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—¿Dónde está mi cena? —inquirió el guerrero mientras guardaba el disco en su bolsillo.

Tras dejar, sin la menor delicadeza, un cuenco frente al hombretón el cocinero dio media vuelta, resuelto a alejarse.

—¿Qué es esto? —gruñó Caramon, escudriñando el interior del recipiente.

—Caldo de pollo —colaboró el kender.

—He reconocido el manjar sin tu ayuda —lo imprecó el fornido humano con voz cavernosa—. No me refería a eso, sino a la situación. Si se trata de una broma me parece de muy mal gusto —vociferó sin cesar de observar a Pheragas y Kiiri, que lo contemplaban divertidos. Giró el guerrero su pesado cuerpo y agarró al cocinero en el instante en que echaba a andar, obligándolo a retroceder—. ¡Retira esta agua turbia y dame comida decente!

Con asombrosa destreza, el hombre del mandil se liberó de la zarpa de Caramon, inmovilizó su brazo detrás de la espalda y estrelló su rostro contra el cuenco de sopa.

—Pruébala y te gustará —lo espetó, antes de asir al rebelde por el cabello para levantar su goteante rostro—. En lo que a alimento atañe, no verás otro durante un mes.

Tasslehoff se apresuró a examinar la sala y advirtió que todos los presentes habían abandonado el ágape persuadidos de que, esta vez, habría pelea.

La faz de Caramon, que chorreaba sopa, había asumido una palidez letal. Sólo sus pómulos ardían en iracundas manchas rojizas, secundadas por los peligrosos centelleos de sus ojos.

El cocinero le miraba desafiante, cerrados los puños. Tasslehoff esperaba ver, de un momento a otro, la carcasa de aquel fanfarrón despatarrada en el suelo, un presentimiento que reforzaba la postura de Caramon. El guerrero apretó sus dedos en idéntica postura a la de su rival, tanto que los nudillos se tornaron blancos, y levantó su manaza para, despacio… secarse el empapado semblante.

Con una sonrisa desdeñosa, el cocinero dejó al grupo y reanudó sus quehaceres.

Tas suspiró. Aquél no era su viejo compañero, recapacitó entristecido, el Caramon que matara a dos draconianos entrechocando sus cráneos con las palmas desnudas, el mismo que en una ocasión redujera a unos bribones a distintos estados de postración, todos ellos deplorables, cuando cometieron el error de intentar robarle. Espió a su orondo amigo por el rabillo del ojo y, tras reprimir las insultantes frases que afloraban a sus labios, se concentró en ingerir su cena preso de una honda consternación.

El guerrero sorbió su sopa a lentas cucharadas, engulléndola sin saborearla ni hallar el menor placer. Vio Tas que la mujer y el negro intercambiaban callados mensajes y, por un instante, temió que se burlasen de su amigo. Y, a decir verdad, Kiiri empezó a farfullar unas palabras pero, al alzar la vista hacia el centro de la estancia, cerró la boca de manera abrupta y siguió comiendo con la mayor discreción posible. El causante de su cambio era Raag, que había entrado en el recinto seguido por dos musculosos humanos.

El trío recorrió el comedor, se detuvo detrás de Caramon y el ogro, dando un paso al frente, zarandeó al corpulento guerrero.

—¿Qué ocurre? —preguntó éste, en un tono apagado que el kender no reconoció.

—Ven —ordenó Raag.

—Estoy cenando —protestó el hombretón, pero los dos esbirros lo asieron por los brazos y lo arrastraron fuera del banco antes de que pudiera concluir su frase.

Entonces sí, entonces Tasslehoff atisbó un brote de su antiguo talante. Teñida su faz de unas manchas purpúreas, Caramon trató de golpear a uno si bien, debido a su torpeza de movimientos y al desequilibrio en que quedó al soltarse, el agredido esquivó su acometida. Sin darle opción a un segundo ataque, el otro humano propinó un salvaje puntapié al esclavo y éste se desplomó, entre gemidos, sobre sus rodillas. Lo izaron de una violenta sacudida y el herido, con la cabeza ladeada, permitió que lo llevasen.

—¡Aguardad! ¿Adónde lo conducís? —se interfirió Tas en una reacción instintiva, que atajó una firme mano en su hombro. Era Kiiri quien así lo advertía, y el kender se encogió en su asiento.

—¿Qué van a hacerle? —indagó.

—Termina tu plato —le ordenó la mujer.

—No tengo apetito —replicó él, deprimido, apartando el tenedor mientras evocaba la cruel y funesta mirada que el enano clavara en su compañero frente a la arena.

El esclavo negro sonrió al kender, compadecido de su pena.

—Sigueme —lo invitó, a la vez que se levantaba y le tendía la mano con cordialidad—, te mostraré tu alcoba. El primer día todos pasamos por lo mismo, con el tiempo tu amigo llegará a sentirse bien.

—Con el tiempo —coreó la nereida.

Tas se hallaba solo en la cámara que, en principio, debía compartir con Caramon. No era precisamente acogedora: situada debajo de la arena, se parecía más a un calabozo que a una alcoba. Pero Kiiri le explicó que todos los gladiadores se alojaban en estancias como aquélla.

—Están limpias y caldeadas —afirmó—. No son muchos los habitantes de nuestro mundo que pueden decir lo mismo de los reductos donde duermen. Además, si nos rodeáramos de lujos acabaríamos por ablandarnos.

«No es probable que eso suceda», pensó el kender al examinar los desnudos muros de piedra, el suelo cubierto de paja, la mesa provista de una jarra y una jofaina y, por último, los dos pequeños baúles destinados a contener sus pertenencias. Una única ventana, o claraboya, que se abría en el techo y por lo tanto a nivel de la tierra, permitía la entrada de un estrecho haz de luz. Acostado en el duro jergón, Tas contempló el avance de los últimos rayos solares —la cena era temprana en la supuesta escuela— y reflexionó que, aunque podía ir a explorar, no lograría sacar partido de sus actos hasta averiguar qué le habían hecho al guerrero.

La línea que trazaba el sol en el suelo adquirió progresiva longitud al unirse a ella una rendija luminosa, procedente de la puerta. Cuando se abrió la hoja Tas dio un ansioso brinco, mas fue un esclavo desconocido quien se adentró en la estancia. Arrojó un hatillo en un rincón, y desapareció de nuevo sin que entre ambos mediara una palabra. El kender inspeccionó el fardo y le dio un vuelco el corazón, pues constató al instante que eran los enseres de Caramon. Todo cuanto portaba se hallaba en aquel paquete, incluida su ropa, y el hombrecillo se apresuró a estudiarla en busca de manchas de sangre. No descubrió nada de particular, parecía estar en orden.

De pronto, palpó un objeto en un bolsillo interior, secreto. Lo extrajo sin dilación, y contuvo el resuello al toparse con el ingenio mágico de Par-Salian. «No entiendo cómo ha pasado desapercibido a los guardianes», se dijo asombrado, al mismo tiempo que admiraba las enjoyadas incrustaciones de su superficie. ¡Claro, fue creado a través de un hechizo! Ahora tenía el aspecto de una fruslería, pero él presenció cómo se transformaba a partir de un cetro y era lógico que, de ser tal la voluntad de su forjador, no se evidenciara ante ojos indiscretos.

Tanteándolo, acariciándolo, contemplando el reflejo del ya tenue sol sobre sus radiantes alhajas, Tasslehoff no pudo reprimir un suspiro. Era éste el tesoro más exquisito, más espléndido que había visto en su vida, anhelaba su posesión. Sin pensarlo dos veces se levantó y fue en pos de sus saquillos, mas una voz interior lo obligó a detenerse.

«Tasslehoff Burrfoot —lo invocó aquella criatura intangible cuyo timbre se asemejaba inquietamente al de Flint—, te estás entrometiendo en un asunto de extrema gravedad. El artilugio del que pretendes apropiarte garantiza el regreso a tu tiempo, y no olvides que fue Par-Salian, el insigne mago, quien se lo entregó a Caramon en el transcurso de una solemne ceremonia. Pertenece a tu amigo, no tienes ningún derecho sobre él».

El kender se estremeció. Nunca antes le había asaltado de este modo la conciencia, o un espíritu, o quienquiera que le hubiese hablado. Miró dubitativo el enigmático objeto e, intuyendo que la súbita revelación provenía de su influjo, deseoso de descartar tan turbadoras cábalas de su mente, corrió hasta el baúl de su compañero y lo encerró en sus sombras. En un alarde de precaución, cerró el cofre herméticamente y guardó la llave en la ropa de Caramon antes de volver a su camastro, sintiendo un hondo pesar.