—Creo que cuando se es viejo, la muerte de una persona joven le disgusta a uno de un modo exagerado. Nosotros los viejos tenemos que morir, pero aquella chica tenía toda la vida por delante.
—Oh, quizá no hubiera sido una vida muy interesante.
—Puede que no, desde nuestro punto de vista, pero quizás a ella le pareciera interesante.
—Y aunque, como usted dice, los viejos tenemos que morir —dijo Poirot— no lo deseamos en realidad. Por lo menos yo no quiero morir. Todavía encuentro interesante la vida.
—Yo creo que no.
Habló más para sí misma que para él, con los hombros aún más hundidos.
—Estoy muy cansada, monsieur Poirot. Cuando llegue mi hora, no sólo estaré dispuesta, sino que la recibiré con alegría.
Él le dirigió una mirada fugaz. Como en otra ocasión, se preguntó si estaría hablando con una mujer enferma, una mujer que presentía o que tenía la certeza de la proximidad de la muerte. De otro modo no encontraba justificación a su intenso cansancio y la lasitud de su porte. Le parecía que aquella lasitud no era característica de la señora Folliat. Amy Folliat debía ser una mujer de carácter, enérgica y decidida. Había sobrellevado muchos disgustos, la pérdida de su hogar y de su fortuna, la muerte de sus hijos. Había sobrevivido a todo esto. Había cortado «las ramas secas», según su expresión. Pero entonces había en su vida algo que no podía cortar, que nadie podía cortarle. Si no se trataba de una enfermedad física no veía qué podía ser. Ella sonrió, como si leyera sus pensamientos.
—En realidad, monsieur Poirot, no tengo mucho por qué vivir. Tengo muchos amigos, pero ningún pariente cercano, ni familia.
—Tiene usted su hogar —dijo Poirot en un arranque.
—¿Quiere usted decir Nasse? Sí....
—Es su hogar, aunque legalmente pertenezca a sir George Stubbs. Ahora que sir George se ha ido a Londres, gobierna usted en su hogar.
De nuevo sorprendió en sus ojos aquella expresión de miedo. Cuándo habló, lo hizo con voz fría.
—No comprendo qué es lo que quiere usted decir, monsieur Poirot. Le agradezco a sir George que me alquile esta casa, pero me la alquila. Le pago al año por la casa, con derecho a pasear por toda la finca.
Poirot extendió las manos.
—Le ruego me disculpe, señora. No era mi intención el ofenderla.
—Seguramente le he interpretado mal —dijo la señora Folliat, fríamente.
—Es un lugar muy hermoso —dijo Poirot—. La casa es hermosa y la tierra que la rodea es hermosa. Se respira una paz, una serenidad muy grandes.
—Sí —el rostro de ella se iluminó—. Siempre hemos experimentado esa sensación. Lo sentí la primera vez que vine aquí siendo una chiquilla.
—¿Pero se respira ahora la misma paz, la misma serenidad?
—¿Por qué no?
—Porque un crimen sigue impune —asestó Poirot—; se ha derramado sangre inocente. Hasta que se aclare el misterio, no habrá paz aquí. Y creo, señora, que usted lo sabe tan bien como yo.
La señora Folliat no contestó. Ni se movió ni dijo una palabra. Permaneció completamente inmóvil y Poirot no tenía idea de lo que estaba pensando. Se inclinó un poco y dijo:
—Señora, usted sabe muchas cosas, puede que sepa todo lo que hay que saber sobre este asesinato. Sabe usted quién mató a la chica y sabe usted por qué. Sabe usted quién mató a Hattie Stubbs; puede que sepa dónde se encuentra su cadáver en estos momentos.
Entonces la señora Folliat habló. Con voz alta, casi dura.
—No sé nada —dijo—. Nada.
—Puede que no me haya expresado bien. No sabe usted la verdad, pero la adivina. Estoy completamente seguro de ello.
—¡Es usted..., y perdone, absurdo!
—No es absurdo; es algo muy distinto, es peligroso.
—¿Peligroso? ¿Para quién?
—Para usted, señora. Mientras guarde usted para sí lo que sabe, está usted en peligro. Conozco a los asesinos mejor que usted, señora.
—Ya se lo he dicho a usted, no sé nada.
—Sospecha, entonces...
—No sospecho nada.
—Eso, perdóneme, señora, no es cierto.
—Hablar por simples sospechas no estaría bien, sería una mala acción.
Poirot se inclinó hacia ella.
—¿Tan mala como la que se cometió hace un mes?
Ella se encogió en su asiento, haciéndose un montón.
—No me hable de eso —dijo en un susurro. Y luego añadió estremeciéndose—. De todos modos, ya ha pasado. Todo ha terminado.
—¿Cómo lo sabe usted, señora? Se lo digo por experiencia: los asesinos nunca terminan de matar.
Ella hizo un movimiento negativo de cabeza.
—No. No. Ya se ha acabado. Y además no puedo hacer nada. Nada.
Poirot se puso en pie y se quedó mirándola.
—Si hasta la policía se ha dado por vencida... —dijo la señora Folliat, angustiada.
Poirot negó con la cabeza.
—Ah, no, señora; está usted equivocada. La policía no se ha dado por vencida. Y yo —añadió— tampoco me doy por vencido. Recuerde, señora. Yo, Hércules Poirot, no me doy por vencido.
Fue un mutis muy típico de Poirot.
Capítulo XVII
Después de salir de Nasse, Poirot se fue al pueblo, donde preguntando encontró la casa ocupada por los Tucker. Su llamada quedó sin respuesta durante algún tiempo, ahogada por la voz aguda de la señora Tucker.
—...¿En qué estarás pensando, Jim Tucker, para poner tus botas en mi linóleo? No te lo he dicho una vez, te lo he dicho mil veces. Me he pasado la mañana limpiándolo, y míralo ahora.
Un rumor sordo fue la reacción del señor Tucker a esas observaciones. En conjunto, era un rumor conciliador.
—No tienes por qué olvidarlo. Todo por tu manía de poner en la radio las noticias de deportes. No hubieras tardado ni dos minutos en quitarte las botas. Y tú, Gary, a ver lo que haces con ese caramelo. No te consiento que pongas los dedos pringosos en mi mejor tetera de plata. Marilyn, alguien llama a la puerta. Vete a ver quién es.
Se abrió la puerta con cuidado y una niña de unos once años se quedó mirando a Poirot con desconfianza. Tenía un caramelo en la boca, que le hinchaba una de las mejillas. Era una niña gorda, con pequeños ojos azules y belleza de cerdito.
—Es un señor, mami —gritó.
La señora Tucker, con mechones de pelo colgándote sobre el rostro acalorado, se acercó a la puerta.
—¿Qué hay? —preguntó con viveza—. No necesitamos...
Hizo una pausa y en su rostro apareció una vaga expresión de reconocimiento.
—Espere un momento; ¿no estaba usted aquel día con la policía?
—Siento, señora, haberle traído recuerdos tristes —dijo Poirot, pisando con firmeza en el interior.
La señora Tucker dirigió a sus pies una rápida mirada de agonía, pero los puntiagudos zapatos de charol de Poirot sólo habían pisado la carretera principal y no dejaron rastro de fango en el reluciente linóleo de la señora Tucker.
—Pase, señor, por favor —dijo ella, retrocediendo ante Poirot y abriendo una puerta situada a la derecha.
Poirot fue introducido en un saloncito desoladamente ordenado, que olía a cera de pulir muebles y en el que había un juego estilo jacobino, una mesa redonda, dos geranios en sus correspondientes macetas, un guardafuegos de bronce, muy complicado, y una gran variedad de delicadas figuritas de porcelana.
—Siéntese, señor, por favor. No recuerdo su nombre. En realidad, no creo que lo haya oído nunca.
—Mi nombre es Hércules Poirot —dijo Poirot rápidamente—. Me encuentro de nuevo por estas tierras y he venido a ofrecerles mi sentido pésame y a preguntarles si ha habido algún progreso. ¿Supongo que el asesino de su hija habrá sido hallado?
—No se sabe nada de él —dijo la señora Tucker, hablando con cierta amargura—; y es una verdadera vergüenza, si quiere que le diga la verdad. A mí me parece que la policía no se molesta por gentes como nosotros. Y además, ¿para qué sirve la policía? Si todos son como Bob Hoskins, no me extrañaría que todo el país fuera un conjunto de criminales. Lo único que hace Bob Hoskins es pasar el tiempo mirando dentro de los coches que se paran en el parque.