Raistlin se puso en pie y, tras avanzar hasta la ventana, observó la iluminada ciudad que se desplegaba ante él. Intuyendo la excitación del maestro, Dalamar se levantó a su vez y corrió a su lado.
—Podía poner Palanthas bajo tu mandato, aprendiz —insinuó el hechicero al mismo tiempo que retiraba la cortina para escrutar mejor las luces, que brillaban más cálidas que las estrellas de la bóveda celeste—. Te concedería no sólo una total supremacía sobre sus desdichados ciudadanos sino incluso sobre todos los elfos que pueblan Krynn. De proponérmelo, te entregaría a mi propia hermana —concluyó.
El adalid de las fuerzas arcanas se encogió de hombros, dio media vuelta y se plantó frente a Dalamar, que lo examinaba exultante.
—La verdad es que nada me importan los poderes terrenales —declaró y, para significar mejor su indiferencia, corrió la cortina—. Mi ambición se ha trazado cotas más altas.
—Pero, shalafi, no queda mucho si desdeñas el mundo —protestó el alumno desconcertado, titubeante—. A menos, claro, que hayas descubierto universos lejanos e invisibles a mis ojos.
—¿Universos lejanos? —repitió Raistlin—. Una idea interesante, quizás algún día considere esa posibilidad. Pero no, me refería al cosmos. —Hizo entonces una pausa y, con un gesto de la mano, invitó a Dalamar a acercarse—. ¿Has reparado en la gran puerta que se recorta en la pared trasera del laboratorio, la que tiene la hoja de acero con incrustaciones de plata y oro? ¿Te has fijado en que carece de cerrojo?
—Sí, shalafi —contestó el elfo, convulsionado por un repentino escalofrío que ni siquiera el extraño calor que dimanaba del cuerpo de Raistlin pudo disipar.
—¿Sabes a dónde conduce?
—Sí.
—¿Y sabes también por qué se mantiene sellada?
—Porque no está en tu mano abrirla. Sólo los esfuerzos combinados de un nigromante muy poderoso y una criatura dotada de virtudes sagradas lograrían que cediera, mediante su voluntad conjunta.
Enmudeció, asfixiado por un pánico indescriptible.
—Sí, comprendes la situación —susurró Raistlin—. «Una criatura dotada de virtudes sagradas»: por ese motivo la necesito a ella. Al fin has vislumbrado la cumbre, y la sima, de mis aspiraciones.
—¡Qué locura, no puedo creerlo! —se escandalizó Dalamar antes de bajar, avergonzado, los ojos—. Discúlpame, shalafi —suplicó—. No era mi intención faltarte al respeto.
—Lo sé, y además estás en lo cierto. Sería una locura con mis poderes limitados —reconoció el mago con un resquicio de amargura en su voz—. Por eso me dispongo a emprender un viaje.
—¿Un viaje? —se sorprendió el discípulo, alzando la vista—. ¿Dónde?
—La pregunta adecuada no es ¿dónde?, sino ¿cuándo? —lo corrigió Raistlin—. ¿Me has oído hablar de Fistandantilus?
—En múltiples ocasiones, maestro —evocó Dalamar esbozando, casi, una reverencia—. Fue el máximo representante de nuestra Orden. Los libros encuadernados en azul que se alinean en estas paredes son obra suya.
—E insuficientes —lo atajó el hechicero, a la vez que señalaba la biblioteca entera con un desdeñoso ademán—. Los he leído todos una y otra vez en los últimos años, desde que la Reina de la Oscuridad en persona me revelara la clave de sus secretos. ¿Y qué he obtenido? ¡Incesantes frustraciones! —exclamó, y cerró el puño—. Reviso los encantamientos que contienen y encuentro lagunas que llenarían volúmenes enteros. Quizá sus páginas fueron destruidas durante el Cataclismo o más tarde, en las guerras de los Enanos, conocidas con el nombre de guerras de Dwarfgate, y que dieron al traste con el poderío de Fistandantilus. Esos tomos perdidos, el conocimiento de lo que engulleron las nieblas del pasado, me proporcionarán cuanto preciso para satisfacer mis anhelos.
—De modo que tu viaje te llevará… —Dalamar no terminó la frase, estaba demasiado perplejo.
—A un tiempo remoto y olvidado —siguió Raistlin por él—, a la época anterior al Cataclismo. Debo retroceder a los días en que Fistandantilus reinaba con todo su esplendor.
El elfo oscuro se sentía mareado, un confuso remolino daba vueltas en su cerebro. ¿Qué dirían sus superiores? Era evidente que tan diabólico plan no entraba en sus especulaciones.
—Tranquilízate, aprendiz —lo instó Raistlin con una voz acariciadora que parecía brotar de un rincón lejano—. Mi proyecto te ha perturbado, te recomiendo un poco de vino para recuperarte.
Se encaminó el mago a una mesa próxima y, asiendo una garrafa, vertió en una pequeña copa un líquido de color purpúreo y se lo ofreció a Dalamar. Este último lo aceptó agradecido, aunque sobresaltándose al ver el incontenible temblor de su propia mano. Raistlin escanció acto seguido el rojizo mosto en un recipiente similar y dijo:
—No bebo a menudo de este caldo embriagador, pero hoy haré una excepción porque quiero celebrar algo. Brindo por… ¿cómo lo has expresado? ¡Ah, sí! Por «una criatura dotada de virtudes sagradas», por Crysania.
Sorbió el vino despacio, mientras que Dalamar lo engulló de un solo trago y, abrasado el gaznate, comenzó a toser.
—Shalafi, si el Engendro Viviente nos ha informado bien, el caballero Soth envolvió en un hechizo mortífero a la sacerdotisa Crysania y ella, sin embargo, logró conservar la vida. ¿La has devuelto tú a la existencia?
—No —contestó Raistlin meneando la cabeza—, yo me limité a infundirle ciertos hálitos visibles para impedir que mi querido hermano la enterrase. No tengo una total certeza de lo que ocurrió, pero no es difícil imaginarlo. Al verse en presencia del Caballero de la Muerte, y sabedora de su destino, la Hija Venerable luchó contra los efluvios letales con la única arma que poseía: el Medallón de Paladine. Su dios la protegió transportando su alma a las regiones donde moran las divinidades, pero dejó su cuerpo en la tierra. Nadie, ni aun yo, puede fundir de nuevo en uno solo su espíritu y su carne; tal facultad está reservada exclusivamente a uno de los sumos sacerdotes de Paladine.
—¿Elistan, por ejemplo?
—No, se ha convertido en un anciano decrépito.
—En ese caso la has perdido para siempre.
—No —lo corrigió Raistlin haciendo alarde de paciencia—. No logras comprenderlo, aprendiz. Por un imperdonable descuido se me escapó el control, pero me he apresurado a recuperarlo y, lo que es más, mi enmienda me permitirá sacar mayor partido de mis acciones. En este momento la comitiva se aproxima a la Torre de la Alta Hechicería, donde se dirigía Crysania a fin de obtener la ayuda de los magos. Cuando llegue se le brindará tal auxilio, y también a mi hermano.
—¿Quieres que ellos le presten sus refuerzos? —inquirió Dalamar atónito—. ¡Esa mujer se propone aniquilarte!
Raistlin bebió sin prisa algunos sorbos más del recio líquido, antes de escrutar atento el rostro del elfo.
—Piensa, Dalamar —siseó—, reflexiona y acabará por hacerse la luz en tu mente. Pero ya te he retenido demasiado tiempo —añadió, a la vez que depositaba en la mesa la copa vacía.
El discípulo volvió los ojos hacia la ventana y comprobó que Lunitari, la luna encarnada, comenzaba a ocultarse tras las aserradas cumbres de las montañas. La noche se hallaba en pleno apogeo.
—Debes realizar tu viaje y regresar antes de mi partida, que tendrá lugar al amanecer —prosiguió el hechicero—. Sin duda habré de impartirte instrucciones de última hora además de los numerosos asuntos que he resuelto dejar bajo tus auspicios ya que, naturalmente, quedarás al cuidado de todo durante mi ausencia.
—¿Hablas de mi viaje, shalafi? —inquirió el elfo con el ceño fruncido. No había previsto ir a ningún lugar.
Se disponía a continuar, mas calló de forma súbita al recordar que, en efecto, en un punto lejano alguien aguardaba su informe.
Raistlin siguió observando al joven alumno en silencio, mientras en sus translúcidas pupilas se reflejaba el creciente horror que desvirtuaba los rasgos del espía al saberse descubierto. Despacio, el mago avanzó hacia su oponente entre el suave crujido de los pliegues de su túnica. Dalamar, paralizado por el pánico, no atinó a moverse ni a formular los hechizos de protección que conocía. Su mente estaba vacía, sus ojos sólo vislumbraban dos relojes de arena que lo traspasaban impávidos.