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De nuevo el pánico hizo presa en la Señora del Dragón. Propinaba frenéticos puntapiés a la garra, destinados a obligarla a soltar su maltrecho tobillo, pero el fantasmal atacante no cedía. Y, lo que aún le causó mayor espanto, otra mano brotó del camino y estrujó su píe libre en idéntico punto. Entre enloquecidas voces, Kitiara perdió el equilibrio y cayó en una postura forzada.

—¡Sostén la joya! —le urgió Soth con su tono de ultratumba—. Sin su protección serás arrastrada a las profundidades.

Kitiara, obediente al mandato del caballero, apretó los dedos en torno a la gema mientras se debatía y retorcía en un desordenado intento de escapar a los macilentos garfios que, poco a poco, la atraían hacia la tumba.

—¡Ayúdame! —suplicó, buscando a su fantasmal amigo con ojos desorbitados.

—No puedo —respondió él desolado—. Mi magia no surtiría efecto, Kitiara, sólo tu propia fuerza de voluntad es capaz de salvarte. Recuerda la alhaja.

La Dama Oscura, como la llamaron en otro tiempo, enmudeció. Durante unos minutos se agitó a merced de unos terribles escalofríos, como si sus adversarios la hubieran vencido, mas no tardó en flagelarla el azote de la ira. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?», pensó al percibir, de nuevo, un par de iris dorados que se deleitaban en la contemplación de su tortura. Este acceso de cólera tuvo la virtud de derretir el hielo, de sofocar el pánico en su flamígero ardor. La invadió la calma, y comprendió lo que debía hacer. Se sacudió sin prisa el polvo de los ropajes y, con gesto frío y deliberado, acercó la joya a una de las esqueléticas manos rozando su putrefacta carne. Aún temblaba, pero la serenidad se impuso y ni siquiera se alteró cuando una maldición resonó en las simas del abismo. La repugnante mano se encogió, abrasada por un fuego invisible, y aflojó su presión sobre el tobillo de Kitiara para zambullirse en su subterránea morada.

Una vez hubieron desaparecido las rugosas yemas entre las hojas secas del borde de la senda, Kitiara aplicó el Talismán a la otra mano que la aprisionaba. También ésta se desvaneció, absorbida por la negrura. Al sentirse libre, la Señora del Dragón se levantó y estudió su entorno con la gema enarbolada a modo de estandarte.

—¿Veis este objeto, criaturas condenadas a vivir después de la muerte? —las desafió con un timbre agudo, casi chillón—. No me detendréis. ¡Pasaré sin que me toquéis! ¿Me habéis oído bien? Franquearé cualquier obstáculo que oséis oponerme.

No hubo respuesta. Las ramas dejaron de crujir, las hojas ocuparon su lánguida posición sujetas a sus tallos. Tras guardar unos minutos más de silencio Kit echó a andar por el sendero, reanudando así su azarosa marcha nocturna. No se desprendió de la alhaja, que le confería cierta seguridad, si bien no pudo sustraerse a imprecar entre dientes a quien se la había enviado. Era consciente de la proximidad de Soth, que se hizo aún más patente cuando él declaró en un siseo:

—Como en tantas otras ocasiones, Kitiara, has despertado mi admiración.

Ella no contestó, atenta al vacío que había dejado la ira en su estómago y que, de manera casi insensible, volvía a colmarse de horror. No quería correr el riesgo de hablar y delatar su creciente aprensión, así que siguió adelante con la mirada puesta en aquel camino que discurría en pos de la nada. A su alrededor se dibujaban decenas de dedos que se abrían paso en el subsuelo en busca de carne viva, aborrecible y deseada al mismo tiempo. Unos rostros pálidos, nebulosos, la espiaban desde los árboles, flanqueados por entes informes que revoloteaban en el frío ambiente y lo infestaban de un hedor rebosante de muerte y podredumbre.

Pero, aunque el guante que portaba la gema sufría leves vibraciones, no flaqueó en su amenazadora postura. Los dedos descarnados nada pudieron para ahuyentar a su dueña, las máscaras del más allá reclamaron en vano la tibia sangre. Los robles, en lugar de obligarla a desistir de su propósito, se inclinaban uno tras otro ante ella en señal de respeto.

Al fin, donde moría el sendero, Kitiara distinguió la figura de Raistlin.

—¡Debería acabar contigo aquí mismo! —le espetó la dama al alcanzarlo, entumecidos los labios y con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.

—No sabría describir el placer que me produce verte de nuevo —repuso el hechicero con una sonrisa beatífica que sus facciones desmentían.

Era la primera vez en dos años que coincidían. Ahora que había abandonado las tinieblas del Robledal, Kitiara examinó a su hermano bajo la tenue luz de Solinari. Iba ataviado con una túnica de fino terciopelo azabache, cuyos pliegues descendían en una armoniosa cascada para cubrir su enteco cuerpo. Bordadas en círculo en torno a la capucha, unas runas argénteas revelaban al experto la magnitud del poder del mago. El símbolo más grande, situado en el centro, era un reloj de arena, réplica en mayor tamaño de los que refulgían en sus extraños ojos. A ambos lados de la runa central brotaban sendas hileras, también plateadas, que se perfilaban en los etéreos haces lunares y se prolongaban hasta los dobleces de las holgadas mangas. Descansaba el peso del hechicero en un legendario bastón, una vara terminada en una bola de cristal que sólo se iluminaba cuando Raistlin así lo ordenaba pero que, en aquellos momentos, se hallaba sumida en la penumbra, al amparo de las doradas garras de dragón que configuraban su puño.

—¡Debería matarte! —repitió Kit antes de lanzar una mirada de soslayo al Caballero de la Muerte, que parecía alimentarse de la negrura adyacente para tomar cuerpo. Los ojos de la dama no expresaban ninguna orden sino más bien una invitación, quizás un mudo desafío.

Raistlin esbozó una mueca que pocos gozaban del privilegio de estudiar. Sin embargo, su ambigüedad se perdió en las sombras de su capucha.

—Me alegro de conocerte, Soth —dijo a guisa de saludo. Había posado su vista en el espectro.

Kitiara se mordió el labio mientras los relojes de Raistlin escudriñaban la armadura del egregio fantasma. El tiempo no había logrado borrar los emblemas que adornaban el pectoraclass="underline" la rosa, el martín pescador y la espada que distinguían a los Caballeros de Solamnia, si bien aparecían ennegrecidos, como si el metal hubiera ardido en un incendio.

—Miembro de la Orden de la Rosa —prosiguió el hechicero— que murió envuelto en llamas durante el Cataclismo, antes de que la maldición de la doncella elfa a la que agravió le condenara a emprender esta amarga vida de ultratumba.

—Ésa es mi historia —asintió Soth sin inmutarse ni sorprenderse—. Y tú eres Raistlin, Amo del Pasado y del Presente y criatura predestinada.

Se espiaban atentamente uno a otro, tan concentrados que habían olvidado a Kitiara quien, al percibir la mortífera batalla que ambos libraban, desechó su momentáneo enfurecimiento para volcar sus sentidos en el desenlace.

—Tu magia es poderosa —comentó Raistlin. Una suave brisa surgida de la noche mecía las ramas de los robles y acariciaba la túnica del hechicero.

—Sí —concedió Soth en un susurro—. Puedo matar con sólo pronunciar una palabra, o bien arrojar una bola de fuego sobre una legión de enemigos. Dirijo a unas tropas de guerreros espectrales que son capaces, a su vez, de destruir a través de un simple contacto. Elevo murallas de hielo que protegen a quienes sirvo, sé discernir lo invisible, los hechizos corrientes se revelan inútiles en mi presencia.

Raistlin inclinó la cabeza afirmativamente, y los pliegues de su capucha se agitaron en derredor de su sombrío semblante. Soth, por su parte, comenzó a avanzar en pos de aquella enjuta figura y se detuvo a escasos centímetros de su frágil cuerpo mientras Kitiara, muda espectadora, sentía cómo se aceleraba su respiración al contemplar tan poco halagüeña escena.

Entonces, en un cortés ademán, el sentenciado Caballero de Solamnia extendió la mano sobre la zona de su anatomía que un día albergó el corazón y declaró, dando al traste con todos los pronósticos de su compañera:

—Pero también reconozco a un superior y puedo ponerme a sus pies. —Kitiara no daba crédito a sus ojos, la reverencia de Soth la había dejado atónita. Tuvo que apretar los dientes para sofocar la exclamación que añoraba a sus labios.

Raistlin, intuyendo el tornado que la agitaba, desvió hacia ella sus áureos relojes de arena y le preguntó, en un tono revestido de sarcasmo:

—¿Decepcionada, mi querida hermana?

Pero la Dama Oscura sabía acomodarse a las cambiantes ráfagas del destino. Había reconocido el terreno enemigo y descubierto lo que quería averiguar, ahora podía reanudar la liza.

—Por supuesto que no —respondió, con una ambigua sonrisa de perversidad que sus pretendientes juzgaban irresistible—. Después de todo, lo único que me ha movido a venir a visitarte ha sido el deseo de verte. Hacía ya demasiado tiempo que no nos entrevistábamos. Tienes buen aspecto.

—Me encuentro en mi mejor momento —confirmó Raistlin y, avanzando unos pasos, rodeó el brazo de Kit con su huesuda mano de largos dedos. Ella se sobresaltó, pues la carne del mago bullía en un estado febril, pero se abstuvo de exteriorizar sus emociones al reparar en el interés con que él la observaba, presto a analizar la más mínima reacción.

—Lo cierto es que ha transcurrido algún tiempo desde la última ocasión en que se cruzaron nuestras vidas —dijo Raistlin para apoyar el comentario de su hermana—. Si no me falla la memoria, esta primavera se cumplirán dos años. —Su tono era coloquial, despreocupado, si bien no soltó el brazo de Kit y en su voz se adivinaba un acento burlón—. Fue en el Templo de la Reina de la Oscuridad, en la ciudad de Neraka, aquella noche fatídica cuando mi soberana sufrió la derrota definitiva y fue desterrada del mundo…

—Gracias a tu traición —intervino la dama a la vez que trataba, sin éxito, de desembarazarse de su molesta zarpa. Aunque era más alta y más fuerte que el frágil mago, capaz en apariencia de partirle en dos con las manos desnudas, apenas osaba moverse y satisfacer así su ferviente deseo de rechazar el contacto de sus dedos. Algo en él la subyugaba.

Raistlin se rió ante la acusación de Kitiara y, atrayéndola hacia sí, la guió hacia la verja de la Torre de la Alta Hechicería.

—Hablando de traiciones, querida hermana, ¿acaso no disfrutaste cuando utilicé mi magia para destruir el escudo de inmunidad de Ariakas y permití así que Tanis, el Semielfo, hundiera el filo de la espada en su cuerpo? ¿No te convertí con mi acto en la más poderosa entre los dignatarios de Krynn?

—¿De qué me sirvió ocupar el rango de Ariakas? —repuso ella con una voz que destilaba amargura—. Desde entonces no he hecho sino vivir casi como una prisionera en Sanction, en manos de esos infames Caballeros de Solamnia que gobiernan todo el territorio. Día y noche me guardan los Dragones Plateados, vigilando hasta mis movimientos más insignificantes. Y en cuanto a mis tropas, deambulan diseminadas por todo el país.

—Sin embargo, has llegado hasta aquí a pesar de tus cadenas —constató Raistlin—. ¿Te detuvieron los Dragones, se enteraron los Caballeros de tu partida?

Kitiara hizo un alto en la senda que conducía a la Torre para dirigir a su hermano una mirada inquisitiva.

—¿Ha sido obra tuya?

—¡Naturalmente! —El hechicero se encogió de hombros, sin acertar a entender cómo Kit no lo había supuesto de buen principio—. Pero ya discutiremos más tarde esas cuestiones —añadió, a la vez que reanudaba la marcha—. El Robledal de Shoikan desestabiliza los nervios del más ponderado, y además estoy seguro de que tienes hambre y frío. Debo confesarte —su tono era confidencial— que otra persona ha conseguido atravesar los lindes de esta espesura, aunque con mi ayuda, de modo que no has sido la primera. Y lo más sorprendente ha sido el coraje con que se ha enfrentado a la prueba. Sabía que tú, Kitiara, salvarías todos los escollos, si bien abrigaba mis dudas respecto a la sacerdotisa Crysania…

—¡Crysania! —repitió la Dama Oscura escandalizada—. ¡Una Hija Venerable de Paladine! ¿Y has dejado que se internara en tus dominios?

—No sólo eso, yo mismo la invité a visitarme —contestó el mago imperturbable—. Uní a mi ofrecimiento un talismán, por supuesto, ya que de lo contrario nunca habría tenido éxito en el empeño.

—Y ella aceptó —afirmó Kitiara, navegando en un mar de incertidumbre.

—Estuvo encantada.

Ahora fue él quien cesó de andar. Se hallaban frente a la entrada de la Torre de la Alta Hechicería y, gracias a la luz que brotaba de las antorchas encendidas junto a las ventanas, Kit vio con absoluta claridad el rostro de su acompañante. Tenía los labios retorcidos en una mueca y sus doradas pupilas brillaban frías, mortecinas, igual que el sol en invierno.

—Encantada —insistió Raistlin, y la dama prorrumpió en carcajadas.