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CAPÍTULO SEXTO. VIDA EN LA LAMASERÍA.

Pasaron dos semanas y las quemaduras estaban ya mucho mejor. La pierna me molestaba todavía mucho, pero mejoraba poco a poco. Pregunté si podría hacer la misma vida que antes. Me lo permitieron, pero autorizándome para sentarme como buenamente pudiera o tumbarme boca abajo.

Desde luego la invalidez de mi pierna me impedía sentarme en lo que llamamos en el Tíbet la actitud del loto.

Precisamente la tarde en que reanudé mi vida normal -es decir, la que hacía antes del accidente- me tocaba a mí de turno en la cocina. Me encargaron llevar en una pizarra la cuenta del número de sacos de cebada que tostaban. La cebada estaba extendida en un suelo de tierra humeante, calentado por el horno del sótano donde yo me había quemado. Se esparcía la cebada por igual y se cerraba la puerta. Mientras se tostaba esa cantidad corríamos por un pasillo hasta una habitación donde triturábamos la cebada ya tostada. Había un gran recipiente de piedra de forma cónica y de unos dos metros y medio por su parte más ancha. Su superficie interna estaba rayada y picada para contener los granos de cebada, mientras una gran piedra, también en forma cónica, encajaba en el recipiente. Esta piedra se movía por un eje muy gastado ya por los años, en cuyo extremo superior había unos palos horizontales, como los radios de una rueda que no tuviese aro.

La cebada tostada era vertida en el recipiente y entre los monjes y los chicos movíamos los radios del eje para hacer girar la piedra, que pesaba muchas toneladas. Lo más difícil era ponerla en movimiento, pero una vez en marcha no resultaba demasiado difícil. Para hacernos más llevadera la tarea, cantábamos a la vez que pesábamos. ¡Allí me permitían cantar cuanto quisiera! Pero lograr que se pusiera en movimiento la rueda era espantoso.

Todos tenían que echar el resto de sus energías y una vez en marcha debíamos cuidar de que no se detuviera. A medida que por el agujero que había en el fondo salía el grano molido, íbamos echando más cebada tostada por arriba. Llevábamos de nuevo lo molido al suelo de piedra caliente y lo volvíamos a tostar. Esta era la base de la tsampa. Todos nosotros llevábamos una provisión de tsampa para toda la semana o, mejor dicho, tenía mos la cebada tostada y molida. A las horas de comer vertíamos un poco de ella, de nuestras bolsas de cuero, en las escudillas. Le añadíamos té con manteca, hacíamos la masa con los dedos y la comíamos.

Al día siguiente tuve que ayudar a hacer el té. Nos llevaron a otra parte de las cocinas donde había un enorme caldero que habían limpiado con arena y brillaba como metal nuevo. A primera hora del día lo habían llenado a la mitad con agua y ahora estaba hirviendo. Nuestra labor consistía en coger los «ladrillos» de té y deshacerlos y partirlos. Cada «ladrillo» pesaba de catorce a dieci séis libras y había llegado a Lhasa pasando por los puertos montañosos desde China y la India. Los trozos deshechos eran arrojados al agua hirviendo. Un monje echaba un gran bloque de sal y otro vertía en el caldero una cierta cantidad de soda. Cuando todo esto hervía de nuevo, añadíamos una gran cantidad de manteca clarificada y todo ello seguía hirviendo durante unas horas. Esta mezcla era muy alimenticia y bastaba con la tsampa para alimentar a una persona. Siempre había té caliente y cuando un caldero se iba gastando se preparaba otro. Lo peor de la preparación del té era mantener el fuego. A la boñiga de yak, que empleábamos como combustible en vez de madera, se le daba una forma aplastada. Había una reserva casi inagotable de estiércol. Cuando se echa al fuego produce un humo de un olor horrible que lo ennegrece todo y acaba convirtiendo a la madera en ébano, y los rostros expuestos a este humo durante mucho tiempo acaban también ennegreciéndose.

Si teníamos que ayudar en estas labores no era por escasez de mano de obra, sino para que no hubiera demasiada separación de clases. En el Tíbet creemos que el único enemigo es el hombre a quien no conocemos; basta trabajar junto a un hombre, hablar con él y tratarlo para que deje de ser un enemigo. Es una costumbre arraigada entre nosotros que un día al año renuncien las autoridades a su poder y que cualquier subordinado pueda de cirles todo lo que piensa de ellas: si un Abad ha sido excesivamente duro durante el año se le puede decir ese día, y, si la crítica es justa, el Abad no podrá hacer absolutamente nada para perjudicar al subordinado que ha dicho lo que pensaba. Es un sistema que da muy buenos resultados y del que nunca se abusa. Es una gran arma de justicia contra los poderosos y proporciona a las clases humildes la satisfacción de poder dar su opinión.

Había mucho que estudiar en clase. Nos sentábamos en filas. Cuando el profesor nos explicaba algo o leía o escribía en la pizarra colgada en la pared, se volvía hacia nosotros. Pero cuando trabajábamos estudiando las lecciones, se ponía detrás de nosotros al fondo de la clase y ninguno se atrevía a distraerse por miedo a que el profesor se estuviera fijando en él.

Llevaba un buen palo que no vacilaba en emplear contra cualquier parte de nuestro cuerpo, la primera que se le pusiera al alcance: hombros, brazos, espalda, o… el sitio más indicado.

Estudiábamos muchas matemáticas, porque era ésta una asignatura esencial para la astrología. Nuestra astrología no es ni mucho menos adivinatoria o de arte de magia, sino que se basa en principios científicos. A mí me exigían muchos conocimientos astrológicos porque son necesarios para la medicina. Es mejor aplicar a cada persona el tratamiento que requiere su tipo astrológico en vez de creer que porque un tratamiento ha dado resultado con una persona puede curar también a otra. De las paredes pendían grandes cartas astrológicas y otras donde aparecían pintadas las diferentes clases de hierbas medicinales. Estos cuadros eran cambiados todas las semanas.

Se nos exigía que conociésemos todas las plantas por su aspecto.

Más adelante nos llevaron en excursiones para coger y preparar estas hierbas, pero no nos permitían realizar este trabajo práctico hasta que no conocíamos a primera vista todas las variedades de plantas. Estas exp ediciones en busca de hierbas, que solían realizarse en el otoño, las acogíamos con gran regocijo, ya que representaban un descanso en la rutina de la vida monástica.

A veces nos pasábamos tres meses seguidos en las montañas, junto a las nieves eternas y a una altitud de más de seis mil metros, donde las grandes capas de hielo eran interrump idas por inesperados valles verdes gracias a los manantiales de agua caliente. Esta es una experiencia que seguramente no puede disfrutarse en ninguna otra parte del mundo. En una distancia de cincuenta metros se puede pasar de una temperatura de cuarenta grados Fahrenheit bajo cero a otra de 100 grados Fahrenheit sobre cero.

Esta zona sólo la habían explorado algunos de nuestros monjes.

Nuestra instrucción religiosa era intensiva. Todas las mañanas teníamos que recitar las Leyes y los Pasos del Camino de Enmedio. He aquí las Leyes:

1. Tener fe en los dirigentes de la lamasería y en los de nuestro país.

2. Cumplir con los deberes religiosos y estudiar todo lo humanamente posible.

3. Honrar a nuestros padres.

4. Respetar a los virtuosos.

5. Honrar a los mayores y a los de elevada condición social.

6. Hacer todo lo que se pueda en beneficio de la Patria.

7. Ser honrado y verídico en todo.

8. Preocuparse por los amigos y parientes.

9. Hacer el mejor uso del alimento y de la riqueza.

10. Seguir el ejemplo de los que son buenos.

11. Ser agradecido y corresponder a la amabilidad de los otros.

12. Dar en todas las cosas la medida justa.