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En el mismo instante en que Tanis empezaba a relajarse, se abrió la puerta principal de la posada. Brotó la luz del interior, formando su haz un camino de bienvenida y el aroma de las patatas llegó a sus vías olfativas, transportado por la brisa y acompañado de risas estentóreas, multitudinarias. Los recuerdos renacieron como impulsados por un resorte y el semielfo, sobrecogido, inclinó la cabeza.

Mas, quizá por fortuna, no tuvo tiempo de hacer elucubraciones. Cuando él y su compañera se acercaron al albergue, el mozo de las cuadras corrió presto a sujetar las riendas de sus cabalgaduras.

—Forraje y agua —le especificó Tanis, deslizándose por la silla y arrojando una moneda al muchacho. Acto seguido se desperezó a fin de desentumecer sus contraídos músculos—. Di instrucciones anticipadas de que me preparaseis un caballo brioso y descansado. Me llamo Tanis, el Semielfo, y espero que mi emisario llegase oportunamente.

Los ojos del mozo casi se desorbitaron. Ya había observado la refulgente armadura y rica capa que portaba el desconocido, pero al oír su nombre su curiosidad fue reemplazada por la más viva veneración.

—S-sí, señor —tartamudeó, desconcertado de que tan noble héroe se dignase hablarle—. Recibimos vuestro mensaje y el animal está a punto. ¿Queréis que os lo traiga ahora mismo, s-señor?

—No —respondió Tanis con una sonrisa—. Aguarda unas dos horas, hasta que haya concluido mi cena.

—D-dos horas. Sí, señor. G-gracias, señor. —Meneando la cabeza de una manera monótona, como alelado, el muchacho asió las riendas que el semielfo trataba de embutir en sus manos insensibles y permaneció quieto, boquiabierto, olvidando su trabajo hasta que el impaciente equino lo despertó de una sacudida y casi lo tiró al suelo.

Una vez se hubo alejado el caballerizo con el agotado animal, Tanis se volvió para ayudar a desmontar a su acompañante.

—Debes ser de hierro —dijo ella tras poner el pie en el suelo—. ¿De verdad tienes intención de proseguir el viaje esta misma noche?

—Voy a hacerte una confesión: me crujen todos los huesos del cuerpo —comenzó a explicar el semielfo pero, sintiéndose incómodo de repente, se interrumpió. Era incapaz de conducirse con naturalidad en presencia de aquella mujer.

Vio que la luz de la posada bañaba sus rasgos femeninos, y leyó en ellos fatiga y pesar. Sus ojos parecían hundirse en unos pómulos huecos, cenicientos. También su paso, en consonancia con su demacrado aspecto, era vacilante, así que Tanis se apresuró a ofrecerle su brazo como apoyo. Ella lo aceptó, pero sólo un momento. Hizo acopio de voluntad y logró mantenerse firme, apartándolo con suavidad pero sin titubeos, antes de contemplar interesada su entorno.

El dolor mortificaba al semielfo al más mínimo movimiento, por lo que imaginó cómo debía sentirse una mujer tan poco acostumbrada a los esfuerzos físicos. No le quedó otro remedio que admirarla, ya que debía admitir que no había proferido la más leve queja durante su largo e inquietante periplo. Se había mantenido a su altura, sin rezagarse ni desobedecer sus órdenes por absurdas que, quizá, se le antojaran.

«¿Por qué entonces, se preguntó, no le inspiraba ningún sentimiento? ¿Qué dimanaba de su persona, tan desagradable, que le irritaba e incluso le producía cierto agobio?». Al escudriñar su rostro halló la respuesta. La única calidez que se perfilaba en sus rasgos era la que reflejaban las llamas del vecino establecimiento. Todo en ella respiraba frialdad, carencia de pasiones y de… ¿De qué? ¿Acaso de humanidad? Así se le había mostrado en el interminable y azaroso viaje, fríamente correcta, secamente agradecida y gélidamente distante. «Quizás incluso me habría enterrado con perfecto aplomo e impasibilidad», pensó pero, como si se amonestara a sí mismo por tan irreverente idea, posó la vista en el Medallón que ceñía su cuello: el Dragón de Platino de Paladine. Por simple asociación evocó las palabras de despedida de Elistan, que el clérigo susurró en su oído poco antes de su partida.

«Es conveniente que la escoltes, Tanis —le dijo el frágil anciano—. En muchos aspectos emprende una epopeya similar a la que realizaste tú años atrás, en busca del conocimiento de sí misma. No, tienes razón, ella ignora el auténtico motivo —le aclaró al constatar su expresión dubitativa—. Avanza con la mirada alzada hacia el cielo, no ha aprendido todavía que cuando uno olvida la senda bajo sus pies acaba por tropezar. Si no lo entiende a tiempo su caída será irreversible —añadió con una triste sonrisa, a la vez que mascullaba una plegaria—. Depositemos nuestra confianza en Paladine —concluyó».

Tanis frunció el ceño entonces y volvió a fruncirlo ahora, mientras recapacitaba sobre esta última frase. Aunque llegó a adquirir una sólida fe en las divinidades —más a través del amor y las creencias de Laurana que por ninguna otra razón— se sentía inseguro al poner su vida en sus manos y aquellos que, como Elistan, cargaban a los dioses con tan exhaustivo fardo tenían la virtud de impacientarle. «Dejemos que el hombre se responsabilice de vez en cuando de sus actos», meditó nervioso.

—¿Qué sucede, Tanis? —preguntó Crysania con su habitual frialdad.

No se había percatado de que durante todo este rato la había mirado sin verla, por eso le sobrevino un acceso de tos y tuvo que aclarar su garganta antes de apartar los ojos. Por fortuna, el mozo regresó en aquel preciso instante en busca del caballo de la mujer y ahorró al semielfo la necesidad de contestar. Se limitó a señalar la posada, y ambos se encaminaron a ella.

—A decir verdad —comentó Tanis cuando el silencio se tornó tenso—, me gustaría pernoctar aquí y departir con mis amigos. Pero he de estar en Qualinesti pasado mañana, y sólo una cabalgada ininterrumpida me permitirá llegar a tiempo. Mis relaciones con mi cuñado no son tan íntimas que me permitan perderme el funeral de Solostaran, se lo tomaría como una ofensa. —Sonrió de un modo enigmático, y apostilló—: Una ofensa personal y política, supongo que me comprendes.

A los labios de Crysania asomó una mueca, pero el semielfo advirtió que no era una señal de asentimiento. Se trataba de un gesto tolerante por el que le daba a entender que estas cuestiones familiares y políticas no merecían el interés de alguien tan elevado en sus miras.

En el momento en que llegaban a la puerta de la taberna, Tanis reveló a su acompañante:

—Además, añoro a Laurana. Resulta curioso el hecho de que en nuestra vida cotidiana, pese a estar cerca uno del otro, nos absorben tanto nuestras respectivas obligaciones que en ocasiones pasamos varios días sin intercambiar un saludo o una caricia, salvo en los intervalos en que salimos de nuestros mundos. Ahora, sin embargo, cuando nos separa una distancia tangible, me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho. Y no he de pensar en ella para que me invadan tales sentimientos, es algo que surge de forma espontánea…

Calló de repente, convencido de haberse puesto en ridículo al hablar como un necio adolescente. No obstante, pronto constató que Crysania no lo escuchaba en absoluto pues su rostro marmóreo había adquirido, si cabía, una mayor lividez, hasta tal extremo que el resplandor argénteo de la luna se revestía de cierto calor al compararse con aquella epidermis. Meneando la cabeza, el semielfo abrió la puerta sin poder reprimir un suspiro de pesar. «No envidio a Caramon ni a Riverwind», se dijo interiormente.

Los sonidos familiares, la tibia atmósfera de la posada abrumaron a Tanis quien, durante unos segundos, lo vio todo envuelto en una nebulosa. Distinguió el perfil de Otik, más viejo y más orondo, apoyado en un bastón mientras se aproximaba para palmearle fuertemente los hombros en señal de bienvenida. También había personas con las que nada había tenido que ver en el pasado y que, por alguna razón, ahora apretaban su mano entre apasionadas muestras de amistad.