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Un día el elfo no resistió la tentación de hojear uno de los textos vedados, algo por otra parte inevitable. El tacto de la encuadernación se le antojó gélido, tanto que le abrasaba la piel. Ignorando su dolor logró levantar la cubierta, si bien tras un fugaz vistazo se apresuró a ajustarla de nuevo, convencido de que nunca descifraría el enigma de su ilegible caligrafía. Además, había detectado el hechizo de protección en que estaba envuelto aquel galimatías. Cualquiera que osara mirar las frases demasiado tiempo, sin poseer la clave para traducirlas, se volvería loco.

Al descubrir la mano herida de Dalamar, Raistlin le preguntó cómo había ocurrido. El elfo oscuro argüyó, sin inmutarse, que se le había derramado un ácido mientras mezclaba varios componentes mágicos, y el maestro se limitó a esbozar una muda sonrisa. No había necesidad de hablar, ambos comprendían.

Ahora, a diferencia de aquella otra ocasión, el aprendiz estaba en el estudio invitado por Raistlin en un simulacro de igualdad. Una vez más, el discípulo sintió viejos temores entrelazados con la embriagadora excitación.

El hechicero se había instalado frente a él, tras la mesa de madera labrada, y tenía la mano apoyada en un grueso libro de encantamientos que pertenecía a la serie esotérica. Sus finos dedos acariciaban distraídos el ejemplar, siguiendo los contornos de las runas argénteas que decoraban la cubierta, mientras sus ojos permanecían clavados en los de Dalamar. El elfo oscuro no movía un solo músculo bajo aquella mirada intensa, penetrante.

—Eres demasiado joven para haberte sometido a la Prueba —dijo Raistlin, de forma abrupta pero con su habitual siseo.

Dalamar pestañeó. No era esto lo que esperaba.

—No tanto como tú, Shalafi —le replicó el elfo—. He cumplido los noventa años, una edad equivalente a los veinticinco humanos. Si no estoy mal informado, no sobrepasabas los veintiuno cuando realizaste la Prueba.

—Cierto —murmuró el interpelado, y una sombra cruzó las áureas tonalidades de su tez.

La mano que descansaba sobre el volumen se cerró en un súbito espasmo de dolor, y los metálicos ojos despidieron vivos destellos. El aprendiz no se sorprendió ante tales muestras de emoción, sabedor de lo que representaba aquel examen que debía sufrir todo mago deseoso de practicar las artes arcanas a un nivel avanzado. Se organizaba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, y era controlado por representantes de las tres Túnicas. En efecto, tiempo atrás los nigromantes de Krynn comprendieron aquello que había escapado a la observación de los clérigos: si querían preservar el equilibrio del universo, el péndulo tenía que balancearse en libertad entre las fuerzas del Bien, el Mal y la Neutralidad. En el instante en que cualquiera de las tres asumiera un exceso de poder, el mundo comenzaría a tambalearse hacia su destrucción.

La Prueba era brutal. Las más altas esferas de la magia, donde se obtenía el auténtico dominio, no eran reducto para aspirantes ineptos. De hecho su finalidad era desembarazarse de manera permanente de quienes no estuviesen a la altura de las circunstancias, siendo la muerte el precio del fracaso. Dalamar aún evocaba en terribles pesadillas su estancia en la temida Torre, así que no le resultaba difícil comprender la reacción de Raistlin.

—Salí adelante —comentó ausente el hechicero, perdido en la nebulosa del pasado—, mas al abandonar aquel lugar espeluznante me había transformado en la criatura que se yergue ahora ante ti. Mi piel había asumido estos matices dorados, había encanecido mi cabello y mis ojos… —Regresó al presente para fijar sus pupilas en Dalamar—. ¿Sabes qué es lo que ven mis relojes de arena?

—No, Shalafi .

—El paso inexorable del tiempo sobre todas las cosas —explicó Raistlin—. La carne humana decae frente a estos ojos, las flores se marchitan, incluso las rocas se desmenuzan. Siempre reina el invierno en las imágenes que se me ofrecen. También tú, Dalamar —atrapó al aprendiz en su hipnótica mirada—, también la carne elfa que tan despacio se degrada exhibe, ya en su juventud primaveral, el estigma de la lejana muerte.

El discípulo se estremeció sin acertar a ocultar su temor encogiéndose de manera involuntaria entre los cojines de su butaca. Se dibujó al instante en su mente un escudo mágico, del mismo modo que se le apareció, sin que lo invocara, un encantamiento destinado más a herir que a defenderse. «Necio —se reprendió a sí mismo a la vez que recuperaba el control y descartaba tales imágenes—, ¿cuál de mis insignificantes argucias podría matarle?».

—Así es —confirmó Raistlin en respuesta a las elucubraciones de Dalamar—. No hay en Krynn un ser viviente capaz de lastimarme y menos aún tú, joven aprendiz. Pero he de reconocer que eres valiente. Con frecuencia has permanecido a mi lado en el laboratorio, contemplando a los entes que yo arrancaba de sus planos de existencia aun a sabiendas de que si cometía un error, si respiraba a destiempo, desgajarían nuestros corazones y los devorarían mientras nos convulsionábamos en un indecible tormento.

—Ése ha sido mi mayor privilegio —confesó el alumno.

—Sí —coreó el hechicero con la mente abstraída, antes de enarcar una ceja e indagar—: ¿Eras consciente de que si surgían complicaciones me salvaría a mi mismo, sin mover un dedo para ayudarte?

—Por supuesto, Shalafi, lo comprendí desde el principio. Acepté el riesgo… —Un resplandor animó sus pupilas y, olvidados sus temores, se incorporó entusiasmado en su silla—. No sólo lo acepté, shalafi, lo invité. No hay nada que no esté dispuesto a sacrificar en nombre de…

—La magia —concluyó Raistlin.

—Tú lo has dicho —corroboró el otro.

—Y del poder que ésta confiere —continuó el maestro—. Eres ambicioso, pero ¿hasta qué punto? ¿Colmaría tus aspiraciones gobernar a los de tu raza, o quizá preferirías hacerte con un reino y mantener cautivo al monarca a fin de disfrutar de sus riquezas? ¿Vas, acaso, más lejos y buscas una alianza con algún señor de las tinieblas, como se hacía en los tiempos no muy remotos de los dragones? Mi hermana Kitiara, por ejemplo, te halló muy atractivo, le agradaría sobremanera tenerte a su lado. Si eres capaz de practicar ciertas artes en su dormitorio te llenará, no lo dudes, de venturas.

—Shalafi, yo no profanaría…

—Me limitaba a bromear, aprendiz —lo interrumpió Raistlin ondeando la mano—. En cualquier caso, estoy seguro de que entiendes el contenido de mi discurso. ¿Refleja tus sueños alguna de las situaciones que acabo de exponer?

—Sí, maestro. —Dalamar vaciló sumido en la confusión. ¿Dónde había de llevarle tan delicada entrevista? Confiaba en acceder al conocimiento de secretos que pudiera transmitir, pero ¿cuánto debía revelar de sí mismo a cambio de tan preciosa información?

—Veo que he dado en el clavo —afirmó el hechicero— y descubierto tus más recónditas ambiciones. ¿Nunca te has cuestionado cuáles son las mías?

Un júbilo difícil de disimular agitó el cuerpo de Dalamar. Era éste precisamente el objeto de su misión, lo que le habían ordenado averiguar. El joven mago respondió despacio, midiendo las palabras:

—Reconozco que me lo he preguntado muchas veces, shalafi. Eres tan poderoso —extendió el índice hacia la ventana, a través de cuyas vidrieras se atisbaban las luces de Palanthas refulgentes en la noche— que esta ciudad, la región de Solamnia y Ansalon entero caerían en tus manos al más leve parpadeo.

—El mundo se sometería a mi yugo si lo deseara —asintió el hechicero con los labios separados en una sonrisa irónica—. Hemos divisado las tierras ignotas del otro lado del océano, ¿recuerdas? Nos hemos asomado al abismo de las llameantes aguas y visto a quien en él se alberga. Controlar tan vastos reinos sería la simplicidad misma.