—¿Te han dado pistas fiables? —inquirió el kender irritado.
—¿De quién? ¡Ah, te refieres a ella! No.
Transcurrieron dos días más sin que avanzasen apenas en su viaje. En realidad se hallaban a mitad de camino de Haven. Si bien Tasslehoff podría haber escrito un libro acerca de los establecimientos que flanqueaban la senda.
—En los viejos tiempos —comentó el kender al borde del paroxismo— habríamos ido hasta Tarsis en este mismo plazo. Incluso estaríamos de regreso.
—Entonces yo era joven e inmaduro. Mi cuerpo es ahora el de un adulto, ha de renovar fuerzas y mantener su perfecto equilibrio —explicó Caramon con gesto altivo.
«¿Cómo se atreve a hablar de equilibrio? No son fuerzas lo que renueva», pensó Tas, entre furioso y apenado por su compañero.
Caramon no podía avanzar más de una hora seguida sin detenerse a descansar. A menudo, en lugar de sentarse por su propia iniciativa se derrumbaba de manera repentina y prorrumpía en agónicos sollozos, bañado en sudor todo su cuerpo. Se necesitaban en tales casos los esfuerzos combinados de Tas y Bupu, sumados a unos sorbos de aguardiente enanil, para incorporarlo. Se quejaba, además, sin tregua y amargamente porque la cota de malla le excoriaba la piel, el sol le quemaba demasiado o la sed y el hambre se hacían insoportables. Por las noches persistía en cobijarse en cualquier posada nauseabunda, con tal de que sirvieran bebidas fuertes. Entonces obsequiaba a Tas con el espectáculo de su borrachera y, cuando caía sin sentido, el kender lo subía con ayuda del hospedero al aposento, donde dormía hasta media mañana y obligaba a su amigo a perder un tiempo precioso.
Transcurrida la tercera jornada de tan absurdos desafueros, y consumido el licor de la enésima taberna sin hallar, por otra parte, el menor rastro de la sacerdotisa, Tasslehoff se planteó la opción de regresar a Kenderhome, comprar una casa y retirarse de la aventura.
Era mediodía cuando arribaron a «La Jarra Rota». Caramon, fiel a su costumbre, se zambulló en el interior mientras, exhalando un suspiro que pareció brotar de sus nuevos y relucientes botines verdes, Tas se apostaba al lado del mugriento local en compañía de su inseparable Bupu.
—Estoy harta —anunció la enana dirigiendo al kender una mirada reprobatoria—. Me prometiste que conocería a un hombre guapo ataviado de rojo, y la única cara que he visto es la de ese borrachín más grueso que un tonel. Regreso a mi patria, a la corte de Fudge I, el Gran Bulp.
—No, aguarda un poco más —le suplicó él desesperado—. Encontraremos al hombre guapo, te lo aseguro. Quizá Caramon averigüe al fin su paradero.
Resultaba obvio que Bupu no le creyó, debido acaso a la carencia absoluta de convicción que delataban sus palabras.
—Concédeme una oportunidad —insistió Tas—. Espérame aquí y traeré algo de comer. Este viaje no se prolongará mucho… ¿Te quedarás aquí sin moverte hasta que vuelva? —concluyó, remiso a darle explicaciones falaces.
La enana se mordió los labios, sumida en profundas reflexiones. Al fin dijo, a la vez que se sentaba en la fangosa senda:
—De acuerdo, esperaré hasta después del almuerzo.
Tas irguió el rostro, proyectando el mentón, y desapareció en el desvencijado establecimiento. Estaba resuelto a hablar con Caramon largo y tendido.
Sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos no fue necesario el intercambio.
—A vuestra salud, amigos. —Era el hombretón quien brindaba, alzada la copa frente a los parroquianos de la taberna. No eran numerosos, tan sólo una pareja de enanos viajeros que estaban sentados cerca de la puerta y un grupo de humanos, ataviados de guerreros, quienes levantaron sus jarras en respuesta al saludo del extraño gigante.
Tas tomó asiento junto al fornido compañero, tan deprimido que hasta restituyó a uno de los enanos la bolsa que, distraídamente, le había arrebatado al pasar.
—Se te ha caído esto —le susurró con la mano extendida, en una actitud que dejó perplejo a su interlocutor.
—Buscamos a una mujer —declaró Caramon, arrellanado en su banco como si pretendiera pasar la tarde entera en el local. Recitó acto seguido la descripción que había expuesto en todas las posadas y tabernas desde que partieran de Solace—. Cabello oscuro, delgada, delicada, faz pálida, túnica blanca. Se trata de una sacerdotisa…
—Nosotros la hemos visto —lo interrumpió uno de los guerreros.
—¿De verdad? —preguntó el robusto humano expulsando por la boca un chorro de líquido, casi asfixiado.
—¿Dónde? —preguntó el kender al percatarse de su apuro.
—Deambulando por los bosques que cubren la zona este del territorio —explicó el mismo hombre, a la vez que agitaba el pulgar en aquella dirección.
—¿Ah, sí? —Era Caramon quien hablaba, receloso de los desconocidos—. ¿Y qué hacíais vosotros en esa espesura impenetrable?
—Perseguir goblins. En Haven ofrecen por ellos sabrosas recompensas.
—Tres monedas por ejemplar —coreó su hasta entonces silencioso amigo, y les propuso con una sonrisa desdentada—: Quizá queráis probar suerte también vosotros.
—Volvamos a lo que interesa —los atajó Tas, visiblemente nervioso—. Contadnos pormenores acerca de la mujer.
—Está loca, no me cabe la menor duda —comentó el primer guerrero—. Le advertimos que la región era un hervidero de goblins y no debía viajar en solitario, pero ella se limitó a contestar que estaba en manos de un tal Paladine y que este misterioso personaje se ocuparía de salvaguardarla.
Caramon suspiró y se llevó la copa a los labios.
—Todo concuerda, es la persona que buscamos —aseveró. Pero en el momento en que iba a humedecer su gaznate, Tas dio un salto en el aire y le arrebató el cristalino objeto para lanzarlo al suelo—. ¿Qué diablos…? —intentó protestar el hombretón.
—Vámonos —le ordenó el kender sin hacerle caso, tirando de su brazo—. Tenemos que partir ahora mismo. Gracias por vuestra ayuda —dijo al grupo, jadeando a causa del esfuerzo que suponía arrastrar a Caramon—. ¿Dónde os tropezasteis con ella exactamente?
—A unas diez millas al este de aquí. Encontraréis un sendero en la parte trasera de la taberna, una ramificación de la ruta principal. Internaos en él y os conducirá, a través del bosque, hacia Gateway. Los lugareños lo utilizaban como atajo antes de que se convirtiera en un camino peligroso.
—Nos habéis sido de gran utilidad, os lo aseguro. Vuestro favor no tiene precio. —Con estas palabras de reconocimiento Tas empujó a Caramon al exterior del local, aunque éste pretendía quedarse un poco más.
—¡Los Abismos te confundan! ¿A qué viene tanta prisa? —vociferaba el guerrero encolerizado, deshaciéndose de la presión que ejercían en su cuerpo las manos del kender—. Al menos podríamos comer algo.
—¡Caramon! —le urgió a callar el hombrecillo—. Piensa, recuerda. ¿No te das cuenta de dónde está la sacerdotisa? A diez millas al este. Mira. —Abrió uno de sus saquillos y extrajo un pliego de mapas, que hojeó de manera precipitada hasta hallar el que buscaba y desenrollarlo frente al rostro congestionado del compañero. En su ajetreo, algunos de los otros se deslizaron y cayeron en el camino.
El guerrero intentó enfocar el pergamino con sus ojos vidriosos, nublados por la telilla del alcohol.
—¿Y bien?
—¡Por los dioses! —El kender contó hasta diez y, ya más calmado, le mostró las localizaciones a medida que le explicaba—: Estamos en este punto, si mis cálculos no fallan. Al sur se yergue la ciudad de Haven y en la dirección opuesta, ¿lo ves?, se dibuja Gateway. Las une la vereda que nos han descrito en la taberna y que, según el trazado, discurre por…
—El Bosque Oscuro —leyó Caramon, que comenzaba a situarse—. El Bosque Oscuro —repitió—, ese nombre me resulta familiar.
—¡Naturalmente, estuvimos a punto de morir en él! —exclamó Tas, agitando los brazos en un exagerado aspaviento—. Sobrevivimos merced a la intervención de Raistlin. —Al ver que su interlocutor fruncía el entrecejo, se apresuró a seguir—. ¿Qué ocurrirá si nos aventuramos solos?