Poirot consideró esta lista de personajes, pero, por el momento, sólo eran nombres para él. Volvió al punto principal.
—¿De quién fue la idea de esa Persecución del Asesino?
—De la señora Masterson, creo. Es la esposa del diputado; muy buena organizadora, fue ella la que convenció a sir George de que la fiesta se celebrara aquí. La finca ha permanecido desocupada durante tanto tiempo que cree que la gente tendrá deseos de verla y pagará con gusto por ello.
—Todo parece muy normal —dijo Poirot.
—Parece normal —dijo la señora Oliver con obstinación—, pero no lo es. Le digo, monsieur Poirot, que algo anda mal.
Poirot miró a la señora Oliver y la señora Oliver le devolvió la mirada.
—¿Cómo ha explicado usted mi presencia aquí, y que me haya hecho usted venir? —preguntó Poirot, extrañado.
—Eso fue fácil —dijo la señora Oliver—. Será usted quien entregue los premios en la Persecución del Asesino. Todo el mundo está emocionadísimo. Dije que yo le conocía, que probablemente podría convencerle de que viniera y que estaba segura de que su nombre sería una atracción enorme... y, como es natural, lo será —añadió la señora Oliver diplomática.
—¿Y su idea fue aceptada sin objeciones?
—Ya le digo que todo el mundo se entusiasmó con la idea.
La señora Oliver consideró innecesario mencionar que uno o dos miembros de la joven generación habían preguntado : «¿Quién es Hércules Poirot?»
—¿Todo el mundo? ¿Nadie se opuso a la idea?
La señora Oliver negó con la cabeza.
—Es una lástima —dijo Hércules Poirot.
—¿Quiere usted decir que eso pudo habernos orientado algo?
—No es probable que un presunto criminal acogiera con agrado mi presencia.
—Supongo que creerá usted que todo son figuraciones mías —dijo la señora Oliver en tono lastimero—. Tengo que admitir que hasta que empecé a hablar con usted no me di cuenta de lo poco que tengo en qué fundarme.
—Tranquilícese —dijo Poirot amablemente—. Estoy inquieto e interesado. ¿Por dónde empezamos?
La señora Oliver echó una ojeada a su reloj.
—Es la hora del té. Vamos a la casa y allí los conocerá usted a todos.
Tomó un camino distinto del que había seguido Poirot. Éste parecía llevar dirección contraria.
—Por este camino pasamos por la caseta de los botes —explicó la señora Oliver.
Mientras hablaba surgió ante su vista la caseta de los botes. Era una pintoresca casita con techo de paja, proyectada sobre el río.
—Ahí es donde estará el cadáver —dijo la señora Oliver—. El cadáver de la Persecución del Asesino, quiero decir.
—¿Y quién va a ser el asesinado?
—Ah, una excursionista, que en realidad es la primera mujer de un investigador atómico; una yugoslava —dijo la señora Oliver con ligereza—. Naturalmente, parece que el que la mató fue el investigador atómico, pero, claro, no es tan sencillo como eso...
—Claro que no... Estando usted por medio...
La señora Oliver aceptó el cumplido con un movimiento ondulante de la mano.
—En realidad —dijo—, quien la mata es el hacendado, y el motivo es bastante ingenioso, la verdad... No creo que lo adivine mucha gente... aunque en la quinta pista se indica muy claramente.
Poirot abandonó las sutilezas de la trama de la señora Oliver y, aprovechó para hacer una pregunta práctica:
—Pero ¿cómo se las arregla usted para conseguir un cadáver satisfactorio?
—Una exploradora —dijo la señora Oliver—. Iba a ser Sally Legge, pero ahora quieren que se ponga un turbante y lea el porvenir. Conque será una exploradora, llamada Marlene Tucker. Es una mocosa bastante tonta —añadió a modo de explicación—. Es muy fácil, todo se reduce a unos pañuelos de campesina y una mochila... y todo lo que tiene que hacer, cuando oiga que viene alguien, es echarse en el suelo y colocarse la cuerda alrededor del cuello. Bastante aburrido para la pobre chica, allí metida en la caseta, hasta que la encuentren, pero me he ocupado de que tenga un buen montón de «tebeos»... Por cierto, hay una pista para encontrar al asesino, escrito en uno de ellos... Conque todo encaja.
—¡Su inventiva me deja mudo de asombro! ¡Qué de cosas se le ocurren!
—Pensar cosas no es nada difícil —dijo la señora Oliver—. Lo malo es que piensa una demasiadas, y entonces todo se vuelve complicadísimo, y tiene una que desprenderse de algunas ideas, y eso sí que es horroroso. Ahora subiremos por aquí.
Empezaron a subir un sendero empinado y zigzagueante a lo largo del río, pero a un nivel más alto. El sendero, que discurría en medio de los árboles, dio una vuelta brusca y se encontraron en un claro, dominado por un pequeño templete blanco, con columnas. Un joven, vestido con unos viejos pantalones de franela y una camisa de un verde virulento, contemplaba el templete a cierta distancia, con el ceño fruncido. Giró en redondo, volviéndose hacia ellos.
—El señor Michael Weyman; monsieur Hércules Poirot —dijo la señora Oliver.
El joven aceptó la presentación haciendo con la cabeza una inclinación indiferente.
—Es extraordinario —dijo con voz amarga— ¡en qué sitios pone la gente las cosas! Esto, por ejemplo. La construyeron hace un año nada más... una cosa bastante bonita en su estilo y a tono con la época de la casa. Pero ¿por qué ponerlo aquí? El objeto de estas cosas es que sean visibles, «situado en una eminencia», así es como suelen expresarse, «a la que se llega por un verde campo en el que florecen los narcisos, etc.». Pero aquí tienen a este pobre diablo, perdido en medio de los árboles, invisible desde, todas partes... Tendría usted que echar abajo unos veinte árboles para poderlo ver desde el río.
—Puede que no hubiera otro sitio —dijo la señora Oliver.
Michael Weyman lanzó un bufido.
—En lo alto de aquel montículo cubierto de hierba, junto a la casa... Era el emplazamiento indicado. Pero no, estos ricachones son todos iguales: no tienen sentido artístico. Se le antoja un templete y lo encarga. Mira a su alrededor, para ver dónde lo pone. Luego, creo que un vendaval arrancó un roble muy grande y dejó una calva muy fea. «Ah, pues muy bien... dice el muy bruto... lo adecentaremos poniendo allí un templete.» ¡Es en lo único en que piensan estos ricachones; en «adecentarlo» todo! ¡Me extraña que no haya puesto macizos de geranios rojos y de calceolarias, todo alrededor de la casa! A un hombre así no se le debía consentir tener una propiedad como ésta.
Parecía muy acalorado.
«A ese joven —se dijo Poirot— es evidente que no le gusta sir George Stubbs.»
—Está asentado sobre hormigón —dijo Weyman— y debajo la tierra no es firme; claro, se ha hundido. Está todo agrietado por aquí... pronto constituirá un peligro... Sería mejor echarlo todo abajo y levantarlo de nuevo en lo alto del montículo que está cerca de la casa. Ése es mi consejo, pero el muy testarudo no quiere ni oír hablar ni lo más mínimo de ello.
—¿Y qué hay del pabellón de tenis? —preguntó la señora Oliver.
La expresión del joven se hizo aún más sombría.
—Quiere una especie de pagoda china —dijo, lanzando un gruñido—. ¡Dragones, hágame el favor! Todo porque a lady Stubbs le gusta verse con sombreros chinos. ¿Quién va a querer ser arquitecto? ¡El que quiere que le construyan algo decente no tiene dinero, y los que lo tienen quieren estas barbaridades!