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Cuando iba a cumplir mi octavo aniversario, me llamó el lama Mingyar Dondup y me dijo que los astrólogos habían predicho que el día siguiente de mi cumpleaños sería el más indicado para “abrirme el Tercer Ojo”. Esta noticia no me atemorizó porque sabía que mi amigo estaría junto a mí y confiaba en él plenamente. Como tantas veces me había dicho, cuando tuviese abierto el Tercer Ojo podría ver a la gente tal como de verdad es. Para nosotros el cuerpo no era más que una cáscara o caparazón animado por la auténtica personalidad de cada cual, el Superser, que toma las riendas cuando uno se duerme o se muere. Creemos que el hombre está colocado en su deleznable cuerpo físico sólo para que aprenda y progrese.

Durante el sueño regresa el hombre a otro plano de existencia. El espíritu se aparta del cuerpo físico y sale flotando en cuanto llega el sueño. El espíritu mantiene su contacto con el cuerpo fisico por medio de un «cordón de plata» que no se rompe hasta el momento de la muerte. Y nuestros ensueños, mientras estamos dormidos, son vivencias que se realizan en el plano espiritual del sueño. Cuando el espíritu regresa al cuerpo, el choque del despertar desquicia la memoria onírica a no ser que esté entrenado especialmente.

Por eso a la gente le parece disparatado el mundo de los ensueños.

Pero me referiré a esto con mayor extensión cuando relate mi propia experiencia en este campo.

El aura que rodea el cuerpo y que cualquier persona, bajo las adecuadas condiciones, puede aprender a ver, no es más que un reflejo de la Fuerza Vital que arde en él. Creemos que esta energía es eléctrica lo mismo que el rayo. En Occidente los hombres de ciencia pueden ya medir y registrar las ondas eléctricas cerebrales. Lo cual deben recordar quienes se burlan de estas cosas y tampoco debe olvidarse la corona solar. Las llamas del disco solar salen de él y cubren una distancia de millones de kilómetros. Corrientemente no vemos esta corona, pero cuando hay un eclipse total es muy fácil de verla. En verdad no importa que la gente lo crea o no. La incredulidad no extinguirá la corona solar. Allí sigue. Y lo mismo sucede con el aura humana. En cuanto se abriese mi Tercer Ojo, podría yo ver esta aura entre otras cosas.

CAPÍTULO SÉPTIMO. LA APERTURA DEL TERCER OJO.

Llegó mi cumpleaños y me dejaron todo el día libre, sin clases ni deberes religiosos. Por la mañana temprano me dijo el lama Mingyar Dondup:

«Diviértete hoy cuanto quieras, Lobsang. Al oscurecer vendremos a verte.» Lo pasé muy bien tendido al sol, sin ocuparme ni preocuparme por nada. Allá lejos lucían los tejados del Potala. Detrás de mí las aguas azules del Norbu Linga, o Parque de la Joya, me hacían desear una lancha para bogar por ellas. Al Sur un grupo de mercaderes cruzaba el Kyi Chu en el transbordador. ¡Con qué rapidez pasó el día!

Al oscurecer fui a la pequeña habitación donde me habían citado. Poco después oí el murmullo de las suaves botas de fieltro sobre el suelo de piedra y entraron en mi habitación tres lamas del más alto grado. Me pusieron en la cabeza una compresa de hierbas que sujetaron fuertemente con una venda. Allí me dejaron y ya anochecido volvieron los tres. Uno de ellos era el lama Mingyar Dondup. Me quitaron cuidadosamente la venda y la compresa y me limp iaron y secaron la frente. Un lama forzudo se sentó detrás de mí y me apretó la cabeza entre sus rodillas. El segundo lama abrió la caja y sacó un instrumento de reluciente acero, una especie de lezna, pero hueca y con la punta en forma de diminuta sierra. El lama se quedó unos minutos mirando el instrumento y luego lo pasó por la llama de una lámp ara para esterilizarlo. El lama Mingyar me cogió las manos y me dijo:

– Esto es muy doloroso, Lobsang, pero sólo puede hacerse hallándose en tu pleno conocimiento. No durará mucho; de modo que procura estarte lo más quieto que puedas.

Siguieron sacando y preparando instrumentos y una colección de lociones de hierbas. Pensé: «En fin, Lobsang, de todos modos acabarán contigo antes o después. Nada puedes hacer… Como no sea estarte quieto.» El lama que tenía en la mano el instrumento de acero miró a sus compañeros y dijo:

– Empecemos ya, pues el sol acaba de ocultarse.

Aplicó el instrumento al centro de mi frente y empezó a hacer girar el mando. Al principio tuve la sensación de que me estaban pinchando con espinas. Luego me pareció que el tiempo se había detenido. A medida que los pinchos penetraban en la piel y en la carne, no sentía dolor alguno. Sólo me sobresalté cuando el acero tropezó con el hueso. El lama siguió apretando y movió el instrumento levemente para que los dientecillos de acero royeran el hueso frontal. No sentía ningún dolor agudo, sino algo semejante al dolor de cabeza corriente. No hice movimiento alguno. Estando delante de Mingyar Dondup habría preferido morir a moverme o lanzar un gemido.

Aquel hombre tenía fe en mí, y yo en él. Estaba convencido de que cuanto hacía o decía era acertado. Me miraba fijamente con las facciones contraídas.

De pronto hubo un ruidito y el instrumento penetró en el hueso. Inmediatamente detuvo el lama su movimiento y sostuvo con firmeza el instrumento, mientras el lama Mingyar Dondup le pasaba una pequeñísima astilla de madera, muy limpia, que había sido tratada con hierbas y fuego para hacerla tan dura como el acero. Esta cuña, metida en el interior del instrumento fue penetrando por el agujero que me habían abierto en la cabeza. El lama-cirujano se apartó un poco para que el lama Mingyar Dondup pudiera ponerse también frente a mí. Entonces, a una señal de este último, el cirujano fue empujando aún más la cuña con infinitas precauciones. De pronto sentí una extraña sensación como si me hicieran cosquillas en el puente de la nariz; después me pareció oler sutiles aromas que no podía identificar.

También pasó esta impresión y luego me pareció que me estaban empujando o que yo empujaba contra un velo elástico. De pronto se produjo un fogonazo cegador y en aquel mismo instante el lama Mingyar Dondup dijo:

– ¡Alto!

Durante un momento sentí un dolor muy intenso que fue disminuyendo y desapareció por completo. En el momento máximo de dolor había visto como una llamarada blanca que luego fue sustituida por espirales de color y glóbulos de humo incandescente. Me quitaron con todo cuidado el instrumento de metal, pero me dejaron dentro el trocito de madera que no me quitarían hasta pasadas dos o tres semanas y hasta entonces tendría que permanecer en aquella habitación en una oscuridad casi absoluta. Nadie podría verme, excepto los tres lamas, que seguirían dándome instrucciones cada día. Hasta que me extrajesen la cuña apenas comería ni bebería. Después de vendarme la cabeza para que no se moviese la cuña, se volvió hacia mí el lama Mingyar Dondup y me dijo:

– Ya eres uno de nosotros, Lobsang. Durante toda tu vida verás a las personas como son y no como pretenden ellas ser.

Fue para mí una extraña experiencia ver a aquellos hombres como envueltos en una llama dorada. Hasta más adelante no supe que sus auras eran doradas a causa de la vida tan pura que llevaban y que las de la mayoría de la gente tenían un aspecto muy diferente.

A medida que este nuevo sentido se me fue desarrollando, gracias al entrenamiento intensivo a que me sometieron los tres lamas, fui observando que hay otras emanaciones que se extienden más allá del aura más íntima.

Con el tiempo pude adivinar el estado de salud de una persona por el color e intensidad de su aura. También pude saber cuándo decían verdad o mentira, según fluctuaran las auras. Pero no sólo el cuerpo humano era el objeto de mi clarividencia. Me dieron un cristal que aún poseo y en cuyo uso he adquirido una gran práctica. Nada hay de magia en las tan conocidas bolas de cristal. Sólo son instrumentos como un microscopio o un telescopio que, gracias a las leyes naturales, nos permiten ver los objetos normalmente invisibles. Ese cristal sólo sirve de foco para el Tercer Ojo y con él se puede penetrar en el inconsciente de una persona o registrar el recuerdo de ciertos hechos. El cristal debe adaptarse al individuo que lo usa. Algunas personas trabajan mejor con un cristal de roca y otros prefieren la bola.