—¡No! —gimió el hombrecillo, estremecido pese a ignorar qué iba a ocurrir.
El caballero emitió una corta sentencia:
—Muere.
Advirtió el kender que Crysania asía, en un rápido gesto, el Medallón que pendía de su cuello. Un brillante resplandor de blanca luz brotó de sus dedos y la Venerable Hija de Paladine cayó al suelo fulminada, como si el miembro de su oponente le hubiera traspasado el pecho.
—¡No! —suplicó de nuevo Tasslehoff sin saber qué decía. Los llameantes ojos de la sombra centraron su atención en él en el instante mismo en que una húmeda oscuridad, similar a la negrura de una tumba, sellaba su visión y sus entumecidos labios.
8
Artes arcanas
Dalamar se acercó a la puerta del laboratorio del mago con el alma en vilo, paseando sus nerviosos dedos sobre las protectoras runas bordadas en el paño de su negra túnica a la vez que ensayaba, de forma precipitada, varios hechizos registrados en su memoria. Una cierta dosis de precaución era siempre adecuada, necesaria incluso, en cualquier joven aprendiz dispuesto a introducirse en las cámaras particulares de un maestro tan poderoso como maligno, pero las que había tomado Dalamar eran extraordinarias. Tenía buenas razones para obrar así: guardaba secretos que no debían trascender, y no había nada en este mundo más digno de su temor que la mirada de aquellos dorados relojes de arena que configuraban los ojos del nigromante.
Y, sin embargo, una corriente de excitación más honda que el miedo fluía, palpitaba en la sangre de Dalamar como en las anteriores ocasiones en que se detuvo frente a aquella puerta antes de llamar. Había visto prodigios maravillosos entre los cuatro muros del laboratorio, bellos aunque espeluznantes.
Levantando la mano derecha, trazó un símbolo en el aire frente a la hoja de madera y susurró unas palabras en el lenguaje de la magia. No hubo reacción, el acceso no se hallaba sujeto a ningún hechizo. Dalamar, el elfo oscuro, respiró relajado o, acaso, invadido por un inconfesable desencanto. Su maestro no estaba consagrado a ninguna labor esotérica importante, de lo contrario habría formulado un encantamiento a fin de evitar la entrada de cualquier intruso. Al bajar la vista hacia el suelo, el avanzado discípulo no descubrió luces ni resplandores que escaparan por el quicio. Tampoco olfateó más aromas que los habituales, mezcla de especies y corrupción, así que hizo tamborilear las yemas de los dedos sobre la puerta y aguardó en silencio.
Una orden, pronunciada con tono quedo, llegó a sus oídos en el tiempo que tardó el elfo en emitir un suspiro:
—Adelante, Dalamar.
El interpelado se infundió ánimos y avanzó hacia el interior de la estancia cuando la robusta hoja giró sobre sus goznes, franqueándole el paso. Raistlin estaba sentado ante una enorme y muy antigua mesa de piedra, de tan descomunales proporciones que un miembro de las fornidas razas de minotauros establecidos antaño en Mithas podría haberse acostado en ella y, tras extender toda su envergadura, dejar un espacio libre. Tanto este objeto como el resto del laboratorio formaban parte del mobiliario que el hechicero descubriera al reclamar para sí la posesión de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
La sombría sala parecía mucho mayor de lo que era, si bien el elfo oscuro no lograba determinar si tal efecto óptico se debía a una peculiar configuración o al hecho de que él se sentía insignificante cada vez que la visitaba. Se alineaban en las paredes interminables hileras de libros, al igual que en el estudio privado del maestro, en cuyos lomos refulgían singulares runas y títulos escritos en finos caracteres, legibles pese a la capa de polvo que los cubría. En las mesas que jalonaban las paredes descansaban frascos y viales de retorcido diseño, llenos de líquidos de vivos colores que bullían burbujeantes con sus poderes ocultos.
Muchos años atrás, en este laboratorio se habían concebido las más poderosas manifestaciones de la magia que nunca conociera Krynn. Fue aquí donde se congregaron en momentánea armonía los doctos representantes de las tres Túnicas —la Blanca del Bien, la Roja de la Neutralidad y la Negra del Mal— para crear los Orbes de los Dragones, uno de los cuales se hallaba ahora entre las sagradas pertenencias de Raistlin. Y también se fraguó en tan enigmático recinto la alianza de las tres Ordenes en un último y definitivo esfuerzo destinado a salvar a las Torres, estandartes pétreos de su fuerza, del acoso del Príncipe de los Sacerdotes de Istar y la fanática plebe. Fracasaron, no obstante, al decidir unánimemente que era preferible vivir derrotados a combatir, mas debe decirse en su descargo que de haber utilizado sus dotes arcanas habrían destruido el mundo y ellos no lo ignoraban.
Los magos fueron obligados a abandonar la mole, no sin antes transportar sus libros de hechizos y demás parafernalia a la Torre de la Alta Hechicería que se erguía en el misterioso Bosque de Wayreth. Pero cuando se disponían a entregar al más alto mandatario de la ciudad las llaves de su, hasta entonces, inviolable morada, una maldición se cernió sobre el edificio y sus inmediaciones. El Robledal de Shoikan creció en unos segundos para custodiarlo de los curiosos hasta que, según las predicciones, llegara a sus puertas el Amo del Pasado y del Presente revestido de todo su poder.
Y arribó el Amo, el maestro, a la fuente de tanta sabiduría. Era la figura que se encontraba frente a la mesa del laboratorio, volcada sobre aquella pétrea superficie que hacía varias centurias fue salvada del fondo del mar. Los símbolos rúnicos que había tallados a lo largo de su perímetro la eximían de cualquier influencia externa susceptible de perturbar el trabajo del mago, si bien todavía resultaba más admirable su lisa textura, tan pulida que hacía las veces de espejo. Dalamar incluso distinguía en ella, bajo la luz de las velas, el reflejo de los volúmenes encuadernados en tela azul marino que allí reposaban en ordenados montones.
Había otros objetos esparcidos sobre la inefable mesa, artículos espantosos y divertidos, horribles y encantadores: los componentes de los hechizos de Raistlin. El mago estaba ahora ocupado en manipularlos y estudiarlos. Pero pronto se dedicó a hojear muy atento un vetusto volumen mientras mascullaba frases arcanas o estrujaba una sustancia entre sus delicados dedos, vertiendo el líquido resultante en un tubo de ensayo.
—Shalafi —lo saludó Dalamar, un término elfo que significaba «maestro».
Raistlin alzó la cabeza, y el discípulo tuvo la súbita sensación de que aquellas doradas pupilas se salían de sus cuencas para traspasarle el alma con un dolor indefinible. Una oleada de pánico inundó la conciencia del elfo oscuro, esculpidas en su cresta las palabras «Lo sabe». Sin embargo, no delató sus emociones en sus atractivos rasgos, que se mantuvieron inamovibles; relajados, mientras sus ojos se clavaban en los de su oponente y recogía las manos bajo los pliegues de la túnica, como dictaban los cánones.
Tan azaroso era su trabajo que cuando ellos, los entes superiores, juzgaron necesario instalar a un espía en la morada del mago solicitaron voluntarios, ya que ninguno quiso incurrir en la responsabilidad que entrañaba designarlo a sangre fría. Dalamar aceptó raudo el reto, dando un paso al frente sin un titubeo.
La magia era el único hogar del traicionero discípulo de Raistlin Majere. Originario de Silvanesti, no era reclamado por tan noble raza de elfos ni deseaba, tampoco, regresar junto a ellos. Al nacer en el seno de una de las castas inferiores no aprendió sino los rudimentos de las artes arcanas, ya que la auténtica erudición estaba reservada a los miembros de la familia real, pero aun así tuvo ocasión de saborear el poder y éste se convirtió en su único objetivo. Se afanaba en estudiar a hurtadillas los conjuros prohibidos, hasta que se revelaron a su entendimiento prodigios que en principio sólo debían conocer los hechiceros de alto rango. Fue la nigromancia lo que más le impresionó y, así, al ser descubierto ataviado con el oscuro hábito que aborrecían todos los elfos leales a su pueblo, se le impuso el castigo del destierro a perpetuidad. De este triste evento provenía su sobrenombre de «elfo oscuro», criatura privada de la luz del Bien. A Dalamar no le molestaba tan funesto apodo, antes al contrario, era para él un halago que lo comparasen a la negrura por considerarla sinónimo de fuerza y soberanía.