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En este momento, apareció en la puerta el señor Tucker, sin botas, con los pies enfundados en unos calcetines. Era un hombre alto, de cara colorada y expresión pacífica.

—Los policías tienen su mérito —dijo con voz ronca—; tienen sus preocupaciones como todo el mundo. Estos maniáticos no son fáciles de coger. Se parecen a usted, o a mí..., no sé si me entiende —añadió, hablando a Poirot directamente.

La pequeña que había abierto la puerta a Poirot apareció detrás de su padre, y un niño de unos ocho años asomaba la cabeza por el hombro de su hermana. Todos se quedaron mirando a Poirot, con intenso interés.

—Ésta es su hija pequeña, ¿eh? —dijo Poirot.

—Ésta es Marilyn —dijo la señora Tucker—, Y éste es Gary. Ven a saludar a este señor, Gary, y a ver qué modales tienes.

Gary se marchó a esconderse.

—Es muy vergonzoso —dijo la madre.

—Muy amable por su parte, señor —dijo el señor Tucker— el venir a preguntar por lo de Marlene. ¡Ha sido un asunto horrible!

—Acabo de visitar a la señora Folliat —dijo monsieur Poirot—. También ella parece muy afectada por este asunto.

—Desde entonces no anda bien —dijo la señora Tucker—. Es una señora muy mayor y la impresión ha sido muy grande para ella y más todavía habiendo ocurrido en su propia casa.

Poirot observó una vez más cómo todo el mundo, inconscientemente, consideraba a la señora Folliat como a la dueña de Nasse House.

—Le hace sentirse un poco responsable —dijo el señor Tucker—; aunque claro que ella no tuvo nada que ver con este asunto.

—¿Quién fue exactamente el que propuso que Marlene hiciera el papel de víctima?

—preguntó Poirot.

—La señora de Londres, la que escribe libros —se apresuró a decir el señor Tucker.

Poirot dijo suavemente:

—Pero si no era de aquí. Ni siquiera conocía a Marlene.

—Fue la señora Masterton la que reunió a todas las chicas —dijo la señora Tucker—, y me figuro que fue la señora Masterton quien dijo que lo hiciera Marlene. Y a Marlene le encantó la idea.

De nuevo se encontró Poirot con que tropezaba con una pared en blanco. Pero ahora sabía lo que había sentido la señora Oliver cuando le había mandado llamar. Alguien había estado trabajando en la sombra, alguien que había hecho cumplir sus deseos por medio de personas de representación. La señora Oliver, la señora Masterton, eran los figurones.

—He estado preguntándome, señora Tucker —dijo Poirot—, si Marlene conocería a algún..., ¡hum!, a algún loco homicida.

—¡Cómo iba a conocer a una persona así! —dijo la señora Tucker, escandalizada.

—Pero es que, como acaba de observar su marido —dijo Poirot—, es muy difícil identificar a estos locos. Tienen el mismo aspecto que... que podemos tener usted y yo. Puede que a Marlene le haya hablado alguien en la fiesta, o antes. Puede haberse hecho amigo de ella de un modo inocente, haberle hecho regalos, por ejemplo.

—No, no, señor; nada de eso. Marlene no hubiera aceptado regalos de un desconocido. No la he educado tan mal como para poder obrar así.

—Pero puede que no haya visto nada malo en ello —insistió Poirot—. Supongamos que una señora muy amable le ofreciera alguna cosa...

—¿Alguien, quiere usted decir, como la señora Legge, la de Mill Cottage?

—Sí —dijo Poirot—; alguien así.

—Una vez le dio una barra de labios, sí, señor —dijo la señora Tucker—. ¡Me enfadé muchísimo! No consentiré que te pongas esa basura en la cara, Marlene, le dije. Piensa en lo que diría tu padre. Bueno, pues me dijo, toda descarada «me lo dio la señora de la casa de Lawder. Me dijo que me Sentaría muy bien». Bueno, le dije yo, no tienes que escuchar lo que digan las señoras de Londres. Eso está bien para ellas, pintarse la cara, ponerse negro en los ojos y en las pestañas y todo eso. Pero tú eres una chica decente, dije, y llevarás la cara lavada con agua y jabón hasta que seas mucho mayor de lo que eres.

—Pero me figuro que ella no estaría de acuerdo con usted —dijo Poirot sonriendo.

—Cuando yo digo una cosa, se hace —dijo la señora Tucker.

La gorda Marilyn saltó de pronto una risita divertida. Poirot le dirigió una mirada rápida.

—¿Le dio la señora Legge alguna otra cosa? —preguntó.

—Creo que le dio un pañuelo o algo así, uno que ya no usaba ella. Muy llamativo, pero no de buena calidad. Yo sé cuando una cosa es de calidad —dijo la señora Tucker moviendo la cabeza—. De chica trabajé en Nasse House. Aquéllas eran sedas, las que llevaban las señoras en aquellos tiempos. Nada de colorines y nylon y seda artificial; seda pura. ¡Qué digo, si algunos de aquellos vestidos de tafetán se tenían solos!

—A las chicas les gusta arreglarse un poco —dijo el señor Tucker indulgente—. A mí no me molestan los colores vivos, pero no consiento esa porquería de pintura en la boca.

—Estuve un poco dura con ella —dijo la señora Tucker, con los ojos húmedos de pronto— y luego se murió de aquel modo tan horrible. Después hubiera deseado no haberle hablado tan duramente. ¡Ay, señor, parece que últimamente sólo nos caen desgracias y funerales! Dicen que la desgracia nunca viene sola y es bien cierto.

—¿Han tenido ustedes otras pérdidas? —preguntó Poirot cortésmente.

—El padre de mi mujer —explicó el señor Tucker—. Venía con el bote de la taberna de los «Tres Perros», de noche, muy tarde, y debió de haber perdido el pie al saltar al embarcadero y se cayó al río. Claro que debía haberse quedado quieto en casa, a su edad. Pero con los viejos no se sabe. Siempre andaba por el embarcadero.

—Padre siempre había entendido mucho de botes —dijo la señora Tucker—. En otros tiempos se ocupaba de los botes del señor Folliat, hace muchísimos años. No es que lo de mi padre fuera una gran pérdida —añadió vivamente—. Tenía más de noventa años y en muchas cosas era una verdadera prueba. Siempre farfullando tonterías. Ya era hora de que se muriera. Pero, naturalmente, tuvimos que enterrarlo con decencia... y los funerales cuestan mucho dinero.

Poirot no prestó atención a estas reflexiones económicas... Estaba recordando vagamente algo.

—¿Un hombre viejo... en el embarcadero? Recuerdo haber hablado con él. ¿Se llamaba...?

—Merdell, señor. Ése era mi nombre de soltera.

—¿Su padre, si mal no recuerdo, había sido jardinero mayor en Nasse?

—No, ése era mi hermano mayor. Yo era la más joven de todos los hermanos..., once éramos. —y añadió con cierto orgullo—: Ha habido varios Merdell en Nasse durante mucho tiempo, pero ahora están todos desperdigados. Padre fue el último de nosotros.

Poirot dijo Suavemente:

—«Siempre habrá Folliat en Nasse House».

—¿Cómo dice, señor?

—Repito lo que me dijo su padre en cierta ocasión, en el embarcadero.

—Bueno, decía muchas tonterías. Tenía que mandarle callar muchas veces de mal modo.

—De modo que Marlene era nieta de Merdell... —dijo Poirot—. Sí, ya empiezo a ver claro.

Se quedó en silencio durante un momento, mientras en su interior iba surgiendo una excitación enorme.

—¿Dice usted que su padre se ahogó en el río?

—Sí, señor. Había bebido un poco de más. Y no sé de dónde sacaba el dinero. Claro que se ganaba propinas de cuando en cuanto en el embarcadero por ayudar a la gente de los botes y aparcar los coches. Era muy astuto para esconder de mí el dinero. Sí, creo que había bebido demasiado. Perdió el pie, supongo, al bajar del bote y saltar al embarcadero. Y cayó al agua y se ahogó. El cadáver apareció en Helmmouth al día siguiente. Lo extraño fue que no hubiera ocurrido antes, con noventa y dos años y medio ciego, además.