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A las seis teníamos que estar en nuestras clases dispuestos para la primera sesión de estudio. La segunda de nuestras leyes tibetanas era:

«Cumplirás con tus deberes religiosos y estudiarás.» En la ignorancia de mis siete años no comprendía por qué debía obedecer esta ley cuando la quinta, «Honrarás a tus mayores y a los de elevada condición social», se incumplía con toda tranquilidad. Mi experiencia me había llevado a creer que había algo vergonzoso en ser de «elevada condición».

Desde luego, me habían hecho sufrir mucho por ese motivo. No se me ocurría entonces pensar que no es el linaje lo importante, sino lo que es la persona.

Asistíamos a otro servicio a las nueve de la mañana interrumpiendo nuestros estudios durante cuarenta minutos. Este descanso constituía un alivio para nosotros, pero a las diez menos cuarto teníamos que estar otra vez en clase. Empezábamos entonces con otra materia hasta la una de la tarde. Pero tampoco entonces podíamos comer; venía luego un servicio religioso de media hora y después nos daban por fin la tsampa y el té. Seguía una hora de trabajo manual para que nos ejercitáramos y aprendiésemos a ser humildes. A mí me tocaba siempre el trabajo más desagradable.

A las tres nos obligaban a descansar durante una hora. Era un descanso forzoso en que no podíamos hablar ni movernos. Debíamos permanecer tumbados e inmóviles. A todos nos fastidiaba esta hora porque era demasiado poco para dormir y demasiado para estarse sin hacer nada. ¡Con las cosas que podríamos haber hecho para divertirnos! A las cuatro, después de este reposo, volvíamos a clase. Esto era lo peor del día: cinco horas trabajando sin interrupción, sin poder salir de clase absolutamente para nada bajo la pena de los más terribles castigos. Nuestros profesores nos vapuleaban con sus recios bastones a la menor distracción y algunos de ellos se ensañaban violentamente.

A las nueve nos soltaban para tomar la última comida del día: otra vez té y tsampa. A veces -muy pocas- nos daban verduras, o sea unas rodajas de nabos o unos guisantes muy pequeños. Estaban crudos, pero nuestra hambre lo aceptaba todo. Nunca se me olvidará cuando, teniendo yo ocho años, nos dieron unas nueces. Me gustaban mucho y en casa solía comerlas con frecuencia. Insensatamente quise hacer un cambio con otro chico: yo le daría mi túnica de repuesto a cambio de sus nueces. El Disciplinario se enteró de aquello y me hicieron salir al centro del Vestíbulo y confesar mi pecado.

Como castigo por mi «codicia» me tuvieron sin beber ni comer durante veinticuatro horas. Y me quitaron mi túnica de repuesto basándose en que no me hacía falta, ya que no me había importado cambiarla por algo que no era esencial.

A las nueve y media nos fuimos a dormir en nuestros almohadones.

Nadie se retrasaba en esto. Creí que tantas horas de trabajo y de atención sostenida acabarían matándome o que caería dormido y jamás me volvería a despertar. Al principio los niños recién ingresados solíamos escondernos en algún rincón para dar unas cabezadas. Pero después de mucho tiempo me acostumbré a las muchas largas horas de estudio y rezos y el día no se me hacía tan largo.

Poco antes de las seis de la mañana, como estaba contando antes, me llevó el muchacho que me había despertado a la habitación del lama Mingyar Dondup. Aunque no llamé, me dijo que entrase. Su habitación era muy agradable, con sus magníficas pinturas murales, y otras pintadas en seda y colgadas en las paredes. Unas cuantas estatuillas adornaban unas mesas bajas.

Eran dioses y diosas de jade y oro. También colgaba de la pared una gran Rueda de la Vida. El lama se hallaba sentado en la postura de loto y ante él, en una mesa baja, tenía una pila de libros. Estaba estudiando cuando yo entré.

– Siéntate aquí conmigo, Lobsang -me dijo-, pues tenemos muchas cosas de que hablar, pero primero he de hacerte una pregunta de hombre a hombre: ¿has comido y bebido bastante? -Le aseguré que había comido y bebido muy bien y me encontraba satisfecho-. El señor Abad ha dicho que podemos trabajar juntos. Hemos averiguado cuál fue tu anterior encarnación, y era buena. Ahora queremos desarrollar de nuevo ciertos poderes y habilidades que tuviste en esa otra vida. Queremos que en pocos años poseas más sabiduría que la que pueda atesorar un lama en una larga vida. -Hizo una pausa y se estuvo mirándome un rato con extraordinaria atención. Tenía unos ojos muy penetrantes-. Todos los hombres deben escoger libremente su camino -prosiguió- y el tuyo será áspero y difícil por espacio de cuarenta años si escoges el camino que verdaderamente te corresponde, pero en tu próxima vida cosecharás grandes beneficios que te compensarán del esfuerzo realizado. Si eliges ahora un camino equivocado, tendrás en esta vida toda clase de comodidades y dulzuras, pero no desa rrollarás tu espíritu para el futuro. De ti depende.

Se calló y me miró intensamente.

– Señor -le dije-, mi padre me ha advertido que si fracasaba en esta lamasería no me permitiría volver a casa. ¿Cómo podría, pues, tener comodidades y dulzuras cuando ni siquiera dispondría de un hogar?

El lama, sonriéndose, me dijo:

– ¿Has olvidado ya que sabemos cuál fue tu anterior reencarnación?

Si eliges la senda equivocada, la senda de la dulzura, te instalarán en una lamasería como Encarnación Viva y a los pocos años serás Abad. Tu padre no le llamaría a eso un fracaso.

Algo que había en el tono de su voz me hizo preguntarle:

– ¿Y tú, lo considerarías como un fracaso, Maestro?

– Sí; sabiendo lo que sé, diría que habías fracasado.

– ¿Quién me enseñaría el camino?

– Si eliges el bueno seré tu Guía, pero la decisión depende por completo de ti y nadie podrá influir en ti.

Le miré y me gustó su aspecto. Era un hombre corpulento de vivos ojos negros. Un rostro franco con una despejada frente. Sí; podía fiarme de aquel hombre. Aunque sólo tenía siete años, mi vida había sido muy dura y en ella conocí a mucha gente; de modo que podía saber a simple vista si un hombre era bueno o malo.

– Señor -le dije-, querría ser discípulo tuyo y tomar el buen ca ino.

– Y añadí sin poderlo remediar-: ¡Pero de todos modos no me gusta trabajar tanto!

Se rió y su risa era profunda y confortante.

– Lobsang, Lobsang, a ninguno de nosotros le gusta un trabajo tan agotador, pero pocos de nosotros somos lo bastante sinceros para reconocerlo.

– Estuvo buscando algo entre sus papeles y después de leer unas líneas, añadió-: Tendremos que hacerte una pequeña operación en la cabeza para forzar tu clarividencia y luego vamos a acelerar hipnóticamente tus estudios.

Ya verás cuánto adelantas en metafísica y en medicina.

La perspectiva de un aumento de trabajo me sentó muy mal. Pensaba que ya había trabajado bastante en mis primeros siete años y por lo visto a partir de ahora no podría jugar con cometas ni con nada. El lama pareció adivinar mis pensamientos.

– sí, sí, jovencito. Más adelante podrás lanzar cometas, pero serán hombres en vez de cometas lo que tendrás que elevar. Bueno, primero hemos de hacerte un plan de estudios. -Estuvo leyendo otro rato sus papeles -. Veamos: de nueve a una… Sí, eso bastará al principio. Ven aquí todos los días a las nueve de la mañana en vez de asistir a los servicios religiosos y charlaremos de algunos temas interesantes. Empezaremos mañana mismo. ¿Tienes algún recado para tu padre y tu madre? Los veré hoy. ¡Voy a llevarles tu coleta!

Me quedé estupefacto. Cuando un niño era aceptado por una lamasería le cortaban la coleta, le afeitaban la cabeza y enviaban a sus padres la coleta como símbolo de que su hijo había sido admitido. Y ahora el lama Mingyar Dondup la entregaría personalmente a mis padres. Esto significaba que me había aceptado como «hijo espiritual» y que en adelante se encargaría personalmente de mi educación. Este lama era una persona muy importante, un hombre de gran talento y de gran fama en todo el Tíbet.