Pronunciadas estas sobrecogedoras palabras, se volvió bruscamente y se marchó. Con gran tristeza recogí mi paquetito y anduve cuarenta pasos de espaldas. Me arrodillé y luego me senté con las piernas cruzadas como me habían ordenado. Así me pasé todo el día, absolutamente inmóvil. El viento me azotaba formando montoncitos de tierra en las palmas de mis manos, que mantenía vueltas hacia arriba. La tierra, además, se apilaba sobre mis hombros y se metía entre mis cabellos. Cuando el sol empezó a ponerse, el hambre me torturaba ya de un modo insoportable y la sed me resecaba la garganta. Desde el amanecer no había probado alimento ni bebida.
Con gran frecuencia pasaban monjes que ni siquiera me miraban. Los perros vagabundos se paraban a olisquearme con curiosidad, pero todos se marchaban sin molestarme. Pasó un grupo de niños y uno de ellos me arrojó una piedra que me dio en un lado de la cabeza causándome una herida.
Me brotó la sangre, pero ni siquiera me moví. La idea de un fracaso me espantaba.
Porque si fracasaba en esta prueba mi padre no me dejaría entrar más en casa y no tenía adónde ir ni hubiera sabido qué hacer para ganarme la vida. Así que no tenía más remedio que permanecer inmóvil como una estatua, con todo el cuerpo dolorido y con las articulaciones anquilosadas.
El sol se escondió detrás de las montañas y el cielo se oscureció. Empezaron a brillar estrellas en la negrura del cielo, y a través de las ventanas de la lamasería vi como se encendían miles de lamparillas. Soplaba un viento helado que silbaba en las hojas de los sauces y empezaron a rodearme todos estos misteriosos sonidos que forman la extraña música de la noche.
Continué inmóvil y no sólo por el miedo que tenía a moverme y a las consecuencias de un fracaso, sino porque estaba ya tan anquilosado que no podía moverme. Por fin oí el suave ruido de las sandalias de los monjes que se acercaban por el sendero enarenado. Luego comprendí que eran los pasos de un solo hombre, de un anciano que avanzaba a tientas por la oscuridad arrastrando los pies. Apareció ante mí una silueta, la de un anciano monje retorcido como un árbol muy viejo. Le temblaban las manos, cosa que me preocupó porque estaba derramando el té que me traía. En la otra mano llevaba una escudilla de tsampa. Me entregó las dos cosas. Al principio no pude moverme para cogerlas. Adivinándome el pensamiento, dijo:
– Tómate esto, hijo mío, porque durante las horas de oscuridad se te permite que te muevas.
Bebí el té y pasé la tsampa a mi propia escudilla. El monje siguió hablándome:
– Ahora duerme, pero en cuanto lance el sol sus primeros rayos vuelve a tomar la misma posición porque es ta es una prueba, hijo mío, y no la caprichosa crueldad que puedes creer. Solamente aquellos que triunfen en esta prueba podrán ingresar en nuestra Orden y aspirar a sus más elevados puestos.
El anciano recogió la taza y la escudilla y se marchó. Me puse en pie y estiré las piernas; luego me eché de lado y acabé de comerme la tsampa.
Estaba cansadísimo. Me apresuré a buscar una depresión del suelo para acomodar en ella la cadera y, colocando debajo de la cabeza como almohada mi túnica de repuesto enrollada, intenté dormirme.
Mis siete años no habían sido fáciles. Ni por un solo momento dejó mi padre de aplicarme las normas más férreas, pero aún así, ésta era la primera noche que pasaba fuera de casa y había permanecido el día entero inmóvil, hambriento, con una sed terrible. Todo había de parecerme forzosamente agradable en contraste con estas penalidades. No tenía idea de lo que pudiera traerme el día siguiente, ni qué más exigirían de mí. Ahora tenía que dormirme solo bajo un cielo frío, aterrorizado por las tinieblas y angustiado por el futuro inmediato.
Me parecía que acababa de cerrar los ojos cuando me despertó el toque de una trompeta. Al abrir los ojos vi que era el falso amanecer con la primera luz del ya cercano día reflejada en el cielo por detrás de las montañas.
Sobresaltado, me incorporé y volví a adoptar la actitud contemplativa sentado con las piernas cruzadas. Poco a poco fue animándose el monasterio.
Poco antes tenía el aspecto de una ciudad dormida, una masa inerte.
Luego empezó a respirar suavemente y a agitarse con pequeños movimientos como cuando una persona se despierta. Minutos después era ya un murmullo que se fue transformando en un fuerte zumbido como el de un enjambre de abejas en el calor del verano. De vez en cuando se oía alguna trompeta, como el chillido de un pájaro distante, o sonaba el bajo ronquido de una caracola que me recordaba a las ranas llamándose unas a otras en el pantano. Al aumentar la claridad vi pasar grupos de cabezas afeitadas, por detrás de las abiertas ventanas, aquellas ventanas que a la luz del crepúsculo matutino parecían las cuencas vacías de una monda calavera.
A medida que el día avanzaba se me iban poniendo rígidas las articulaciones, pero no me atrevía a moverme. Luchaba denodadamente contra el sueño, porque si me movía y fracasaba en mi prueba, no tendría adónde ir ni de qué vivir. Mi padre había dicho bien claro que si no me aceptaban en la lamasería, tampoco me admitiría él en casa. Pequeños grupos de monjes salían de los diversos edificios dirigiéndose a cumplir con sus misteriosas funciones. Pasaban niños que a veces me lanzaban puñados de tierra y piedrecitas o me insultaban groseramente. Pero mi inmovilidad acababa cansándolos y se alejaban. Otra vez, al anochecer, empezaron a encenderse las lámparas y de nuevo vi aparecer las estrellas, ya que la luna se levantaba tarde. Solíamos decir que en esos días la luna era joven y no podía viajar con rapidez.
Un nuevo temor aumentaba mis sufrimientos: ¿me habrían olvidado?
¿Era una nueva prueba, la de que me pasara sin té ni tsampa más de un día?
Hacía más de veinticuatro horas que no había probado alimento alguno y ni una sola gota de líquido. De pronto algo despertó en mí la esperanza y tuve que contenerme para no ponerme de pie de un salto. Sonaba un ruido por el sendero, como de pasos. Pero pronto vi que era un enorme mastín negro que arrastraba algo. Ni siquiera se fijó en mí, sino que continuó con su misión nocturna. Se me hundió la poca esperanza que tenía. Estaba a punto de llorar. Me repetía continuamente a mí mismo que esa debilidad la tenían sólo las niñas y las mujeres.
Por fin oí claramente que se acercaba el anciano monje. Esta vez me trató aún con más benevolencia.
– Aquí tienes comida y bebida, hijo mío, pero todavía no ha llegado el final. Aún te queda mañana y haz todo lo posible por no moverte, pues la mayoría fracasan en el último instante.
Con estas palabras se volvió y se alejó. Mientras me hablaba me bebí el té y comí la tsampa que había pasado a mi escudilla. Después me tumbé tan incómodamente como la noche anterior y dándole vueltas en mi cabeza a todo aquello, en mi insomnio llegué a la conclusión de que era una gran injusticia que me obligasen a sufrir tanto, ya que no deseaba en absoluto ser monje de ninguna secta. Me habían colocado en una situación en que me era tan difícil elegir como un animal de carga al que hacen pasar por una estrecha senda al borde de un precipicio. Por fin me dormí.
Al día siguiente, que era el tercero, y mientras persistía en mi inmovilidad contemplativa, noté que había aumentado mi debilidad hasta el punto de sentir mareos. Los edificios que tenía ante mí flotaban en una neblina en que se mezclaban las ventanas, los colores, las montañas y los monjes. Con un tremendo esfuerzo pude superar este ataque de vértigo. Me aterraba la perspectiva de un fracaso después de lo mucho que había resistido. El suelo pedregoso en que estaba sentado me parecía lleno de cuchillos que me destrozaban la parte más delicada de mi piel. En uno de los escasos momentos de buen humor (fomentados por mí conscientemente para darme ánimos) pensé en la gran suerte que había tenido de no ser una gallina, incubando huevos, porque entonces tendría que haberme pasado mucho más tiempo sentado de aquel modo.