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Tuesday Lobsang Rampa

El Tercer Ojo

PRÓLOGO DEL AUTOR.

Soy tibetano; uno de los pocos que han llegado a este extraño mundo occidental. La construcción y la gramática de este libro dejan mucho que desear, pero nunca me han enseñado el inglés de un modo sistemático. Para aprenderlo no tuve más academia que un campo de prisioneros japonés, donde me sirvieron de maestras unas prisioneras británicas y norteamericanas pacientes mías. Aprendí a escribir en inglés por el procedimiento de probar y equivocarme.

Ahora está invadido mi querido país -como se había predicho- por las hordas comunistas. Sólo por esta razón he disfrazado mi verdadero nombre y el de mis amigos. Por haber hecho yo tanto contra el comunismo, sé que mis amigos residentes en países comunistas sufrirían si se descubriese mi identidad. Como quiera que he estado en manos comunistas y en poder de los japoneses, sé por experiencia personal lo que puede lograrse mediante la tortura, pero este libro no lo he escrito sobre la tortura, sino sobre un país amante de la paz que ha sido muy mal interpretado y del que durante mucho tiempo se ha tenido una idea falsa.

Me aseguran que algunas de mis afirmaciones es muy posible que no sean creídas. Están ustedes en su pleno derecho de creer y no creer, pero no olviden que el Tíbet es un país desconocido para el resto del mundo. Del hombre que escribió, refiriéndose a otro país, que "la gente navegaba por el mar en tortugas", se rió todo el mundo. Y lo mismo le sucedió al que afirmó haber visto unos peces que eran “fósiles vivos". Sin embargo, es innegable que estos últimos han sido descubiertos recientemente y que llevaron a los Estados Unidos un ejemplar para ser estudiado allí. Nadie creyó a los hombres. Pero llegó el momento en que se demostró que habían dicho la verdad. Esto me ocurrirá a mí.

T. LOBSANG RAMPA.

Escrito en el Año del Cordero de la Madera.

CAPÍTULO PRIMERO. PRIMEROS AÑOS EN CASA.

– ¡Oéh! ¡Con cuatro años ya, no es capaz de sostenerse sobre un caballo!

¡Nunca serás un hombre! ¿Qué dirá tu noble padre?

Con estas palabras, el viejo Tzu atizó al pony -y al desdichado jinete- un buen trancazo en las ancas y escupió en el polvo.

Los dorados tejados y cúpulas del Potala relucían deslumbrantes con el sol. Más cerca, las aguas azules del lago del Templo de la Serpiente se rizaban al paso de las aves acuáticas. A lo lejos, en el camino de piedra, sonaban los gritos de los que daban prisa a los pesados y lentos yaks que salían de Lhasa. Y también sonaban por allí los bmmm, bmmm, bmmm de las trompetas, de un bajo profundo, con las que ensayaban los monjes-músicos en las afueras, apartados de los curiosos.

Pero yo no podía prestar atención a estos detalles de la vida cotidiana.

Todo mi cuidado era poco para poder mantenerme en equilibrio sobre mi rebelde caballito. Nakkim pensaba en otras cosas. Por lo pronto, en librarse de su jinete y poder así pastar, correr y patalear a sus anchas por los prados.

El viejo Tzu era un ayo duro e inabordable. Toda su vida había sido inflexible y áspero, y ahora, como custodio y maestro de equitación de un chico de cuatro años, perdía muchas veces la paciencia. Tanto él como otros hombres de Kham habían sido elegidos por su estatura y fuerza. Medía sus buenos dos metros y era muy ancho. Las abultadas hombreras le acentuaban esa anchura. En el Tíbet oriental hay una región en la que los hombres son de enorme estatura y corpulencia. Muchos de ellos sobrepasan los dos metros en diez y hasta quince centímetros. Y éstos eran elegidos para actuar de monjes-policías en los monasterios.

Se ponían aquellas hombreras abultadas para hacer aún más imponente su aspecto, se ennegrecían el rostro para resultar más feroces y llevaban largos garrotes que no vacilaban en utilizar en cuanto algún malhechor se les ponía a mano.

Tzu había sido monje-policía, ¡y se veía reducido a la condición de nurse de un pequeño príncipe! Inválido ya para andar demasiado, tenía que montar a caballo cada vez que se desplazaba un poco lejos. En 1904 los ingleses, bajo el mando del coronel Younghusband, invadieron el Tíbet y causaron grandes daños. Por lo visto, pensaban que la manera más adecuada de granjearse nuestra amistad era bombardeando nuestras casas y matando a nuestra gente. Tzu había sido uno de nuestros defensores y en una de las batallas le partieron una cadera.

Mi padre era una de las principales figuras del Gobierno tibetano. Su familia y la de mi madre estaban entre las diez familias más ilustres del país, de modo que, entre los dos, mis padres ejercían una considerable influencia en los asuntos del país. Más adelante daré algunos detalles sobre nuestra forma de Gobierno Mi padre era corpulento y medía más de 1,80 metros de estatura. Poseía una fuerza enorme. En su juventud podía levantar del suelo un caballo pequeño y era uno de los pocos capaces de vencer a los Hombres de Kham.

La mayoría de los tibetanos tienen el cabello negro y los ojos de color castaño oscuro. Mi padre era en esto una excepción, pues tenía el cabello castaño y los ojos grises. A menudo se irritaba terriblemente sin que pudiéramos adivinar la causa.

No veíamos mucho a papá. El Tíbet había pasado por tiempos muy revueltos. Los ingleses nos habían invadido en 1904 y el Dalai Lama había huido a Mogolia, dejando encargados del Gobierno a mi padre y a otros ministros. En 1910, los chinos, animados por el buen éxito de la invasión inglesa, cayeron sobre Lhasa. El Dalai Lama volvió a ausentarse. Esta vez se refugió en la India. Los chinos tuvieron que retirarse de Lhasa durante la Revolución china, pero antes cometieron espantosos crímenes contra nuestro pueblo.

En 1912 el Dalai Lama regresó a Lhasa. Durante todo el tiempo que duró su ausencia, en aquellos días tan difíciles, mi querido padre y los demás ministros cargaron con la pesada carga de gobernar al Tíbet. Mi madre solía decir que el carácter de mi padre nunca volvió a ser el mismo. Por supuesto no le quedaba tiempo para atender a sus hijos, y por ello hemos carecido del afecto paterno. Yo, muy especialmente, despertaba sus iras y por eso me dejaba a merced del intratable Tzu, a quien le había dado plenos poderes para mi educación.

Tzu tomaba como un insulto personal mi fracaso en la equitación.

En el Tíbet, los niños de las clases altas aprenden a montar casi antes de saber andar. Dominar la equitación es imprescindible en un país como el Tíbet, donde todos los viajes se hacen a pie o a caballo. Los nobles tibetanos practican la equitación continuamente. Se mantienen fácilmente en pie sobre una estrecha silla de madera mientras el caballo galopa y, en plena carrera, disparan con fusil contra un blanco movedizo para cambiar luego de arma y tirar flechas con el arco. Y todo esto a galope tendido y yendo de pie sobre la silla. A veces, los mejores jinetes recorren al galope las llanuras, en formación, y cambian de caballo saltando de silla a silla. ¡Figúrense ustedes qué concepto tendría Tzu de mí, un niño de cuatro años que ni siquiera se sostenía aún sentado en la silla!

Mi pony, Nakkim, era peludo y con una larga cola. Su estrecha cabeza tenía una expresión inteligente. Sabía un asombroso número de procedimientos para sacudirse de encima al jinete… si era un jinete tan inseguro como yo. Uno de sus trucos favoritos era dar una carrerilla, pararse en seco y agachar la cabeza. Luego, cuando ya me había resbalado hasta su cuello, lo levantaba de pronto y esta sacudida me hacía dar una vuelta de campana antes de caer en el suelo. Después se me quedaba mirando con maliciosa complacencia. Los tibetanos nunca cabalgan al trote; los ponies son pequeños y un jinete resulta ridículo sobre un pony que trote.

El Tíbet era un país organizado teocráticamente. Nada nos interesaba el “progreso” del mundo exterior. Sólo queríamos poder meditar y vencer las limitaciones que impone la carne. Nuestros sabios habían comprendido, desde hacía mucho tiempo, que el Oeste codiciaba las riquezas del Tíbet, y sabían por experiencia cuando llegaban los extranjeros se acababa la paz.