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—Sí, Bland; hay algo de cierto en lo que usted indica —dijo Merrall—; pero, de ser así, ¿qué motivo podía tener?

—Ninguno para matar a la chica —dijo Bland—; pero sí creo que podía tener un motivo para matar a lady Stubbs. Según monsieur Poirot, de quien ya le hablé a usted, está completamente chiflada por su jefe. Supongamos que siguiera a lady Stubbs al bosque y la matara y que Marlene Tucker, aburrida de estar en la caseta, hubiera salido y lo hubiera visto todo. Entonces, naturalmente, tendría que matar a Marlene también. ¿Y qué es lo que haría a continuación? Poner el cadáver de la chica en la caseta, volver a la casa, coger la bandeja y bajar a la caseta de nuevo. Así justifica su ausencia de la fiesta y tenemos su declaración, al parecer la única declaración que podemos fiarnos, de que Marlene Tucker estaba viva a las cuatro y cuarto.

—Bueno —suspiró el comandante Merrall—. Siga con eso, Bland. Siga con eso. Si ella es la culpable, ¿qué cree usted que hizo con el cadáver?

—Esconderlo en el bosque, enterrarlo o tirarlo al río.

—Lo de tirarlo al río sería un poco difícil, ¿no?

—Depende del lugar donde se haya cometido el asesinato —dijo el inspector—. Es una mujer muy forzuda. Si no fue muy lejos de la caseta, pudo haberla arrastrado hasta allí y tirarla por el borde del embarcadero.

—¿En presencia de los barcos que pasan por el río?

—Hubiera parecido que se trataba de una de tantas payasadas. Era arriesgado, pero posible. Pero mi opinión personal es que es mucho más probable que ocultara el cadáver en alguna parte y tirara al río solamente el sombrero. Es posible que ella, conociendo como conoce la casa y toda la finca, supiera de un lugar donde esconder el cadáver. Más tarde, pudo habérselas arreglado para deshacerse de él, tirándolo al río. ¿Quién sabe? Eso naturalmente suponiendo que haya sido ella —añadió el inspector Bland— pero yo, señor, sigo con la idea de que ha sido De Sousa...

El comandante Merrall había estado haciendo anotaciones en un cuaderno. En aquel momento levantó la mirada y aclaróse la garganta.

—Entonces, resulta lo siguiente. Podemos resumirlo así; tenemos cinco o seis personas que pueden haber matado a Marlene Tucker. Algunas de ellas son más probables que las otras, pero no podemos pasar de ahí. En términos generales, sólo sabemos por qué ha sido asesinada. Fue asesinada porque vio algo. Pero hasta que sepamos qué es exactamente lo que vio no sabremos quién la ha matado.

—Expresado así, hace usted que parezca bastante difícil.

—Es que es difícil. Pero lo solucionaremos... al final.

—Y entretanto, ese tipo habrá salido del país, riéndose para sus adentros, y habiendo cometido dos asesinatos.

—Está usted muy seguro de que ha sido él, ¿verdad? No digo que esté equivocado. Sin embargo...

El jefe de policía permaneció en silencio durante unos segundos. Luego dijo encogiéndose de hombros:

—En cualquier caso, es preferible a habérselas con uno de esos asesinos psicopáticos. Probablemente a estas horas tendríamos ya un tercer asesinato.

—Dicen que a la tercera va la vencida —dijo el inspector, sombrío.

Repitió ésta observación a la mañana siguiente, cuando se enteró de que el viejo Merdell, volviendo a su casa de una visita a su taberna favorita al otro lado del río, en Gitcham, debía haberse excedido en sus tragos y se había caído al río al acercarse al embarcadero. Su bote había sido encontrado a la deriva y el cadáver había sido recuperado aquella noche.

La encuesta fue breve y sencilla. La noche había sido oscura y nublada, el viejo Merdell había bebido tres pintas de cerveza, y después de todo, tenía noventa y dos años.

El veredicto fue el de muerte por accidente.

Capítulo XVI

1

Hércules Poirot estaba sentado en una butaca cuadrada frente a la chimenea cuadrada de la habitación cuadrada de su piso de Londres. Frente a él había varios objetos que no eran cuadrados, sino violenta y casi increíblemente curvos. Examinando por separado cada uno de ellos, no parecía posible que pudiera ejercer ninguna función en el mundo normal. Su forma era improbable, irresponsable y como surgida por casualidad. Naturalmente, en realidad no eran nada de eso. Valorándolos con justicia cada uno tenía un lugar determinado en determinado universo. Colocado cada uno en el lugar exacto de su propio universo, no solamente adquirían sentido, sino que componían un cuadro. En otras palabras: Hércules Poirot estaba ordenando un rompecabezas.

Miró a un rectángulo, que todavía presentaba huecos de formas improbables. Encontraba esa ocupación sedante y agradable. Del desorden surgía el orden. Tenía, pensó, cierto parecido con su profesión. También en ella se enfrentaba uno con hechos imposibles o improbables, hechos que no parecían tener la menor relación unos con otros, y, sin embargo, todos formaban una parte equilibrada del todo. Con habilidad, cogió una pieza improbable, color gris oscuro y la acopló en un cielo azul. Entonces vio que se trataba de parte de un aeroplano.

—Sí —se dijo Poirot—; eso es lo que uno debe hacer. La pieza imposible, la pieza improbable, la pieza lógica que no es lo que parece, todas tienen su lugar señalado y, una vez colocada en él eh bien, se acabó el asunto. Todo está claro. En rápida sucesión, fue colocando un pequeño fragmento de un minarete, otra pieza que parecía parte de un toldo de rayas y era en realidad el lomo de un gato, y un trozo de puesta de sol, que había cambiado con rapidez asombrosa del anaranjado al rosa.

Si supiera uno lo que tenía que buscar, sería muy fácil, se dijo Poirot. Pero uno no sabe lo que tiene que buscar. Suspiró irritado. Sus ojos pasaron del rompecabezas que tenía frente a sí a la butaca colocada al otro lado de la chimenea. Menos de media hora antes, había estado sentado allí el inspector Bland tomando té y bollos (bollos cuadrados) y charlando tristemente. Había tenido que ir a Londres para un servicio y, terminado éste, se había acercado a ver a Monsieur Poirot. Quería saber, explicó, si monsieur Poirot tenía alguna idea. Luego había explicado sus propias ideas. Poirot había coincidido con él en todos los puntos. El inspector Bland, pensó Poirot, había hecho un resumen del caso muy justo e imparcial.

Había pasado un mes, casi cinco semanas, desde los acontecimientos de Nasse House. Cinco semanas negativas, de completa inactividad. El cadáver de lady Stubbs no había sido hallado. Si estaba viva, no se había dado con ella. Lo más probable, había observado el inspector, era que estuviera muerta. Poirot convino en ello.

—Claro —dijo Bland— que puede que el cuerpo no haya sido llevado a tierra todavía. Una vez que un cadáver está en el agua, nunca se sabe. Puede que aparezca todavía, aunque para entonces no habrá quien lo reconozca.

—Hay una tercera posibilidad —señaló Poirot.

Bland afirmó con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo—. Ya he pensado en ella. No dejo de pensar en ella, en realidad. Se refiere usted a que el cuerpo está allí, en Nasse, escondido en algún lugar donde no se nos ocurrió buscar. Puede ser, desde luego. Es una posibilidad. En una casa antigua, rodeada de todo ese terreno, habrá lugares en los que nadie pensaría, que nunca llegaría uno a suponer que existieran.