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—¿Y no sabe usted nada de ella, nada que pueda sernos útil?

—No conozco motivo alguno para que nadie quisiera matarla —dijo la señorita Brewis—. Me parece incluso, no sé si me entiende, que es imposible que haya ocurrido semejante cosa. Lo único que se me ocurre es que, a una persona desequilibrada, el hecho de que fuera ella la víctima pueda haberla inducido a desear convertirla en una víctima auténtica. Pero hasta esa idea me parece una tontería traída por los pelos.

Bland suspiró.

—Bueno —dijo—. Supongo que será mejor que vea a la madre ahora.

La señora Tucker era una mujer delgada, de facciones enjutas, de pelo rubio y sin brillo, y nariz puntiaguda. Tenía los ojos enrojecidos, pero en aquel momento estaba tranquila y dispuesta a contestar a las preguntas del inspector.

—No es justo que ocurra una cosa así —dijo—. Lee uno estas cosas en los periódicos, pero que le haya ocurrido a nuestra Marlene...

—Lo siento mucho, muchísimo —dijo el inspector Bland suavemente—. Lo que quiero que haga usted es que se concentre todo lo que pueda y me diga si hay alguien que pueda haber tenido un motivo para hacerle daño a su hija.

—Ya he estado pensándolo —dijo la señora Tucker, sorbiéndose las lágrimas—. He pensado y requetepensado y no consigo nada. De cuando en cuando, Marlene tenía unas palabras con la maestra y se peleaba a veces con otros chicos o chicas, pero eran cosas sin importancia. No hay nadie que tuviera nada contra ella, nadie le habría hecho daño.

—¿Nunca le habló a usted de alguien que pudiera ser enemigo suyo?

—De cuando en cuando, Marlene decía tonterías, pero nada por ese estilo. Sólo hablaba de pinturas y peinados y cómo le gustaría arreglarse. Ya sabe usted cómo son las chicas. Era demasiado joven para pintarse los labios y ponerse todas aquellas porquerías, y su padre se lo dijo, y yo también. Pero eso es lo que hacía cuando conseguía algún dinero. Se compraba perfumes y barras de labios y las escondía.

Bland hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Nada de todo aquello le ayudaba en sus pesquisas. Una adolescente bastante tonta, con la cabeza llena de artistas de cine y de sex-appeal... Había muchas Marlenes.

—No sé lo que dirá su padre —dijo la señora Tucker—. Vendrá de un momento a otro, pensando en divertirse. Es muy hábil en eso del tiro al coco.

De pronto perdió el control y empezó a sollozar.

—Si quiere que le diga mi opinión —dijo—, yo creo que fue uno de esos cochinos extranjeros del Albergue. Nunca acaba uno de conocer a esos extranjeros. Aunque la mayoría de ellos hablan con mucha educación, algunos llevan unas camisas horrorosas, con unas chicas pintadas, con esos bikinis, como los llaman. Y se ponen a tomar el sol en cualquier parte, desnudos de medio cuerpo para arriba... Todo eso no puede acabar bien. ¡Eso es lo que yo digo!

Sin dejar de llorar, la señora Tucker salió de la habitación escoltada por Hoskins. Bland se hizo la reflexión de que el prurito de la localidad, muy cómodo y probablemente muy antiguo, era el de atribuir todos los incidentes trágicos a «los extranjeros» en general.

Capítulo VIII

—Tiene una lengua muy viva —dijo Hoskins, cuando volvió—. Todo el día está regañando a su marido, y a su padre lo tiene en un puño. Me figuro que más de una vez le habrá dicho cosas desagradables a la chica y ahora no tiene sosiego pensando en ello. No es que a las chicas les moleste lo que sus madres les dicen. Les resbala todo que da gusto.

El inspector Bland puso fin a estas consideraciones generales y le dijo a Hoskins que fuera a buscar a la señora Oliver.

El inspector se sobresaltó un poco a la vista de la señora Oliver. No se esperaba nada tan voluminoso, tan morado y en semejante estado de emoción.

—Me siento horrible —dijo la señora Oliver, hundiéndose en una butaca enfrente de él—. Horrible —repitió la palabra.

El inspector hizo unos cuantos ruidos ambiguos y la señora Oliver continuó precipitadamente:

—Porque, ¿sabe? Es mi asesinato. ¡Yo la maté!

El inspector Bland tuvo un momento de sobresalto, en el que pensó que la señora Oliver estaba confesándose autora del crimen.

—No puedo comprender por qué se me ocurrió que la víctima fuera una yugoslava, casada con un investigador atómico —dijo la señora Oliver, pasándose las manos frenéticamente por su complicado peinado, lo que le dio un aspecto de haber bebido—. He sido una completa borrica. Podía igual haber sido el segundo jardinero, que no fuera lo que parecía, y no hubiera tenido la mitad de importancia, porque después de todo, los hombres se valen por sí mismos. Si no pueden valerse por sí mismos, por lo menos deben poder valerse por sí mismos, y en tal caso no me hubiera importado tanto. A los hombres los matan y a nadie le importa, es decir, a nadie excepto a sus mujeres, a sus novias, a sus hijos, a gente así.

En este momento, el inspector tuvo una indigna sospecha en relación con la señora Oliver. A esto contribuyó el que llegara a su olfato un suave olor a coñac. Al volver a la casa, Hércules Poirot le había suministrado a su amiga este espléndido remedio contra las emociones.

—No estoy loca ni borracha —dijo la señora Oliver, adivinando por intuición sus pensamientos—, aunque me figuro que andando por ahí ese hombre que cree que bebo como un cosaco y que dice que todo el mundo lo dice, usted probablemente lo creerá también.

—¿Qué hombre? —preguntó el inspector, teniendo que saltar con la imaginación de la inesperada introducción en el drama del segundo jardinero a la de un hombre indeterminado.

—Un pecoso, con acento de Yorkshire —dijo la señora Oliver—. Pero, como le digo, no estoy loca ni borracha. Estoy conmocionada, eso es todo. Completamente conmocionada.

—Estoy seguro, señora, de que debe de haber sido muy triste para usted —dijo el inspector.

—Lo horrible del caso —dijo la señora Oliver— es que quería ser la víctima de un homicida sexual, y ahora me figuro que fue... que es..., ¿cómo tengo que decir? No sé cómo explicarme...

—Es completamente seguro que no se trata de un crimen sexual —dijo el inspector.

—¿No? —dijo la señora Oliver—. Bueno, gracias a Dios. Es decir, no sé. Puede que le hubiera disgustado menos de ese modo. Pero si no se trata de un crimen sexual, ¿por qué iba nadie a matar a Marlene, inspector?

—Tenía la esperanza —dijo el inspector— de que pudiera usted ayudarme a saberlo.

No había duda, pensó Bland, de que la señora Oliver había puesto el dedo en la llaga. ¿Por qué había de querer nadie matar a Marlene?

—No puedo ayudarle —dijo la señora Oliver—. No puedo imaginarme quién la habrá matado. Es decir, claro, puedo imaginarlo... ¡puedo imaginar cosas ahora, en este mismo momento. Y aún podría hacer que parecieran razonables, pero naturalmente, ninguna de ellas será verdad. Quiero decir, que puede haber sido asesinada por alguien a quien le gusta simplemente matar a chicas (pero eso es demasiado sencillo), y, además, demasiada coincidencia que hubiera alguien en la fiesta que quisiera matar a una chica. ¿Y cómo iba a enterarse de que Marlene estaba en la caseta de los botes? O puede ser que ella supiera algún amor secreto de alguna persona, o quizá que hubiera visto a alguien enterrar un cadáver una noche, o puede que hubiera reconocido a una persona que ocultaba su identidad, o puede que supiera el lugar donde se encontraba un tesoro escondido durante la guerra... O el hombre de la lancha puede haber tirado a alguien al río y ella haberlo visto desde la ventana de la caseta de los botes... o incluso puede haber llegado a su poder un mensaje en clave y no saber ni siquiera lo que significaba.