¿O quizá se equivocaba? Creyó atisbar un leve movimiento por el rabillo del ojo, el revoloteo de un objeto blanco. Se apresuró a ladear la cabeza, pero la sombra se había esfumado y este hecho lo llenó de consternación. No se había recobrado aún de su asombro cuando, en otro punto no muy lejano, se dibujaron un rostro, una mano y la manga de una túnica roja. Convencido esta vez de que no se trataba de un espejismo, dirigió la mirada hacia el supuesto mago ¡y de nuevo la visión se había disuelto en la neblina! Le asaltó entonces el presentimiento de estar rodeado de figuras que caminaban en distintos sentidos, o que lo contemplaban sin un pestañeo, o incluso que dormían. Todo resultó ser una falaz ilusión, el patio permanecía silencioso y vacío.
—¡Deben de ser magos en distintas fases de la Prueba! —exclamó sobrecogido—. Raistlin me contó que deambulaban por toda la Torre, aunque nunca imaginé nada semejante. Me pregunto si en realidad me ven. ¿Crees que podría tocarlos, Caramon?… ¿Caramon?
Parpadeó como si intentara despertar de un sueño. Su robusto amigo había desaparecido al igual que Bupu, la sacerdotisa y las dos criaturas de alba túnica. ¡Estaba solo!
No por mucho tiempo. Brotó de la nada un destello de luz amarillenta, sucedido por unos hediondos efluvios que casi lo asfixiaron, y al instante se perfiló ante él la descomunal imagen de un hechicero ataviado de negro. Extendió el fantasma una mano, una mano de mujer.
—Alguien requiere tu presencia —anunció.
Tas tragó saliva y, despacio, estiró su mano hacia la que la misteriosa dama le ofrecía. Los dedos de esta última se cerraron en torno a su muñeca, produciéndole un escalofrío con su gélida textura.
—Quizá van a convertirme en una criatura mágica —balbuceó esperanzado.
El patio, los muros de piedra negra, los purpúreos rayos solares, las losas cenicientas y, en definitiva, el edificio entero comenzaron a disiparse en su derredor, deslizándose por las fronteras de su visión en acuosos surcos semejantes a los que trazarían las pinturas de un lienzo de ser expuestas a la lluvia. Encantado, el kender notó cómo el azabache atuendo de la mujer le arropaba el cuerpo, se enrollaba bajo su barbilla.
Cuando recobró el conocimiento, Tasslehoff descubrió que estaba acostado sobre un suelo de piedra fría y dura. A su lado, Bupu emitía estruendosos ronquidos mientras Caramon, sentado, meneaba la cabeza en un intento de despejar las telarañas que envolvían su embotado cerebro.
—¡Vaya hospedaje nos han asignado! —se quejó el kender, a la vez que se frotaba la dolorida nuca—. No les costaría nada crear lechos mullidos mediante la magia, sobre todo si le obligan a uno a dormir la siesta. ¿No te parece, Caramon —empezó a comentar ya incorporado—, que en lugar de…? ¡Oh!
Al oír como la voz de su amigo se quebraba en un singular gorgoteo, el guerrero levantó presto los ojos.
No estaban solos.
—Conozco este lugar —afirmó el todavía aturdido hombretón.
Se hallaban en una vasta sala de obsidiana, tan ancha que su perímetro se perdía en las sombras, tan alta que la penumbra oscurecía su techo. No se vislumbraban ni pilares de sostenimiento ni la más ínfima rendija de luz. No obstante la estancia estaba iluminada con un pálido resplandor blanco, no amarillo, cuya fuente los recién llegados no lograron localizar. Gélido, tenue, el fulgor estaba lejos de caldear el ambiente.
La última vez que Caramon visitó la cámara, la luz brillaba sobre un anciano que, ataviado con la Túnica Blanca, permanecía sentado en solitario en una colosal silla de piedra que más parecía un trono. Ahora los amortiguados fulgores bañaban el rostro del mismo personaje, si bien se hallaba en compañía. Un semicírculo de asientos similares, del mismo material, se distribuía a su alrededor: veintiuno para ser exactos, quedando él en el del centro. Ocupaban su flanco izquierdo tres figuras apenas visibles, de raza y sexo indefinido tras las capuchas que cubrían sus rostros. Vestían el atuendo rojo de la neutralidad y, a su lado y en ordenada sucesión, se divisaban otras seis criaturas enfundadas en negros ropajes. Entre ellas se distinguía una silla vacía. A la derecha del hechicero que presidía la esotérica asamblea se recortaban otros cuatro magos de túnica encarnada, éstos situados junto a media docena de portadores del color blanco de la benignidad. La sacerdotisa Crysania yacía frente al semicírculo, depositado su cuerpo en una plataforma sobre el suelo y arropado por un lienzo de tonos albos.
De todos los miembros del cónclave, sólo la faz del anciano era por completo visible.
—Buenas tardes —lo saludó Tasslehoff, repitiendo reverencias y retrocesos hasta que se tropezó con Caramon, que estaba más retirado—. ¿Quiénes son esos seres? —aprovechó el kender para preguntar en un audible susurro—. ¿Qué hacen en nuestro aposento?
—El viejo del centro es Par-Salian —contestó el interpelado—. Y no estamos en un aposento, sino en la sala de reuniones de los magos o algo parecido. Será mejor que despiertes a la enana gully.
—¡Bupu! —Obediente, Tas llamó a su compañera y reforzó su exclamación con un puntapié en las costillas.
—¡El diablo te confunda! —gruñó ella, dándole la espalda y negándose a abrir los ojos—. Vete, quiero dormir.
—¡Bupu! —insistió el kender irritado, consciente de que el vetusto anciano había clavado los ojos en su persona—. Levántate, van a servir la cena.
—¡La cena! —Alzó la enana sus pesados párpados, y se puso en pie de un salto para someter la estancia a un ansioso escrutinio.
Al distinguir a las veinte sombrías figuras, sentadas en silencio y ocultos sus rasgos en la penumbra de las capuchas, Bupu emitió un alarido de conejo torturado. Se arrojó, en un impulso de pánico, contra Caramon y enroscó los brazos en torno a su tobillo, apretujándose con todas sus fuerzas hasta tal punto que el gigantesco humano, sabedor de que ojos llameantes lo escudriñaban, intentó deshacerse de su molesta garra y no lo logró. Se aferraba a sus poderosas piernas como una sanguijuela, a la vez que oteaba a los magos aterrorizada. Al fin, el guerrero cejó en su empeño.
El semblante del regio presidente de la asamblea se arrugó en lo que parecía una sonrisa. Tas observó que Caramon bajaba la mirada, avergonzado de la olorosa suciedad de su ropa, y acto seguido se atusaba la barba de varios días y se pasaba la mano entre el enmarañado cabello. Las mejillas del robusto compañero ardían cuando, endurecida su expresión, se decidió a hablar con una dignidad casi pueril.
—Par-Salian —dijo, con una voz cavernosa cuyos ecos resonaron en demasía por la espaciosa sala— ¿te acuerdas de mí?
—Por supuesto, guerrero —contestó el anciano. Su tono era quedo, pero incluso tan tenues sonidos quedaron suspendidos en el aire. Hasta un susurro agónico se habría dilatado en la apenas amueblada cámara.
Nada añadió, ni tampoco los otros hechiceros pronunciaron una palabra. Caramon, incómodo, señaló a la sacerdotisa Crysania con un nervioso gesto de la mano.
—La he traído aquí —explicó— en la confianza de que podréis socorrerla. ¿He obrado con acierto? ¿Haréis algo por ella?
—Ayudar a la sacerdotisa está fuera de nuestro alcance —sentenció Par-Salian—, nuestros conocimientos de nada sirven en este caso. Para guardarla del encantamiento en que la envolvió el Caballero de la Muerte, y que de otro modo habría agotado su vida, Paladine atendió a su plegaria y acogió su alma en un plano superior, donde reina la paz.
—Fue culpa mía —confesó, a regañadientes, el hombretón—. Le fallé, debería haber sido capaz de…