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Me estuve paseando hasta que las trompetas anunciaron que había llegado la hora del último servicio religioso. ¿Era posible que la noche anterior hubiera entrado yo en la lamasería? Me parecía que llevaba allí una eternidad. Tenía la sensación de estar flotando en el vacío o andando en sueños y sentía un hambre horrorosa. Más valía así, pues si hubiera comido me habría dormido al instante. Alguien me agarró por la túnica y me levantó en volandas. Un gigantesco lama, de cara simpática, me levantaba hasta su hombro y me decía:

– Vamos, chico, que llegarás tarde al servicio y te la vas a ganar. Debes saber que si llegas tarde te quedarás sin cenar y te sentirás tan vacío como un tambor. -Entró en el templo llevándome aún en alto y se sentó detrás de los niños. Con todo cuidado me colocó en un almohadón frente a él-: No apartes tu vista de mí y pronuncia las mismas respuestas que yo, pero cuando cante… ¡ja, ja!… estáte calladito.

Le agradecí mucho su ayuda. ¡Había recibido tan pocas muestras de amabilidad! Hasta entonces todo me lo habían en señado a gritos o a golpes.

Debí de adormilarme porque de pronto me di cuenta con un sobresalto de que había terminado el servicio religioso y el gran lama me había llevado dormido al refectorio y me había puesto delante una taza de té, tsampa y unas verduras hervidas.

– Come, muchacho, y vete luego a la cama. Ya te enseñaré dónde dormirás. Esta noche puedes dormir hasta las cinco de la mañana y luego ven a verme.

Estas palabras fueron las últimas que oí hasta que a las cinco de la mañana me despertó con gran dificultad un chico que me había tratado con simpatía el día anterior. Vi que me hallaba en una habitación muy espaciosa echado sobre tres almohadones.

– El lama Mingyar Dondup me ha encargado que te despierte a las cinco -me dijo el muchacho.

Me levanté y apilé los almohadones contra la pared como vi que habían hecho los otros. Mis compañeros salían y el que me había despertado añadió:

– Tenemos que darnos prisa para desayunar y luego he de llevarte ante el lama Mingyar Dondup.

Me estaba acostumbrando a vivir allí, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que estuviese a gusto ni que deseara continuar en la lamasería. Sin embargo, pensaba que, como no tenía opción, lo mejor que podía hacer era no complicarme aún más la vida.

Durante el desayuno, el Lector estuvo recitando algo de uno de los ciento doce volúmenes del Kan-gyur, o sea, las Escrituras budistas. Debió de comprender que yo estaba distraído porque, interrumpiéndose, me riñó:

– ¡A ver, ese chico nuevo! Qué acabo de decir? Dímelo en seguida.

– Señor, dijo usted: «Ese chico no está escuchando, le daré su merecido» -contesté inmediatamente y casi sin saber lo que decía. Todos se rieron y hasta el Lector sonrió, cosa rara, y aclaró que me había preguntado por el texto de las Escrituras, pero que por esta vez me perdonaba.

Durante todas las comidas los Lectores permanecen ante un atril, donde tienen abiertos los libros sagrados y leen en ellos. Los monjes no pueden hablar durante las comidas ni pensar en el alimento que están tomando. Se considera esencial que ingieran los sagrados conocimientos a la vez que la comida. Todos estábamos sentados en los almohadones, y la mesa que teníamos ante nosotros era de medio metro de altura. No se nos permitía hacer ruido alguno a la hora de comer y se nos prohibía rigurosamente apoyar los codos sobre la mesa.

Desde luego, la disciplina era férrea en Chakpori. Este nombre significa Montaña de Hierro. En la mayor parte de las lama serías había poca disciplina, ni siquiera una rutina. Los monjes podían trabajar u holgar, como quisieran. Quizás uno de cada mil deseara progresar, y éstos eran los únicos que llegaban a ser lamas, pues lama significa «superior» y esta palabra no se puede aplicar a todos los monjes. En cambio, en nuestra lamasería la disciplina era ferozmente estricta, íbamos a ser especialistas, dirigentes de nuestra clase, y se consideraba que para nosotros eran esenciales el orden y la disciplina más severos. A los muchachos no se nos permitía usar los hábitos blancos normales en los acólitos, sino que debíamos llevar las ropas rojas oscuras de los monjes admitidos. También teníamos unos monjescriados que se ocupaban en las funciones domésticas de la lamasería. A nosotros mismos se nos obligaba a ocuparnos por turno en las tareas domésticas.

Con ello se procuraba que no nos exaltásemos demasiado. Teníamos que recordar siempre el viejo mandato budista:

“Como tú eres el ejemplo, haz sólo el bien de los demás y no lescauses daño alguno. Ésta es la esencia de la enseñanza de Buda.”

Nuestro Abad, el larna Cham-pa La, era tan severo como mi padre y exigía una obediencia ciega e instantánea. Uno de sus dichos favoritos era:

«La lectura y la escritura son las puertas de todas las buenas cualidades»; de manera que nos hartamos de leer y de escribir.

CAPÍTULO QUINTO. MI VIDA DE CHELA.

Nuestro «día» comenzaba a medianoche en Chakpori. Cuando sonaba la trompeta de medianoche atronando los corredores débilmente iluminados salíamos rodando, medio dormidos aún, de nuestra cama de almohadones y buscábamos a tientas en la oscuridad nuestros hábitos. Todos dormíamos completamente desnudos, sistema habitual en el Tíbet, donde no hay falso pudor. Una vez puestas las túnicas y después de guardar nuestras cosas en la abullonada delantera de la parte superior, salíamos corriendo, bastante malhumorados, por los largos pasillos. Uno de nuestros mandamientos era:

«Más vale reposar con la conciencia tranquila que estarse sentado como Buda y rezar cuando se está de mal humor.» Yo esto no lo comprendía muy bien y con frecuencia me permitía pensar esta irreverencia: «¿Entonces, por qué no nos dejan descansar tranquilamente? ¡Esta broma de sacarnos del sueño a medianoche me irrita!» Pero nadie pudo aclararme aquel misterio y no me quedaba más remedio que ir con los otros al Vestíbulo de las Oraciones.

Allí, las innumerables lamparillas luchaban por filtrar sus débiles rayos por entre las movedizas nubes del humo de incienso. En esta vacilante luz llena de sombras temblorosas las gigantescas figuras sagradas parecían cobrar vida, inclinarse y balancearse al compás de nuestra salmodia.

Los centenares de monjes y niños se sentaban con las piernas cruzadas sobre los almohadones esparcidos por el suelo. Formábamos filas a todo lo largo del vestíbulo. En cada par de filas una quedaba frente a la otra, de modo que la primera y la segunda estaban cara a cara, la segunda y la tercera dándose la espalda, y así suces ivamente. Nuestras salmodias y cantos sagrados utilizaban escalas tonales especiales, ya que en Oriente se considera que los sonidos tienen un poder. Lo mismo que una nota musical puede romper un cristal, una combinación de notas puede constituir una energía metafísica. También se leía en el Kangyur. Era un espectáculo impresionante ver a estos centenares de hombres, con sus túnicas rojas y sus estolas doradas, balanceándose y salmodiando al unísono con el tintineo argentino de las campanillas y el latido de los tambores. Unas nubes azules de incienso se enroscaban en las rodillas de los dioses y de vez en cuando nos parecía, en aquella luz incierta, que una u otra de las enormes figuras nos miraban a los ojos.

El servicio religioso duraba aproximadamente una hora y luego regresábamos a nuestro lecho hasta las cuatro de la mañana. A las cuatro y cuarto comenzaba otro servicio. A las cinco desayunábamos tsampa y té con mantequilla. Ya en esta primera comida el Lector ronroneaba las sagradas palabras mientras el Disciplinario vigilaba a su lado para que ninguno de nosotros hablase ni se moviese. A esta hora era cuando nos transmitían las órdenes especiales o la información que tuviesen que darnos. Por ejemplo, podía haber algo que necesitaran en Lhasa y entonces decían durante el desayuno los nombres de los monjes que debían hacer el encargo. Se les daba permiso para ausentarse de la lamasería durante un cierto tiempo y de faltar, por tanto, a un determinado número de servicios religiosos.