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—¡Por favor! —el inspector alzó una mano. La cabeza le daba vueltas.

La señora Oliver se calló, obediente. Era evidente que podía haber seguido a ese ritmo durante algún tiempo, aunque al inspector le parecía que había considerado ya todas las posibilidades, probables o improbables. Del abundante manantial que se le ofrecía con tanta verborrea escogió una sola frase.

—¿Qué quiso usted decir, señora Oliver, con eso de «el hombre de la lancha»? ¿Es sólo que se imagina usted, acaso, un hombre en una lancha?

—Alguien me dijo que había venido en una lancha —dijo la señora Oliver—. No recuerdo quién. Quiero decir, el hombre de quien hablamos durante el desayuno…

—¡Por favor!

La voz del inspector era suplicante. Hasta entonces no había tenido idea de cómo eran los escritores de novelas policíacas. Sabía que la señora Oliver había escrito cuarenta y tantos libros. En aquel momento, le extrañaba mucho que no hubiera escrito ciento cuarenta. El inspector soltó en tono vivo una pregunta tajante:

—¿Qué es eso de un hombre durante el desayuno que vino en una lancha?

—No vino en una lancha a la hora de desayuno —dijo la señora Oliver—. Era un yate. Es decir, no es eso exactamente. Fue una carta.

—Bueno, ¿qué es lo que fue? —preguntó Bland—. ¿Un yate o una carta?

—Una carta —dijo la señora Oliver— para lady Stubbs. De un primo suyo en un yate. Y entonces ella se asustó muchísimo.

—¿Se asustó? ¿De qué?

—De él supongo —dijo la señora Oliver—. Todos lo vimos. Le tenía pánico y no quería que viniera y yo creo que por eso se esconde.

—¿Se esconde? —dijo el inspector.

—Bueno, no está en ningún sitio —dijo la señora Oliver—. Todos la han buscado. Y yo creo que está escondida porque tiene miedo y no quiere verlo.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó el inspector.

—Será mejor que lo pregunte a monsieur Poirot —dijo la señora Oliver—, porque él habló con él y yo no. Se llama Esteban... no, Esteban no, eso era en mi historia. De Sousa se llama, Étienne de Sousa.

Pero otro nombre había llamado la atención del inspector.

—¿Quién ha dicho usted? —preguntó—. ¿Monsieur Poirot?

—Sí. Hércules Poirot. Estábamos juntos, cuando encontramos el cadáver...

—Hércules Poirot... ¿Será posible que sea la misma persona? Un belga, bajito, con unos bigotes muy largos...

—Unos bigotes enormes —concedió la señora Oliver—. Sí. ¿Le conoce?

—Le conozco desde hace años. Era yo sargento.

—¿Le conoció usted en algún caso de asesinato?

—Sí. ¿Qué es lo que está haciendo aquí?

—Tenía que entregar los premios —dijo la señora Oliver.

Titubeó un segundo antes de contestar, pero el inspector no se percató de ello.

—¿Y estaba con usted cuando descubrió el cadáver? —dijo Bland—. ¡Hum! Me gustaría hablar con él.

—¿Voy a buscarlo?

La señora Oliver recogió, esperanzada, los pliegues morados de su vestido.

—¿No puede usted decir nada más, señora? ¿Nada que en su opinión pueda sernos útil?

—Creo que no —dijo la señora Oliver—. No sé nada. Como le decía, puedo imaginar motivos.

El inspector la cortó en seco. No deseaba oír ni una más de las soluciones imaginarias de la señora Oliver. Eran demasiado confusas.

—Muchas gracias, señora —dijo vivamente—. Le agradecería mucho que hiciera el favor de decirle a monsieur Poirot que venga a hablar conmigo.

La señora Oliver salió. Hoskins preguntó interesado:

—¿Quién es ese monsieur Poirot, inspector?

—Probablemente usted lo describiría como un payaso —dijo el inspector Bland—. Parece la parodia teatral de un francés, aunque en realidad es belga. Pero, a pesar de sus ridiculeces, tiene talento. Debe de ser ya muy mayor. Le vi hace tiempo.

—¿Y de ese De Sousa? —preguntó el agente—. ¿Cree usted que habrá algo en todo eso?

El inspector Bland no oyó la pregunta. Le preocupaba de pronto un hecho que, aunque repetido varias veces en su presencia, hasta entonces no lo registró su cerebro.

Primero había sido George, irritado y alarmado. «Mi mujer parece que ha desaparecido. No me explico dónde puede estar.» Luego la señorita Brewis, despectiva: «No pudimos encontrar a lady Stubbs. Se aburría en la fiesta.» Y ahora la señora Oliver, con su teoría de que se ocultaba.

—¿Eh? ¿Qué? —dijo distraído.

Hoskins se aclaró la garganta.

—Le preguntaba, señor, si cree usted que hay algo en todo ese asunto de De Sousa... quienquiera que sea.

Era evidente que al agente Hoskins le encantaba la idea de tener en el caso a un extranjero concreto, en lugar de una multitud de extranjeros. Pero el pensamiento del inspector Bland seguía un camino distinto.

—Necesito a lady Stubbs —dijo bruscamente—. Tráigamela. Si no está por ahí, búsquela.

Hoskins pareció un poco desconcertado, pero, obediente, salió de la habitación. En el umbral de la puerta se detuvo, retirándose un poco para dejar pasar a Hércules Poirot. Antes de cerrar la puerta, volvió la cabeza para mirar con cierto interés por encima del hombro.

—Supongo que no me recordará usted, monsieur Poirot —dijo Bland, levantándose y extendiendo la mano.

—Claro que le recuerdo —dijo Poirot—. Es usted... espere un momento, sólo un momento. Es el joven sargento... sí, el sargento Bland, a quien conocí hace catorce... no, hace quince años.

—Exacto. ¡Qué buena memoria!

—Nada de eso. Si usted me recuerda, ¿por qué no había de recordarle yo a usted?

Hubiera sido difícil, pensó Bland, olvidar a Hércules Poirot, y no exclusivamente por razones halagüeñas.

—Conque aquí está usted, monsieur Poirot, ayudando una vez más en un asesinato.

—Tiene usted razón —dijo Poirot—. Me hicieron venir para ayudar.

—¿Le hicieron venir para ayudar?

Bland parecía desconcertado.

Poirot se apresuró a decir:

—Quiero decir que me pidieron que viniera para entregar los premios de la Persecución del Asesino.

—Eso me ha dicho la señora Oliver.

—¿No le dijo nada más? —Poirot hizo la pregunta aparentando indiferencia. Tenía verdaderos deseos de averiguar si la señora Oliver le había insinuado algo al inspector sobre el verdadero motivo que le había hecho insistir en el viaje de Poirot a Devon.

—¿Si me dijo algo más? Creí que no iba a acabar nunca de decirme cosas. Me dijo todos los motivos posibles e imposibles para el asesinato de la chica. Me puso la cabeza como un torbellino. ¡Puf! ¡Qué imaginación!

—Se gana la vida imaginando, mon ami —dijo Poirot.

—Mencionó a un hombre llamado De Sousa. ¿También imaginaciones suyas?

—No, eso es un hecho cierto.

—Hubo algo sobre una carta en el desayuno y un yate y subir al río en lancha. No tiene pies ni cabeza para mí.

Poirot se metió en explicaciones. Le habló de la escena ocurrida a la hora de desayunar, de la carta y del dolor de cabeza de lady Stubbs.

—La señora Oliver dijo que lady Stubbs estaba muy asustada. ¿También lo creyó usted así?

—Ésa era la impresión que me produjo, sí.

—¿Asustada por la llegada de su primo? ¿Por qué?

Poirot se encogió de hombros.

—No tengo idea. Lo único que me dijo es que era malo... un hombre malo. Es un poco simple, ¿sabe? Su inteligencia no es normal.

—Sí, ésa parece ser la opinión general. ¿No dijo por qué le tenía miedo a ese De Sousa?

—No.

—¿Pero cree usted que su miedo era auténtico?

—Si no lo era, es una actriz muy buena —dijo Poirot sencillamente.

—Empiezan a ocurrírseme algunas ideas extrañas con relación a este caso —dijo Bland. Se puso en pie y empezó a pasear, de un lado a otro de la habitación.

—Creo que la culpa la tiene esa maldita mujer.