Mi padre se hallaba en un susto continuo. Sus jardines amurallados eran famosos en todo el país por las carísimas plantas importadas que contenía.
En este Día Grande, aquello parecía un parque zoológico sin guardias ni rejas. Papá se paseaba nervioso retorciéndose las manos y lanzaba leves gemidos de angustia cada vez que un invitado se detenía ante una planta y arrancaba tranquilamente una flor. Corrían mayor peligro los perales y albaricoqueros y los manzanos enanos. Los árboles más grandes -álamos, sauces, juníperos, abedules y cipreses estaban festoneados con banderitas que llevaban inscritas las plegarias y que flameaban en la leve brisa de la tarde.
Por fin se puso el sol tras los distantes picos del Himalaya. De las lamaserías nos llegaba el sonido de las trompetas que anunciaban el paso de otro día y por todas partes se encendían centenares de lamparillas. Colgaban de las ramas, se balanceaban en los bordes de los aleros, muy salientes, de las casas y otras flotaban sobre las plácidas aguas del lago ornamental.
Unas parecían sostenidas por las joyas de los lirios acuáticos y eran arrastradas hacia los cisnes que buscaban refugio cerca de la isla.
Sonó un gong de tono muy grave y todos se dispusieron a contemplar el paso de la procesión. En los jardines habían erigido un amplio estrado con un lado completamente abierto. Dentro habían instalado una alta tarima y, sobre ella, cuatro sillas tibetanas. La procesión se acercaba a esta tribuna.
Cuatro criados llevaban verticalmente unos palos con banderas en su extremo superior. Luego aparecieron cuatro trompeteros con trompetas de plata. Siguiéndoles iban mi padre y mi madre. Llegados ante la tribuna subieron al estrado. Detrás, dos ancianos de una edad incalculable, que habían venido de la lamasería del Oráculo del Estado, en Nechung y que eran los astrólogos más sabios del país. Habían acertado en sus predicciones repetidas veces. La semana anterior los habían llamado para que le hicieran un vaticinio al propio Dalai Lama. Ahora se disponían a hacer lo mismo para un chico de siete años. Se habían pasado varios días estudiando sus papeles y haciendo cálculos. Habían discutido interminablemente sobre trinas, eclípticas, sesquicuadrantes y las influencias opuestas de esto o de lo otro. Ya me ocuparé de astrología en otro capítulo.
Dos lamas llevaban las anotaciones y cartas de los astrólogos. Otros dos se adelantaron para ayudar a los ancianos a subir los escalones de la tribuna. Los dos viejos estaban muy juntos, y parecían dos antiguos relieves en marfil. Sus deslumbrantes túnicas de brocado chino amarillo acentuaban su vejez. Sobre la cabeza llevaban altísimo s sombreros sacerdotales, bajo cuyo peso parecían hundirse sus arrugadísimos cuellos.
La gente se apiñó en torno a la tribuna, sentándose sobre los almohadones que llevaron los criados. Cesaron las charlas, ya que todos estaban pendientes, con enorme expectación, de la cascada voz del astrólogo jefe.
Este dijo: "Lha dre mi cho-nang-chig" (Dioses, diablos y hombres, todos ellos se conducen de la misma manera), y así podían empezar ya a predecir el futuro. Pero aún tenía que hablar una hora seguida. Luego se concedió a sí mismo diez minutos de descanso, para estarse luego otra hora exponiendo las líneas generales del porvenir "Ha-le! Ha-le!" (extraordinario, extraordinario!), exclamaba el público entusiasmado.
Y de aquel prolijo discurso sobre el futuro en general y el de un chico de siete años en particular, se deducía en resumidas cuentas que yo debía entrar en una lamasería después de dar una clara prueba de resistencia y que luego me prepararían para la carrera de sacerdote-cirujano. Esto significaba sufrir grandes penalidades, abandonar la patria y vivir entre gente extranjera, perderlo todo, empezar de nuevo a cero y quizá triunfar a la larga.
Paulatinamente fue dispersándose la multitud. Los que habían venido de muy lejos pasarían la noche en nuestra casa y se marcharían a la mañana siguiente. Otros partían ya con sus séquitos y con antorchas. Con mucho caracoleo de caballos, roncos gritos de los criados, órdenes e imprecaciones, se fueron formando las comitivas en el patio. De nuevo se abrió la inmensa puerta y empezó a salir la gente. Se fueron haciendo más débiles a lo lejos el plop-plop de los caballos y la voz de los jinetes hasta que sólo hubo silencio en la noche.
CAPÍTULO TERCERO. ÚLTIMOS DÍAS EN MI CASA.
En casa había aún gran actividad. El té se consumía en cantidades increíbles y los alimentos empezaron a desaparecer de nuevo cuando los invitados que se quedaban a pasar la noche creyeron conveniente fortalecerse para el sueño. Todas las habitaciones estaban ocupadas y no había sitio para mí. Así, vagaba yo por mi casa, desconsolado, sin saber qué hacer.
Cuando encontraba algo por el suelo le daba un puntapié, pero ni aun así me venía la inspiración. Nadie se fijaba en mí. Los invitados estaban cansados y felices, y los criados, cansados e irritables. Me dije: "Los caballos son más sensibles. Me iré a dormir con ellos.”
En las cuadras había un calorcillo muy agradable. El forraje estaba suave, pero yo no lograba conciliar el sueño. Cada vez que me adormilaba se acercaba algún caballo a olerme o me despertaba un súbito ruido de la casa. Poco a poco se fueron callando todos allá arriba. Me incorporé y vi por la ventana cómo se iban apagando las luces, una tras otra, hasta no quedar más que la fría luz azul de la luna reflejada vivamente por las mo ntañas cubiertas de nieve. Los caballos se habían dormido, unos en pie y otros tumbados de costado. También yo conseguí dormirme. A la mañana siguiente me despertó una sacudida y una voz que me decía: "Levántate, Martes Lobsang. Tengo que sacar los caballos y me estorbas." Así que me levanté y entré en la casa en busca de comida. Había mucho movimiento.
Los rezagados se preparaban para partir y mamá revoloteaba de un grupo a otro para aprovechar bien la charla de última hora. Mi padre discutía con un amigo sobre las mejoras que quería introducir en la casa y en los jardines.
Le decía que pensaba importar cristal de la India para encristalar las ventanas. En el Tíbet no había cristal, y traerlo de la India costaba muchísimo.
Las ventanas tibetanas tienen marcos sobre los cuales se extiende un papel encerado y translúcido, pero no transparente. Por fuera, las ventanas estaban protegidas por unos gruesos postigos de madera cuya finalidad no era tanto impedir la entrada de los ladrones como evitar la entrada en la casa de la arena arrastrada por los fuertes vientos. Esta arenilla (a veces también arrastraba piedrecillas) rasgaba las ventanas de papel no protegidas por postigos. Y también causaba arañazos y pequeñas heridas en caras y manos; así que en la época de los vendavales, los viajes resultaban muy peligrosos. La gente de Lhasa solía vigilar temerosa el Pico, y cuando se cubría repentinamente con una neblina negra, todos corrían a refugiarse antes de que les azotara este viento cargado de cortante arenilla y grava. Y no sólo estaban alerta los seres humanos, sino también los animales. No era raro ver a los caballos y a los perros adelantarse a hombres, mujeres y niños en la precipitada búsqueda de un refugio. A los gatos nunca los sorprendía el vendaval, y en cuanto a los yaks, estaban completamente inmunizados contra ese azote.
Cuando se hubo marchado el último de los invitados, me llamó mi padre y me dijo:
– Ve a las tiendas y compra todo lo que necesites. Tzu sabe lo que te hace falta.
Pensé en las cosas que necesitaba: una escudilla de madera para la tsampa, una taza y un rosario. La taza se compondría de tres partes: un pie, la tapa propiamente dicha, y el borde, que había de ser de plata. El rosario sería de madera con sus ciento ocho cuentas muy bruñidas. El número sagrado ciento ocho indica también las cosas que un monje ha de recordar.
Partimos, Tzu en su caballo y yo en mi pony. Al salir del patio torc imos a la derecha y luego otra vez a la derecha hasta que salimos del Camino Circular y dejamos atrás el Potala. Miré al rededor como si viese la ciudad por primera vez. ¡Y es que mucho temía estarla viendo por última vez!