Desde la velada en que se entrevistara con Raistlin en los aposentos de Astinus, Crysania no había logrado liberarse de su recuerdo. Pensaba en él constantemente y esperaba ansiosa la noche en que visitaría la Torre, deseando y temiendo al mismo tiempo el nuevo encuentro. Había relatado a Elistan su conversación con el mago, aunque omitiendo el detalle del «encantamiento» que éste le diera. Por alguna razón no se había sentido capaz de confesarle que la había tocado, había… No, le faltaba valor para mencionar tales pormenores.
La consternación de Elistan fue ya profunda sin necesidad de que le contara toda la verdad. Sabía cómo era Raistlin, lo había conocido tiempo atrás por hallarse el mago entre los compañeros que rescataron al clérigo de la prisión de Verminaard en Pax Tharkas. Nunca le había gustado el nigromante ni había confiado en él, pero esta actitud la compartían cuantos con él se tropezaban. No le sorprendió en absoluto averiguar que aquel joven ambicioso se había hecho investir de la túnica azabache del Mal, ni tampoco le causó asombro la advertencia que dirigiera Paladine a Crysania. En cambio, sí le dejó perplejo la reacción de la sacerdotisa tras su entrevista con Raistlin y su afán de acudir a la cita en la Torre, un lugar donde ahora palpitaba el corazón de la perversidad diseminada por Krynn. Hubiera querido prohibirle que fuera, pero el libre albedrío era una de las enseñanzas de los dioses que más respetaba.
Lo único que hizo fue expresar sus recelos ante Crysania, que ella escuchó atentamente si bien se mantuvo inamovible en su resolución. Un embrujo, que no atinaba a comprender y contra el que no podía luchar, la atraía hacia la Torre, aunque a Elistan prefirió decirle que su único propósito era «salvar el mundo».
—El mundo seguirá su curso sin tu ayuda —fue la grave respuesta del anciano clérigo.
Pero Crysania no atendió a sus recomendaciones.
—Entra —le ofreció Raistlin, disipando sus meditaciones—. El vino te hará olvidar las funestas circunstancias de tu llegada. Eres muy valiente, Hija Venerable —la felicitó con los ojos clavados en los de la mujer, quien no advirtió ninguna nota sarcástica en su voz—. Pocos tienen el privilegio de sobrevivir indemnes a los horrores de la arboleda, sólo los más fuertes lo consiguen.
Dio media vuelta, y Crysania se alegró de que lo hiciera. Se había ruborizado al recibir sus alabanzas y este hecho la hacía sentir incómoda.
—No te separes de mí —le aconsejó el hechicero a la vez que echaba a andar delante de ella, envuelto en el revuelo de su túnica—. Deja que te ilumine la luz de mi vara.
Crysania no vaciló en obedecer y, mientras caminaba pegada a sus talones, observó que los rayos del bastón provocaban en su atuendo unos resplandores tan gélidos como los de la luna argéntea, en vivo contraste con las vestiduras de Raistlin, cuyo terciopelo asumía una extraña y atractiva calidez.
Cruzaron la temible verja, el hechicero siempre en cabeza. La sacerdotisa la estudió con curiosidad, recordando la ominosa historia del oscuro mago que se había arrojado sobre ella para envolverla en una maldición antes de exhalar su último suspiro. Seres intangibles susurraban y se agitaban en su derredor, tan reales que en más de una ocasión se volvió por la proximidad de un ruido, o bien al notar el contacto de unos dedos esqueléticos en su cuello o en sus hombros. No cesaba de atisbar movimientos soslayados, pero cuando desviaba la mirada para constatarlo no descubría sino penumbra. Una hedionda bruma se elevaba de la tierra, impregnada de efluvios de podredumbre que entumecían sus huesos. Empezó a temblar de manera incontrolable y en el instante en que, de pronto, echó la vista atrás y se topó con dos ojos carentes de cuencas que la contemplaban sin un pestañeo, dio un rápido paso al frente y deslizó su mano bajo el enteco brazo de Raistlin.
Él la examinó con una mezcla de extrañeza y burla inocente, que de nuevo agolpó la sangre en sus mejillas.
—No debes tener ningún miedo —se limitó a declarar—. Soy el amo de este lugar y no permitiré que nada te lastime.
—No estoy asustada —negó la sacerdotisa, pese a saber que él notaba la zozobra de su corazón—. Lo que ocurre es que no conozco el terreno y mis pasos son vacilantes.
—Te ruego que me disculpes, Hija Venerable —se excusó el mago con un timbre en el que Crysania creyó detectar cierta ironía—. Ha sido una indelicadeza por mi parte no ofrecerte mi ayuda. ¿Te resulta más fácil ahora, bajo mi protección? —preguntó, al mismo tiempo que se detenía para escudriñarla.
—Sí, mucho más fácil —contestó ella, creciendo su turbación a causa de la penetrante mirada de su acompañante.
Raistlin no despegó los labios, se contentó con sonreír mientras ella bajaba los ojos, incapaz de enfrentarse a su superioridad, y reanudaban la marcha. Crysania se regañó a sí misma por sus temores durante el paseo en dirección a la Torre, pero no retiró su mano del acogedor soporte que había hallado. Ninguno de ellos habló hasta alcanzar la puerta del edificio, una vetusta hoja de madera con runas talladas en su superficie que, pese al silencio y la ausencia de movimientos significativos del mago —al menos la sacerdotisa no observó nada de particular—, giró sobre sus goznes frente a la pareja. Les bañó la luz del interior y la humana percibió de inmediato su influjo benefactor, su envolvente calidez, tan intensa que al principio no vio una figura que se recortaba junto al quicio.
Cuando la distinguió se detuvo y retrocedió, alarmada. Raistlin acarició entonces su mano con sus ardientes dedos, a la vez que le explicaba:
—Es tan sólo mi aprendiz, Dalamar, una criatura de carne y hueso que de momento actúa en el mundo de los vivos.
Crysania no comprendió la expresión «de momento», ni siquiera reparó en el tono con que había sido pronunciada. Tampoco analizó la subrepticia risa de Raistlin, ya que estaba demasiado sobresaltada tras comprobar que en aquel recinto de pesadilla se albergaban seres vivientes. «Soy una necia —se reprendió severamente—. ¿Con qué clase de monstruo he identificado a este hombre? Solamente es un humano con dotes especiales». Tales pensamientos la aliviaron, la ayudaron a relajarse de tal modo que, al traspasar el umbral, había recuperado la compostura. Extendió la mano frente al joven aprendiz como se la habría mostrado a un nuevo acólito.
—Éste es Dalamar —lo presentó el hechicero, gesticulando hacia él—. Y la dama es la sacerdotisa Crysania, Hija Venerable de Paladine.
—Me siento muy honrado de conocerte, Crysania —la saludó el discípulo con la más refinada delicadeza y, tras llevarse a los labios el dorso de su mano, le dedicó una respetuosa reverencia. Cuando, acto seguido, levantó la cabeza la capucha negra que ensombrecía su rostro cayó sobre la espalda.
—¡Un elfo! —gritó la mujer llena de pasmo, con su mano aún en la de él—. No es posible, no en un siervo del Mal.
—Soy un elfo oscuro, Hija Venerable —le aclaró el aprendiz en un tono que rezumaba amargura—. Al menos, tal es el apelativo por el que me designan los de mi raza.
—Lo lamento —se disculpó Crysania—. No pretendía…
Se sumió en el silencio, sin saber dónde dirigir la mirada. Estaba persuadida de que Raistlin se burlaba de ella, de que una vez más la había sorprendido en un momento de debilidad. Enfurecida, apartó su mano de la fría garra del alumno y retiró la que aún se sostenía en el brazo del enigmático nigromante.