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Tas trató de ignorar la escena que se desarrollaba en la cámara para concentrarse en examinar la sortija. Probablemente era mágica, quizá si recordaba de qué dormitorio la había sustraído… ¿era el tercero o el cuarto de la izquierda? Poco importaba, lo que tenía que hacer era conjurar sus virtudes y, por regla general, eso se lograba con sólo ceñirla al dedo adecuado. El kender era un experto en estas cuestiones ya que, en el curso de una aventura, se había probado una accidentalmente y había sido transportado al palacio de un perverso brujo. Tal recuerdo lo detuvo, no sabía cuál sería el resultado si volvía a intentarlo.

Existía la posibilidad de que en su cerco se ocultara alguna clave reveladora. Sin pensarlo dos veces comenzó a voltearla entre sus dedos, tan precipitadamente que a punto estuvo de caérsele al suelo. ¡Por fortuna no era tarea liviana despertar a Caramon!

Era una joya sencilla, tallada en marfil y con dos piedras rosáceas. En el interior aparecían unas runas de imposible lectura, que evocaron en la memoria del kender aquellos anteojos de la visión que un día perdiera en Neraka. Sintió una gran congoja al pensar en ellos, e indignación al imaginar que acaso en la actualidad los lucía sobre sus ojos un abyecto draconiano.

—¿Qué… qué pasa? —balbuceó el amodorrado guerrero—. Indiqué a Tas que no se moviera, que había espectros…

—¡Maldita sea! —renegó el sabio con el rostro tan encendido como el atavío. ¡Se dirigía hacia la puerta!

—¡Escúchame, Fizban, te lo suplico! —murmuró el kender—. Si te acuerdas de mí, cosa que pongo en duda, ven en mi auxilio. Yo era aquel individuo de pequeña estatura que siempre recuperaba tu sombrero, estoy seguro de que ese detalle te permitirá identificarme. ¡No dejes que manden a Caramon a ese viaje en solitario! Puedes convertir esta alhaja en un anillo de invisibilidad, o de algo que les impida apresarme.

Entornando los párpados para no presenciar los horrores que quizá había invocado, Tasslehoff deslizó la sortija por su pulgar. A decir verdad, en el último momento abrió los ojos pues no quería perderse el espléndido espectáculo del Mal.

No se produjo ningún fenómeno, las pisadas desiguales del hechicero se aproximaban, implacables, a la cerrada puerta. Sin embargo, cuando la desilusión se cernía sobre el hombrecillo se obró un repentino cambio en su entorno. ¡El pasillo estaba creciendo a ritmo vertiginoso! Un potente silbido, semejante al del huracán, resonó en sus tímpanos, mientras los muros se lanzaban hacia las alturas y catapultaban el techo hacia el espacio. Boquiabierto, Tas contempló cómo se agrandaba la hoja de recia madera que lo separaba de su perseguidor hasta asumir un tamaño descomunal.

«¿Qué he hecho? —se reprendió alarmado—. ¿He magnificado toda la Torre? A lo mejor sus moradores no lo perciben o, si lo hacen, no le dan importancia».

La inmensa puerta se abrió, provocando una ráfaga de viento que casi arrastró el desvalido kender. Frente a él se erguía una gigantesca figura vestida de rojo.

—¡Un coloso! —exclamó Tas—. No sólo las dimensiones del edificio han aumentado, también la estatura de sus habitantes. Eso sí lo advertirán, al menos la primera vez que intenten calzarse. ¡Y montarán en cólera! La situación es tan grave como si yo, de pronto, midiera dos metros y no me cupiera la ropa.

No obstante, y pese a sus fundados temores, el kender observó perplejo que el mago no daba muestras de sentirse disgustado por tan repentino estirón. Se limitó a espiar el pasillo en ambos sentidos, vociferando:

—¡Tasslehoff Burrfoot!

Incluso bajó los ojos hacia el lugar donde él se encontraba, ¡sin verlo!

—Gracias, Fizban —dijo el kender emocionado, aunque procuró no levantar la voz. Se percató en el acto de que había pronunciado aquellas palabras en un tono chillón, diferente del habitual, y probó a invocar de nuevo el nombre de Fizban, no sin antes aclararse la garganta. El resultado fue idéntico.

No tuvo tiempo de reflexionar pues el gigante fijó la vista en el suelo, en la juntura de las piedras donde él se erguía, y comentó:

—¿De qué alcoba has escapado, pequeño amigo?

Inmóvil, sobrecogido, Tasslehoff contempló cómo aquel enorme ser se agachaba en su dirección con la manaza abierta. Los dedos se aproximaban para atraparlo, pero estaba tan asustado que no acertó a decir ni hacer nada sino que esperó que lo estrujara en su palma. Cuando eso sucediera todo habría terminado, el hechicero lo enviaría a casa sin tardanza a menos que le infligiera un castigo peor por agrandar su Torre en contra, probablemente, de sus deseos.

La mano se mantuvo unos segundos suspendida sobre su cuerpo y lo sujetó por la cola.

«¡La cola! ¡Yo no tengo cola! Sin embargo, por algún sitio debe haberme agarrado», pensó el hombrecillo en un mar de confusiones, mientras la mano le alzaba en el aire.

Logró girar la cabeza en su difícil equilibrio y descubrió que, en efecto, le había crecido un largo apéndice. Y no sólo eso, también nacían de su vientre cuatro patas rosadas que cubrían una pelambre blanca en vez de sus alegres calzones azules.

—Respóndeme enseguida —le urgió una voz imperiosa que estuvo a punto de dejarlo sordo—. ¿Quién te ha convertido en su familiar, diminuto roedor?

16

Viaje al pasado

«Familiar». Tasslehoff daba vueltas en su mente a este apelativo, que recordaba haber oído mencionar a Raistlin en alguna de sus conversaciones de otros tiempos. Las explicaciones del hechicero, poco a poco, fueron tomando cuerpo en su memoria.

—Algunos magos utilizan animales para determinados fines —le había contado—. Estas criaturas o familiares, que es su denominación común, actúan como extensiones de los sentidos de su señor. Pueden introducirse en lugares a los que él no tiene acceso, ver lo que a él le está vedado y escuchar conciliábulos sin haber sido invitados.

A Tas se le antojó entonces una idea brillante, si bien Raistlin no parecía muy entusiasmado porque, según él, era un síntoma de debilidad depender de otro ser vivo en cuestiones de suma importancia.

—¿Vas a contestar o no? —se impacientó el mago de Túnica Roja, a la vez que balanceaba en las alturas al supuesto roedor.

La sangre se agolpó en las sienes del kender causándole un mareo que, dada la situación, no era el peor de sus males. Le dolían las articulaciones de su tirante cola y, además, era indigno permanecer en tal postura. En un primer momento se le ocurrió pensar que era una suerte no tener a Flint como testigo de su ridicula desdicha.

«Supongo —se dijo tras una rápida reflexión—, que los familiares poseen el don del habla. Espero que se expresarán en lengua común y no mediante los extraños sonidos que emiten, por ejemplo, las ratas».

—Verás, yo pertenezco a… —se aventuró en voz alta mientras rebuscaba en su cerebro un nombre apropiado para un mago—. A Faikus —declaró al fin, recordando, de pronto, que así se llamaba un estudiante compañero de Raistlin.

—Debería haberlo imaginado —gruñó el mago con el ceño fruncido—. ¿Has salido para cumplir algún encargo de tu señor, o te dedicabas simplemente a deambular?

Comprobó Tas, aliviado, que el sabio soltaba su cola y lo depositaba en la palma de su mano, sin dejar por ello de sujetarlo con firmeza. Posó el kender-ratón sus temblorosas garras en el pulgar de su oponente y sus ojos, ahora saltones y tan encarnados como la túnica de su aprehensor, intercambiaron una intensa mirada con aquéllos otros oscuros y fríos.

«¿Qué voy a responderle?», vaciló Tas. Ninguna de las alternativas que discurrió le parecía convincente.

—Es mi noche libre —anunció en un tono agudo que pretendía aparentar indignación.

—Temo que has vivido demasiado tiempo en compañía de ese holgazán de Faikus —repuso el mago disgustado—. Mañana sostendré una larga charla con ese joven. Y en cuanto a ti ¡no empieces a contorsionarte, te lo ruego! por lo visto has olvidado que la familiar de Sudora suele salir a estas horas para recorrer los pasillos, a la caza de presas suculentas. Podrías haberte convertido en el poste de Marigold, y no creo que eso constituya una grata experiencia. Ven conmigo, cuando haya concluido la tarea de hoy te restituiré a tu amo.