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13. No ser celoso ni envidioso.

14. No escandalizar.

15. Ser moderado en palabras y actos y no dañar a otros.

16. Soportar el sufrimiento y la desgracia con paciencia y humildad.

Se nos decía constantemente que si todos obedecieran estas Leyes no habría luchas ni desarmonía en el mundo. Nuestro monasterio se distinguía por su austeridad y por el rigor con que se preparaba a los acólitos. Los monjes trasladados de otras lamaserías se cansaban al poco tiempo de tanta severidad y se marchahan en busca de un monasterio menos rígido. A éstos los considerábamos como unos fracasados, mientras que nosotros constituíamos la élite. En muchas otras lamaserías no había servicios religiosos nocturnos: los monjes se acostaban al anochecer y se levantaban al alba durmiendo tranquilamente todo ese tiempo. Esa vida nos parecía de una comodidad casi afeminada, y aunque a veces protestábamos entre dientes por la dureza de nuestra vida, más habríamos protestado si nos hubieran cambiado el plan de vida. El primer año, sobre todo, fue durísimo. Luego llegó el momento de eliminar a los fracasados. Para resistir las excursiones a las montañas heladas en busca de hierbas había que ser de una extraordinaria fortaleza física. Es natural que nuestros dirigentes decidieran prescindir de los débiles para que no desanimaran a los demás. Durante el primer año no tuvimos ni un momento de asueto: nada de juegos ni distracciones propias de chicos. El tiempo que estábamos despiertos lo ocupaban por completo el estudio y toda clase de trabajos.

Una de las cosas que hoy he de agradecer más es cómo me enseñaron a aprenderme las cosas de memoria. La mayoría de los tibetanos tienen buena memoria, pero los que nos preparábamos para monjes-médicos teníamos que saber los nombres y la descripción exacta de un gran número de hierbas, así como conocer todas las combinaciones que podían hacerse con ellas y la manera de usarlas. También teníamos que saber mucho de astrología y poder recitar de memoria todos los textos sagrados. En el Tíbet se ha desarrollado a través de los siglos un curioso método mnemotécnico.

Imaginábamos que nos hallábamos en una habitación en cuyas paredes se alieneaban miles y miles de cajones. En cada cajón había una etiqueta claramente escrita y las palabras de cada etiqueta podían leerse con toda facilidad desde el lugar donde estábamos. Teníamo s que clasificar todo lo que nos iba diciendo el profesor, y nos habían enseñado a imaginar que abríamos el cajón apropiado y archivábamos en él el dato que acabábamos de oír. Lo importante era que visualizásemos con toda claridad tanto el dato como la exa cta localización del cajón. No se necesita demasiado entrenamiento para entrar -imaginativamente- en esa habitación, abrir el cajón correspondiente, sacar el dato requerido, así como todos los demás que con él se relacionen.

Nuestros profesores daban una gran importancia a la mnemotecnia.

Inesperadamente nos hacían preguntas sólo para probarnos la memoria.

Eran preguntas desconcertantes, sin la menor relación una con otra, para que no pudiésemos seguir una pista. Muchas veces nos pedían que les recitásemos pasajes de los Libros Sagrados y nos interrumpían bruscamente para preguntarnos algo sobre determinada hierba. Olvidarse de algo implicaba un severo castigo. Entre nosotros, el olvido era la más imperdonable de las faltas y se castigaba con tremendas palizas. No se nos daba mucho tiempo para contestar. Por ejemplo, el profesor decía súbitamente: «Muchacho, vas a decirme ahora mismo la quinta línea de la página octava del séptimo volumen del Kan Kan-gyur. Abre el cajón ahora mismo; ¿qué lees?» No responder a los diez segundos era igual que si no se hubiese recordado.

A los diez segundos la paliza era segura y más valía no intentar evitarla porque si, por ejemplo, se daba la respuesta a los quince segundos y se cometía algún error, entonces los palos eran más abundantes y fuertes.

Sin embargo, debo reconocer que este sistema mnemotécnico es formidable.

Téngase en cuenta que no podíamos llevar libros de consulta de un lado para otro. Nuestros libros suelen ser de un metro de longitud y cerca de medio metro de altura con sus enormes hojas de papel muy grueso sueltas y sujetas por dos pesadísimas tapas de madera labrada. Más adelante habría yo de alegrarme de haber adquirido ese dominio de la memoria.

Durante los primeros doce meses no nos permitieron salir del monasterio.

A los que salieron les cerraron la puerta para siempre. Ésta era una de las normas de Chakpori, porque la disciplina era tan rígida que se temía que la menor interrupción le quitase al acólito las ganas de regresar. Confieso que si yo hubiera tenido algún sitio adonde ir no habría resistido a la tentación de escaparme al principio. Pero después del primer año estábamos ya acostumbrados a la implacable disciplina.

El trabajo constante y la prohibición de todo juego servía más que nada para seleccionar a los acólitos. Los débiles no podían resistirlo. Pero los demás, al cabo de unos cuantos meses, habíamos olvidado ya que existían juegos en el mundo. Desde luego, practicábamos ciertos deportes, pero era sólo como un trabajo más y para que nos sirvieran de algo útil más adelante.

Por ejemplo, andábamos en zancos, deporte que yo había practicado cuando vivía en mi casa. Empezamos empleando zancos que nos elevaban por encima de la altura de nuestra cabeza y nos los iban aumentando a medida que adquiríamos mayor soltura. Sobre ellos andábamos por los patios, mirando por las ventanas y alborotando mucho. No utilizábamos ningún palo equilibrador y cuando queríamos estarnos en un mismo sitio nos balanceábamos rítmicamente para conservar el equilibrio. Casi nunca nos caía mos. Luchábamos en grupos, sobre los zancos, en equipos de diez que se alineaban separados por unos treinta metros. Al darse una señal, cada uno de los equipos se lanzaba contra el otro, prorrumpiendo en gritos salvajes para asustar a los demonios del cielo e impedir que intervinieran en la lucha.

Como he dicho, yo estaba entre chicos mucho mayores y fuertes que yo, lo cual me daba una ventaja en la lucha con zancos. Los demás se movían pesadamente, mientras que yo, con mi menor estatura y con zancos más bajos, me colocaba por entre ellos y tiraba de un zanco, empujaba de otro y así iba tumbando varios enemigos.

También usábamos los zancos para cruzar los ríos. Recuerdo una vez que quise cruzar una corriente con unos zancos de dos metros. Era un río profundo ya desde la orilla. Me senté en el borde y metí en el agua las piernas con los zancos puestos. El agua me llegaba hasta las rodillas y en cuanto di unos pasos me llegó a la cintura. Entonces oí unos pasos que corrían.

Un hombre se detuvo en la orilla, me miró y, seguramente, al ver que el agua sólo me llegaba a la cintura, pensó: “No hay profundidad, ya que este niño puede vadearlo tan fácilmente.” Y se metió en el agua con decisión.

Al instante el hombre desapareció por completo. El desgraciado consiguió salir a la superficie y agarrarse a la orilla. Estaba furioso y profería contra mí unas amenazas tan terribles que se me helaba la sangre. Llegué hasta la otra orilla y nunca he corrido con tanta rapidez en zancos.

Uno de los peligros de usar zancos se debía al viento que siempre sopla en el Tíbet. A veces con la excitación de la lucha nos olvidábamos del viento y de la necesidad de protegerse detrás de algún muro. De pronto una ráfaga nos levantaba los hábitos y cegándonos con ellos, nos hacía caer a todos en un revoltijo de brazos, piernas y zancos. Pero muy rara vez se lastimaba alguien. Nuestra práctica del judo nos había enseñado a caer sin causarnos daño. Desde luego, salíamos con arañazos y despellejaduras, pero aquello era una insignificancia para nosotros. Claro está que siempre había alguno de esos que son capaces de tropezar con su sombra y se partía un brazo o una pierna.

Recuerdo a un chico que daba unos fantásticos saltos mortales con los zancos puestos. Yo también aprendí a saltar con zancos, pero la primera vez que lo intenté me di una caída fenomenal. Aquel muchacho se apoyaba en el extremo de los palos, sacaba los pies de los soportes, daba una vuelta completa de campana y volvía a poner los pies en los salientes sin que le cayeran los zancos. Lo hacía una y otra vez y nunca fallaba, y para ello no se detenía ni interrumpía el ritmo de su marcha. Lo hacía, de un modo inverosímil, conforme iba andando. Yo la primera vez que lo intenté, rompí los soportes de los pies, pero es que estaban mal clavados.