Hizo un esfuerzo de voluntad y consiguió recuperar su expresión ceñuda, al mismo tiempo que se encaminaba al dormitorio.
—Reuniré tus restantes enseres para el viaje.
—¡No, aguarda! —la detuvo él—. Gracias Tika, pero puedo ocuparme de eso sin tu ayuda. ¿Por qué no nos preparas un poco de comida?
—Te echaré una mano —ofreció Tas, y se dirigió a paso veloz a la cocina.
—De acuerdo —accedió la muchacha, si bien aprisionó entre sus dedos el copete que coronaba la cabeza del kender—. Pero antes —le ordenó—, nuestro amigo Tasslehoff Burrfoot se sentará aquí mismo y vaciará sus saquillos uno por uno.
Tas bramó contra aquella velada acusación, aquella afrenta a la que lo sometían, y Caramon aprovechó la confusión para correr al dormitorio y encerrarse. Fue directo al rincón donde yacía la redoma, vació su contenido en un odre de viaje y, sonriendo satisfecho, introdujo éste en el fondo de su hatillo y lo cubrió con algunas prendas de ropa.
—¡Estoy a punto! —exclamó jubiloso—. Estoy a punto —repitió ya en el porche, víctima del desconsuelo.
Pobre Caramon, su figura era un triste espectáculo. La cota de malla que luciera durante los primeros meses de la campaña, y que perdiera en el curso de una de las muchas aventuras vividas, fue reemplazada por otra idéntica que él mismo confeccionó poco después de regresar a Solace. Entrelazó las hebras del pectoral, pulió las imperfecciones y diseñó las partes de acuerdo con el modelo original, todo ello con primor y dedicación, hasta que, una vez concluida, la arrinconó en un lugar seguro donde no la dañaran los elementos. Ahora se hallaba en perfectas condiciones salvo que, por desgracia, no podía abrocharse los costados y la pieza superior bailaba bajo el cinto que intentaba inmovilizarla en torno a su rebosante talle. Ni Tas ni él habían sido capaces de anudar las placas metálicas que, como un refuerzo adicional, debían guardar sus muslos, y el guerrero optó por llevarlas en su hatillo. Se quejó al levantar su escudo y lo escudriñó con suspicacia, convencido de que alguien lo había llenado de plomo durante los dos últimos años. Y, para colmo de males, a causa de su abultado estómago tampoco hubo manera de abrochar la hebilla de la que había de pender la espada. Enrojeciendo de ira se colgó el arma de la espalda, enfundada en su vaina, y la afianzó mediante unas correas.
Al contemplarle, Tasslehoff tuvo que apartarse de él. En un principio temió estallar en carcajadas, pero constató asombrado que eran las lágrimas lo que debía reprimir.
—Soy un fantoche ridículo —se lamentó Caramon al ver que su amigo le evitaba y Bupu, por su parte, lo estudiaba boquiabierta y con los ojos desorbitados.
—Recuerda al Gran Bulp, Fudge I —declaró la enana entre suspiros.
La imagen del obeso, desaliñado monarca del clan gully congregado en Xak Tsaroth se perfiló en la mente del kender. Agarrando a su acompañante por el pescuezo, la atrajo hacia sí y le insertó el mendrugo en la boca para impedir que profiriera otro comentario inoportuno. Pero el daño ya estaba hecho.
—Acabo de cambiar de idea —anunció el guerrero, a la vez que se congestionaban sus pómulos y arrojaba el escudo sobre el porche con un estrépito fruto de la cólera. Resultaba evidente que también él había recordado al grotesco enano—. ¡Me quedo! De todos modos, era una empresa absurda.
Lanzó entonces a Tika una mirada furibunda, cargada de reproches y, dando media vuelta, dio un paso hacia el umbral. Pero ella se interpuso en su camino de un ágil salto.
—Escúchame bien, Caramon Majere —dijo sin exaltarse—. No permitiré que entres en mi casa hasta que puedas hacerlo como un hombre cabal.
—Será como dos hombres cabales —intervino Bupu con voz ahogada. Tas no dudó en atiborrar su boca de pan.
—¡Eres una insensata! —recriminó el guerrero a su mujer y, con gesto agresivo, apoyó la mano en su hombro—. Sal de ahí, Tika, te lo advierto. No interfieras en mis decisiones.
—En una ocasión te ofreciste a seguir a Raistlin hasta el mundo de las tinieblas. ¿Te acuerdas? —preguntó ella en tono quedo pero revestido de un timbre severo y penetrante, que sus ojos no hacían sino subrayar. Había capturado la atención de Caramon, quien tragó saliva y asintió en silencio, lívido ahora su semblante.
—Rehusó tu compañía —continuó Tika, con la mano posada en el fornido pecho y las pupilas prendidas de las de él—. Dijo que si te internabas en la oscuridad morirías sin remedio. ¿No comprendes, Caramon, que lo que has hecho en el curso de estos dos años es hundirte poco a poco en la negrura? Mueres un poco a cada día que pasa. ¿Y sabes por qué? Porque no has obedecido su consejo, no has emprendido tu propia senda y dejado que él eligiera la suya. Tratas de recorrerlas ambas, y no consigues sino destruirte a ti mismo. La mitad de tu ser vive en una terrible penumbra y la otra mitad pretende bañar en un elixir engañoso los horrores que allí ve, mitigar el sufrimiento a cualquier precio.
—¡Yo soy el culpable de que se invistiera de poderes malignos al asumir la Túnica Negra! —vociferó el guerrero, convulsionado por el llanto—. ¡Yo lo impulsé a hacerlo! Eso era lo que Par-Salian intentaba darme a entender.
Tika se mordió el labio y, aunque la furia afloraba a sus contraídas facciones, Tas observó cómo la dominaba y se limitaba a admitir:
—Quizá sea verdad. —Un segundo más tarde, sin embargo, persistió en su resolución inicial—. Pero no he de aceptarte ni como esposo ni como amigo hasta que acudas a mi lado en paz contigo mismo.
Caramon la escudriñó en la actitud de quien se tropieza con un desconocido y desea averiguar sus intenciones. El rostro de la posadera irradiaba firmeza, sus ojos verdes exhibían una serenidad inconmovible. De pronto, Tas recordó aquella última noche durante la Guerra de la Lanza en que se habían enfrentado a numerosos draconianos, en los subterráneos del Templo de Neraka. Su expresión era la misma.
—Acaso no llegue nunca ese momento, mi bella dama —la desafió Caramon—. ¿Lo has pensado?
—He considerado esa posibilidad. Adiós —fue la escueta respuesta.
Tras volver la espalda a su marido, la joven cruzó el umbral de su hogar y cerró con llave y pestillo. Al oír cómo se deslizaba este último en su abertura Caramon se estremeció, apretó sus enormes puños y, por un momento, Tasslehoff temió que forzara la puerta. Pero no fue así. El guerrero abrió sus palmas y altivo, disfrazando su maltrecho orgullo, se alejó del porche.
—Le demostraré que conmigo no se juega —gruñó mientras caminaba a torpes zancadas, envuelto en el ruidoso tintineo de su metálico atuendo—. Dentro de tres o cuatro días regresaré con Crysle… es igual, no recuerdo su nombre. Hablaremos de todo esto y ella me suplicará de rodillas que me quede, pero quizá rehuse. ¡Por los dioses, no puede expulsarme a su antojo!
Tas estaba indeciso. Detrás de él, en el interior de la casa, su agudo oído de kender percibía los lastimeros sollozos de Tika. Sabía que Caramon no los detectaría, absorto en sus arranques de autocompasión y aislado por el repiqueteo de la cota de malla, pero ¿qué podía hacer el hombrecillo?
—¡Cuidaré de él, Tika! —prometió y, asiendo a Bupu por el brazo, echó a correr en pos de la descomunal masa del compañero. De todas las andanzas vividas era ésta la que comenzaba bajo peores augurios.
5
La reconstrucción de Palanthas
«Palanthas, ciudad legendaria por su belleza. Una ciudad que ha vuelto la espalda al mundo y se contempla, admirada, en su propio espejo».
¿Quién la había descrito en estos términos? Kitiara, sentada a lomos de su reptil azul, volaba por los alrededores de las murallas zambullida en estas meditaciones. Quizá fue Ariakas, el fallecido y apenas llorado Señor del Dragón. El tono pretencioso de la frase concordaba con su personalidad, si bien Kit debía admitir que no se equivocó en su juicio sobre los palanthianos. Tanto les espantó la inminente destrucción de su amada urbe que negociaron una paz independiente con los dignatarios enemigos y, hasta poco antes del fin de la guerra —cuando quedó patente que no tenían nada que perder—, no se unieron a los otros grupos a fin de combatir el enorme poder de la Reina Oscura. Y aun entonces su pacto estuvo presidido por la reticencia.