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En la lamasería teníamos una cárcel. No era un sitio agradable ni mucho menos, pero tampoco lo eran los condenados a permanecer en ella. Mi única experiencia de esta cárcel fue cuando tuve que atender a un preso que había enfermado. Estaba yo casi a punto de salir del monasterio cuando me llamaron de la cárcel. En el patio trasero había unos cuantos parapetos circulares de un metro de altura. Las grandes piedras que los formaban eran lo mismo de anchas que de largas. Estaban rematadas horizontalmente por barrotes de piedra del grosor de un muslo. Cubrían una abertura circular, un pozo de casi tres metros de diámetro. Cuatro monjes-policías levantaron la barra del centro y la apartaron. Uno de ellos se inclinó y tiró de una cuerda de pelo de yak a cuyo extremo había un nudo corredizo. Todo aquello me tenía muy escamado. «Ahora, Honorable lama médico -dijo el hombre-, si metes el pie en este lazo corredizo te bajaremos.» Obedecí bastante atemorizado.

«Necesitarás una luz, señor», dijo el monje -policía. Me pasó una antorcha encendida. Aumentó mi preocupación. Tuve que agarrarme a la cuerda, sostener la antorcha y evitar quemarme o que se incendiara la fina cuerda que me sostenía inverosímilmente. Pero conseguí descender a unos diez metros de profundidad a lo largo del muro circular que rezumaba agua hasta el asqueroso suelo de piedra. A la luz de la antorcha vi a un desgraciado de espantoso aspecto acurrucado contra el muro. Me bastó mirarlo para ver que estaba muerto, ya que no le vi aura. Recé por su alma, que estaría vagando entonces por entre los diversos planos de la existencia y cerré sus ojos alocadamente abiertos y vidriados. Grité para que me subieran.

Terminado mi trabajo les tocaba a su vez a los encargados de descuartizar el cuerpo. Pregunté qué crimen había cometido. Y me dijeron que había sido un mendigo vagabundo que llegó al monasterio pidiendo comida y alojamiento y que luego, por la noche, mató a un monje para robarle lo poco que poseía. Lo detuvieron mientras intentaba darse a la fuga y lo hicieron volver al lugar del crimen.

Pero todo esto es una digresión del incidente acaecido en mi primer intento de trabajar en la cocina.

Se me estaban pasando los efectos de las lociones refrescantes y me sentía como si me estuvieran arrancando la piel del cuerpo. Aumentaban las palpitaciones de la pierna y me parecía que me iba a estallar. En mi febril imaginación creí que dentro del boquete abierto en la pierna me habían metido una antorcha encendida. Pasaba el tiempo con una lentitud desesperante.

En el monasterio se oían muchos ruidos, unos desconocidos por mí y otros no. Me recorrían el cuerpo oleadas de horrible dolor. Yacía boca abajo, pero también tenía quemada la parte delantera del cuerpo. Las ascuas me habían hecho muchas quemaduras por todo el cuerpo. De pronto sentí que alguien se sentaba a mi lado. Una voz amable y compasiva, la del lama Mingyar Dondup, me dijo:

– Amiguito, esto es sufrir ya demasiado. Tienes que dormir.

Y sus dedos suaves me recorrían la espina dorsal. Era un roce delicado y constante. Al poco tiempo me había dormido.

Me daba en los ojos un sol pálido. Me desperté guiñando los ojos y en la semiinconsciencia del despertar creí que alguien me estaba apaleando por haber dormido demasiado. Sin recordar en absoluto el accidente, fui a levantarme de un brinco y caí de nuevo sobre los almohadones con un dolor espantoso. ¡Mi pierna! Una voz calmante me aconsejaba:

– Estáte quieto, Lobsang. Hoy será para ti un día de completo reposo.

Volví la cabeza con dificultad y vi con gran asombro que estaba en la habitación del lama y que él se hallaba sentado junto a mí. Al ver mi expresión sonrió.

– ¿De qué te asombras? ¿No es lo más natural que dos amigos estén juntos cuando uno de ellos se encuentra enfermo?

– Pero usted es un lama principal, y yo no soy más que un niño- respondí con voz muy débil.

– Lobsang, tú y yo hemos pasado mucho tiempo juntos en vidas anteriores.

Todavía no estás en condiciones de recordarlo; pero yo sí sé que éramos muy amigos en nuestras últimas encarnaciones. En fin, lo importante ahora es que descanses y recuperes tus energías. No te preocupes: vamos a salvarte la pierna.

Pensé en la Rueda de la Existencia y en las palabras de las Escrituras budistas:

«La prosperidad del hombre generoso nunca falla, mientras que el mísero no encuentra alivio. Que el hombre poderoso se muestre generoso con el suplicante y que mire el largo camino de las vidas. Porque las riquezas giran como las ruedas de un carro y unas veces van a parar a unos y otras a otros. El mendigo de hoy es el príncipe de mañana, y el príncipe de hoy puede reencarnar en un mendigo.» Me resultaba evidente, incluso a mis siete años, que el lama encargado de guiarme era un hombre bueno y que sacaría a la luz mis mejores facultades.

Estaba claro que conocía muchísimo de mí, mucho más que yo mismo.

Sentía ya impaciencia por empezar mis estudios con él y decidí ser su mejor discípulo. Me daba cuenta de que existía una gran afinidad entre nosotros y me asombraba cómo el Destino me había llevado hasta él.

Volví la cabeza para mirar por la ventana. Me habían colocado los almohadones sobre una mesa para que pudiera mirar hacia afuera. Me resultaba muy extraño no estar tendido en el suelo, si no a más de un metro de él. Mi infantil imaginación me comparaba a un pájaro en un árbol. Desde allí se veía mucho. A lo lejos, por encima de los tejados más bajos, distinguía la ciudad de Lhasa extendida al sol. Unas casitas disminuidas por la distancia, con sus colores tan delicados; las aguas tortuosas del río Kyi, que fluían por el valle encajonadas entre masas de hierba de un verde intensísimo…

Cerraban el horizonte unas montañas amoratadas rematadas por una franja de reluciente nieve. Las estribaciones más próximas estaban salpicadas por los monasterios de dorados tejados. A la izquierda se elevaba el Potala con su inmensa masa de edificios que formaba como una pequeña montaña. Un poco a nuestra derecha, el bosquecillo de donde emergían templos y colegios. Allí vivía el Oráculo del Estado del Tíbet, personaje muy importante cuya sola tarea consistía en poner en contacto el mundo material con el inmaterial. Abajo, en el patio que se dominaba desde mi ventana, paseaban monjes de todas las categorías. Algunos llevaban unos hábitos de color castaño oscuro: eran los monjes-obreros. Un pequeño grupo de muchachos iban vestidos de blanco: eran monjes estudiantes que habían llegado de una lejana lamasería. Pero también había monjes de rangos más elevados, vestidos con túnicas de rojo vivo o moradas. Estos últimos llevaban a veces estolas doradas para indicar que pertenecían también a la Alta Administración. Algunos llegaban montados en caballos. Los seglares montaban en animales de color, mientras que los sacerdotes sólo podían utilizar los blancos. Todo esto me sacaba de mi problema inmediato, que era ponerme bien y poder andar de nuevo.

A los tres días decidieron que me levantara y procurase andar. Me dolía aún muchísimo la pierna. La tenía muy hinchada y me perjudicaban mucho las escamas de orín que no habían conseguido quitarme. Tuvieron que hacerme unas muletas y con ellas avanzaba dificultosamente. Parecía un pájaro herido. En todo el cuerpo seguían molestándome las quemaduras y ampollas, pero el intenso dolor de la pierna le quitaba importancia a todo lo de más. Me era imposible sentarme. Tenía que echarme del lado derecho o de cara. Naturalmente, no podía asistir a los servicios religiosos ni a las clases, de modo que mi Guía, el lama Mingyar Dondup, me enseñaba todo el tiempo. Estaba muy satisfecho de lo mucho que yo había aprendido en tan pocos años y me dijo…

– Pero ten en cuenta que gran parte de estos conocimientos los recuerdas inconscientemente de tu última encarnación.