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—¿Nunca la habías visto, pese a hallarse tan cerca de tus dominios?

—N-no —admitió turbada—. Esto no es lógico, he vivido en Palanthas desde que nací y conozco todos sus…

—Queda patente que no es así, señora —declaró Raistlin sin cesar de acariciar la cristalina superficie del orbe—. Tu ignorancia es mayor de lo que tú misma crees.

Crysania no pudo protestar. Al parecer sólo la verdad emergía de aquel ingenio, y debía aceptar que no identificaba la parte de la ciudad que ahora se ofrecía a su observación. Atestada de desperdicios, la calleja se le antojó lóbrega y ominosa. Los rayos del sol no acertaban a abrirse camino entre las casas que la flanqueaban, inclinadas como si carecieran de la energía suficiente para mantenerse erguidas. Tras reflexionar unos segundos, la sacerdotisa reconoció aquellos edificios. Los había visto en numerosas ocasiones, pero desde otro ángulo; se almacenaba en su interior toda suerte de objetos, tanto los excedentes de grano como las jarras resquebrajadas de vino y cerveza. Contemplando su fachada principal, sin penetrar en los laterales, se ofrecía a la retina una escena mucho más agradable. ¿Y quiénes eran las figuras que deambulaban por el sórdido pasadizo?

—Sus habitantes —explicó Raistlin pese a que la pregunta no había sido formulada—. Todos esos seres viven aquí.

—¿Dónde? —inquirió ella horrorizada—. ¿Y por qué han elegido semejante lugar?

—Se instalan donde pueden. Culebrean como lombrices hasta las hediondas entrañas de la urbe y se alimentan de sus putrefactos residuos. En cuanto al motivo, no tienen cabida en ninguna de las luminosas avenidas que surcan la próspera Palanthas.

—¡Pero eso es terrible! —se escandalizó Crysania, que no daba crédito a sus ojos—. Informaré a Elistan para que les busque cobijo y les dé dinero.

—Elistan está al corriente de la situación.

—¡Eso es imposible! —Crysania se excitaba más a cada instante.

—Y tú también. Quizá desconocieras la existencia de estos desamparados, pero no la de ciertos reductos en tu maravillosa ciudad que no pueden calificarse de placenteros.

—Te aseguro que no… —empezó a defenderse ella, si bien tuvo que enmudecer al asaltarle, como una oleada, recuerdos de cuando su madre ladeaba el rostro mientras paseaban en su carruaje por los arrabales y su progenitor se apresuraba a correr la cortinilla, o bien sacaba medio cuerpo a través de la ventana para indicar al cochero que cambiase el rumbo.

Se encendió la imagen en mil fulgores, se agitaron las nubes de humo y se evaporaron los contornos, dando paso a nuevas manifestaciones de patetismo que se sucedieron sin tregua, una tras otra. Ajeno a la agonía de su oponente, Raistlin se empecinaba en mancillar la perlífera faz de Palanthas con muestras de la negrura y corrupción que encerraban sus muros. Posadas donde reinaba el vicio, lupanares, tugurios de juego, los muelles… todos escupían su miseria y sufrimiento a la consternada Crysania. De nada le servía desviar la vista, no había cortinillas protectoras y, además, el despiadado hechicero la acercaba sin que pudiera eludirlo a los desesperados, los hambrientos, los enfermos y, en definitiva, a los olvidados.

—Basta —suplicó la joven, haciendo un vano esfuerzo para retroceder—. No me enseñes nada más.

Pero él se mostró inamovible. De nuevo se mezclaron los colores, y abandonaron Palanthas. El Orbe de los Dragones los transportó en un rápido periplo por el mundo de Krynn y, allí donde posaba la mirada, se tropezaba Crysania con nuevos horrores. Los enanos gully, una raza desterrada de su hábitat original, se refugiaban en las infectas cuevas que todas las otras criaturas desechaban por considerarlas inmundas. Los humanos subsistían a duras penas en regiones que ni siquiera la lluvia se dignaba visitar, los elfos wilder vivían esclavos de sus propios congéneres y los clérigos, por su parte, utilizaban su poder para amasar grandes fortunas a expensas de quienes habían depositado su confianza en ellos.

Aquello era demasiado. Con un desgarrador alarido, la sacerdotisa se cubrió el rostro con ambas manos. La estancia se balanceaba bajo sus pies mas, en el instante en que se desplomaba, sintió los brazos de Raistlin en torno a su talle y la envolvió la ardiente calidez de su cuerpo, amortiguada por el dulce contacto del terciopelo. Penetró en sus vías olfativas un olor a especies, a pétalos de rosa, combinados con otros aromas más misteriosos. Percibió el matraqueo del aire al circular por los maltrechos pulmones del nigromante.

Antes de que la dignataria se desmayara, su solícito anfitrión la acomodó en su butaca. En cuanto se creyó restablecida, ella lo apartó de su lado pues su proximidad se le antojaba al mismo tiempo repulsiva y atrayente, un hecho que no hacía sino aumentar su confusión. Deseó con toda sus fuerzas que Elistan se hallase presente, él sabría a qué atenerse y comprendería. ¡Tenía que existir una explicación! Había que reaccionar contra tan abyecta injusticia, disipar de una vez por todas las pesadillas de los infelices. Vacía por dentro, clavó los ojos en el fuego de la chimenea.

—No somos tan diferentes. —Las palabras de Raistlin parecían brotar de las llamas—. Yo me encierro en mi Torre y me entrego a mis estudios, tú te albergas en el Templo para concentrarte en tu fe. Mientras, el mundo gira a nuestro alrededor.

—Ésa es la raíz del mal —contestó Crysania a la fogata—, permanecer al margen y no mover un dedo.

—Al fin se ha hecho la luz en tu entendimiento. No pienso contentarme con contemplar lo que ocurre en la más absoluta inactividad, si he pasado años consagrado a mi ciencia ha sido por un motivo. Y ahora ese motivo, mi verdadero propósito, ha tomado forma. Cambiaré el universo entero, Crysania, tal es mi plan.

La Hija Venerable de Paladine levantó rauda la vista. Su fe se había tambaleado externamente, pero estaba bien arraigada en sus entrañas y no se derrumbaba por un momentáneo titubeo.

—¡Tu plan! Paladine me advirtió contra él en el curso de un sueño, me comunicó que tu empeño de transformar la vida provocará la destrucción de nuestro mundo. No debes ponerlo en práctica —lo conminó, cerrado el puño sobre su regazo—. Paladine…

Raistlin esbozó un gesto de impaciencia, que silenció a su huésped. Sus dorados ojos centellearon y, por un instante, el abrasador incendio que ardía en su alma se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas. Amedrentada al percibir tales signos, la joven se revolvió en un mudo estremecimiento.

—Paladine no ha de detenerme —le aseguró él—, porque me dispongo a destituir a su más enconado enemigo.

Crysania clavó sus ojos en el mago con el desconcierto escrito en sus rasgos. ¿A qué enemigo podía referirse? Paladine no tenía adversarios entre los habitantes de Krynn. Transcurridos unos segundos, no obstante, el significado de su aserto se perfiló en su mente con total claridad y sintió que el riego sanguíneo abandonaba su semblante, que el miedo la subyugaba de nuevo en forma de violentos temblores. La enormidad de las ambiciones de aquel humano era difícil de asimilar, casi imposible de concebir.

—Escucha —le rogó él antes de que se pronunciara—. Me explicaré.

Y le relató sus proyectos. Ella permaneció sentada durante lo que se le antojaron horas, atrapada en el hechizo de sus doradas pupilas e hipnotizada por los ecos de su tenue, insinuante voz, oyendo la historia de su portentosa magia y, también, la de otra magia que se había perdido en las brumas del pasado: la que descubriera el legendario Fistandantilus.

El susurro de Raistlin se apagó sin sobresaltos y la sacerdotisa quedó petrificada, errantes sus pensamientos a través de unos reinos hasta ahora ignotos. El fuego se reducía a rescoldos en la penumbra que precede al alba, y un escalofrío sacudió su ser cuando la estancia comenzó a iluminarse.

Tosió el hechicero, y la sacerdotisa salió de su fantasmal ensoñación para contemplarlo. Estaba lívido y agotado, sus ojos despedían destellos febriles al compás de los nerviosos movimientos de las manos.