama.