Las tapas, de madera artísticamente labrada, volvieron a cerrarse. Mi padre cerró solemnemente los broches de oro que aprisionaban las gruesas hojas de papel de junípero hechas mano. El libro era tan pesado que incluso mi padre vaciló un poco al levantarlo para volverlo a colocar en el cofre de oro donde lo guardaba. Con toda reverencia introdujo el cofre en el pequeño foso de piedra que había debajo del altar. Calentó cera en un pequeño brasero de plata, la vertió sobre los bordes de piedra e impuso en ella su sello para tener la seguridad de que el libro no sería tocado por nadie.
Se volvió hacia mí y se instaló cómodamente sobre unos almohadones.
Tocó el gong y al instante apareció un criado que te nía ya preparado el té. Después de un largo silencio, me contó mi padre la historia secreta del Tíbet, la historia que se remonta a miles y miles de años, la historia que ya era muy antigua cuando se produjo la Inundación. Me contó lo que había sucedido cuando todo el Tíbet fue barrido por un mar antiguo y que esto no era una invención sino un hecho real que había sido confirmado por las excavaciones. "Incluso ahora -me dijo-, cualquiera que excave cerca de Lhasa podrá sacar a luz fósiles marinos y extrañas conchas." Además, se han encontrado artefactos de metales desconocidos y de los que no podía saberse para qué sirvieron. A veces los monjes que visitaban ciertas cuevas en estedistrito descubrían objetos y se los llevaban a mi padre. Me en señó algunos. Luego cambió de tono:
– La Ley ordena que a los hijos de familias nobles se les imponga la mayor austeridad, mientras que a los de clase baja se les tendrá compasión.
Pasarás por duras pruebas antes de que se te permita ingresar en la lamasería.
Me insistió en la absoluta necesidad de obedecer todas las órdenes que me dieran. Sus últimas instrucciones no eran precisamente las más apropiadas para tranquilizarme. Dijo:
– Hijo mío, crees que soy duro y que no me preocupa lo que puedas sufrir, pero no olvides que mi primera preocupación es mantener limpio el nombre de nuestra familia. Por eso te digo: si fracasas en esta prueba a que has de someterte para ingresar en la lamasería, no vuelvas a esta casa. Serás un extraño para nosotros.
Y sin pronunciar una palabra más me despidió con un ges to.
A primera hora de la tarde me despedí de mi hermana Yaso. Se emocionó mucho. ¡Habíamos jugado tanto juntos! Y no tenía más que nueve años, mientras que yo cumpliría siete al día siguiente.
A mi madre no pude verla. Se había acostado y ni siquiera pude decirle adiós. Entré en mi habitación por última vez y arreglé los almohadones que formaban mi cama. Me acosté, pero no pude dormir. Me pasé mucho tiempo pensando en las cosas que me había dicho mi padre. Pensé en lo mucho que le molestaban los niños a papá. Me espantaba la idea de que al día siguiente tendría que dormir por primera vez fuera de mi casa. Paulatinamente fue cruzando la luna el cielo. Un pájaro nocturno se posó en el alféizar de la ventana. Desde el tejado me llegaba el flap-flap de los banderines de las preces que el viento batía. Por fin me quedé dormido, pero en cuanto los primeros rayos del sol sustituyeron a la luz de la luna me despertó un criado que me traía una escudilla de tsampa y una taza de té con manteca.
Mientras me tomaba este sobrio des ayuno, Tzu entró en mi cuarto y me dijo:
– Bueno, muchacho; nuestros caminos van a separarse. Estoy muy contento porque por fin podré dedicarme a mis caballos. Espero que te las arreglarás bien. Recuerda todo lo que te he enseñado.
Y, sin más, dio la vuelta y salió de la habitación.
Aunque entonces no podía yo comprenderlo, este sistema es el mejor.
Las despedidas emotivas me habrían hecho mucho más di fícil salir de casa por primera vez y para siempre, como pensaba yo por entonces. Si mamá hubiera salido para despedirme es indudable que habría yo hecho todo lo posible para convencerla para que no me dejara partir de casa. Muchos niños tibetanos llevan vidas muy tranquilas y agradables, mientras que la mía era de lo más dura; y más adelante pude enterarme de que la falta de despedidas la había ordenado mi padre para hacerme inculcar desde muy pe queño la disciplina, el sacrificio y la firmeza.
Terminé el desayuno, me guardé la escudilla de tsampa y la taza en la parte delantera superior de mi túnica e hice un paquete con una túnica de repuesto y un par de botas de fieltro. Cuando salí de mi habitación me esperaba un criado encargado de advertirme que no debía hacer ruido para no despertar a la gente de la casa. Recorrí el pasillo. Me abrieron la puerta. El falso amanecer había sido sustituido por la oscuridad que precede a la verdadera alba. Ya estaba en la calle. De este modo salí de mi casa, solo, asustado, con el corazón oprimido.
CAPÍTULO CUARTO. A LAS PUERTAS DEL TEMPLO.
La carretera conducía directamente a la lamasería de Chakpori, el Templo de la Medicina Tibetana. ¡Qué dura escuela había de ser ésta! Anduve aquellos kilómetros mientras la luz del día se hacía más intensa. A la puerta del recinto exterior encontré a otros dos niños que también pedían entrada. Nos miramos con curiosidad y me atrevo a asegurar que a ninguno de nosotros le preocupó mucho lo que vio en los otros dos. Pensábamos que teníamos que ser sociables si queríamos aliviar en algo la dureza del tratamiento a que nos someterían.
Estuvimos algún tiempo llamando a la puerta tímidamente, pero nadie respondió. Entonces uno de los otros dos se agachó, cogió una piedra de buen tamaño y la arrojó con fuerza. Hizo el suficiente ruido para que se presentara en seguida un monje blandiendo un bastón que nuestro espanto veía tan largo como un arbolillo.
– ¿Qué queréis, diablejos? -exclamó -. ¿Acaso creéis que no tengo nada que hacer sino abrir la puerta a unos críos como vosotros?
– Queremos ser monjes -repliqué.
– Más me parecéis unos monos que unos monjes. Bueno, esperad aquí y no os mováis. El Maestro de los Acólitos os verá cuando pueda.
Cerró de un portazo y casi deja en el sitio a uno de los chicos que se había acercado imprudentemente. Nos sentamos en el suelo, cansados. La gente entraba y salía del monasterio. Nos llegaba un agradable olor a comida a través de un ventanuco produciéndonos un verdadero suplicio, ya que teníamos un hambre terrible. Por fin se abrió la puerta con violencia y un hombre alto y de extremada delgadez apareció en el umbral.
– ¡Vamos a ver -rugió- qué quieren estos miserables vagabundos!
– Queremos ser monjes -dijimos a coro.
– ¡Qué pena! -exclamó-. ¡Qué basura nos mandan ahora!
Nos hizo señal de que entrásemos en el recinto amurallado que formaba el perímetro de la lamasería. Nos preguntó quiénes éramos y por qué íbamos allí. Comprendimos sin dificultad que no nos daba la menor importancia.
A uno de mis compañeros, hijo de un pastor, le dijo:
– Entra, y si sales bien de tus pruebas podrás quedarte.
Y al otro:
– Y tú, chico, ¿dijiste que eras hijo de un carnicero? ¿Un cortador de carne? ¿Un transgresor de las leyes de Buda? ¿Y te atreves a pisar este suelo?
Márchate corriendo si no quieres que vaya detrás de ti dándote latigazos por todo el camino.
El desgraciado olvidó su cansancio y salió disparado mientras el mo nje le seguía amenazando. Sus pies apenas tocaban el suelo.
Me quedé solo. Mal empezaba mi séptimo aniversario. El monje me miró feroz y casi estuve a punto de desmayarme de puro miedo. Levantó su bastón como para pegarme.
– Y tú, ¿qué me has dicho que eres…? ¡Ajá, un joven príncipe que quiere entrar en religión! Primero tenemos que ver de qué madera estás hecho. Aquí no hay sitio para los príncipes enclenques y mimados. Ahora mis mo vas a dar cuarenta pasos hacia atrás y te sentarás en actitud contemplativa hasta que yo te avise. Pero, óyeme bien: no moverás ni siquiera los párpados.