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«Su Santidad está muy interesada y desea hablar con él a solas.» Mi Guía se volvió hacia mí y dijo:

– Tienes ya que entrar, Lobsang. Te enseñaré el camino y luego entrarás tú solo, figurándote que estás ensayando como lo hicimos toda esta semana.

Me echó un brazo por los hombros y me llevó hasta otra puerta mu rmurando:

– No debes asustarte. Todo saldrá bien. Entra.

Me dio un empujoncito muy suave y se quedó a la expectativa. Pasé por aquella puerta y allá, al fondo de una larga estancia, se encontraba el Más Profundo, el decimotercero Dalai Lama.

Estaba sentado en un almohadón de seda de color azafrán. Vestía como un lama corriente, pero llevaba en la cabeza un alto sombrero amarillo, con unas orejeras que le llegaban hasta los hombros. Acababa de dejar un libro que estaba leyendo. Inclinando la cabeza, avancé con calma hasta que me situé a metro y medio de los pies del Santo de los Santos y luego me arrodillé e hice tres reverencias. El lama Mingyar Dondup me había entregado el pañuelo de seda al entrar y ahora lo coloqué sobre los pies del más Profundo. Se inclinó hacia mí y me puso su pañuelo sobre las muñecas en vez de ponerlo, como era habitual en estos casos, en torno al cuello. La emoción me quitaba las energías, pero tuve que retroceder hasta el almohadón más próximo. Una ojeada rapidísima me había revelado que estaba muy lejos, junto a la pared. El Dalai Lama habló por primera vez:

– Esos almohadones están demasiado lejos para que llegues a ellos andando hacia atrás. Vuélvete y tráete aquí uno para que podamos hablar.

Así lo hice y volví en seguida con un almohadón. El Dalai Lama me dijo:

– Ponlo aquí, frente a mí, y siéntate.

Le obedecí, y él prosiguió:

– Ahora, jovencito, sabrás que he oído contar cosas muy notables de ti. Eres clarividente de nacimiento y te han aumentado ese poder abriéndote el Tercer Ojo. Tengo los datos de tu última encarnación y también he leído las predicciones de los astrólogos. Al principio pasarás una época muy difícil, pero acabarás triunfando. Viajarás por muchos países extranjeros, países de los que ni siquiera has oído hablar. Verás la destrucción y la muerte y una crueldad que no puedes ni imaginar. El camino será largo y áspero, pero el triunfo llegará al fin como está predicho.

No sé por qué me decía eso, pues ya lo sabía yo; lo sabía en todos sus detalles desde que tenía siete años. Sabía que estudiaría medicina y cirugía en el Tíbet y luego iría a China y volvería a estudiar las mismas materias.

Pero el Más Profundo seguía hablándome: me advertía que nunca debía manifestar mis poderes ocultos ni hablar del yo ni del alma cuando estuviera en el mundo occidental.

– He estado en la India y en la China -dijo el Dalai Lama-, y en esos países se puede hablar de las Grandes Realidades. En cambio, he conocido también muchas personas de Occidente y sus valores no son los nuestros. Es gente que adora el comercio y el oro. Sus hombres de ciencia dicen: «Muéstranos tu alma. Enséñala, que vamos a cogerla, a pesarla, y a probarla con reacciones químicas. Dinos cuál es la estructura molecular de tu alma. Pruebas, pruebas, necesitamos pruebas.» Eso te dirán, sin saber que su actitud negativa de la suspicacia destruye toda posibilidad de obtener las pruebas que desean. Pero, en fin, ahora tomaremos el té.

Golpeó levemente un gong y dio una orden al lama que se presentó.

En seguida trajeron té y unos alimentos especiales que habían importado de la India. Mientras tomábamos el té y comíamos, me contó el Más Profundo cosas de la India y de China. Insistió en que yo debía estudiar con todas mis fuerzas y dijo que iba a asignarme profesores especiales. No pude contenerme y exclamé:

– ¡Oh, nadie puede saber tanto como mi Maestro, el lama Mingyar Dondup!

El Dalai Lama me miró y luego echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas. Es muy probable que nadie le hubiera hablado como yo. Seguro que ningún otro chico de ocho años se había atrevido a tanto. Por lo visto, le parecía muy bien mi audacia.

– ¿De modo que tienes tan buena opinión de Mingyar Dondup? Dime de verdad lo que piensas de él, gallito de pelea.

– Señor -repliqué-, me has dicho que poseo una clarividencia excepcional.

Pues bien, Mingyar Dondup es la mejor persona que he visto en mi vida.

El Dalai Lama volvió a reírse y llamó con un gong.

– Que venga Mingyar -dijo al lama que se presentó.

Entró Mingyar Dondup e hizo las reverencias rituales.

– Trae un almohadón y siéntate, Mingyar -dijo el Dalai Lama-. Este chico que has traído acaba de dar su opinión sobre ti y estoy de completo acuerdo.

El lama Mingyar Dondup se sentó junto a mí, y el Dalai Lama continuó:

– Has aceptado toda la responsabilidad por la educación de Lobsang Rampa. Dirígela como quieras y pídeme las autorizaciones que necesites.

Veré al chico de vez en cuando. -Y volviéndose a mí, me dijo-: Jovencito, has escogido bien. Tu Guía es un viejo amigo mío y un verdadero Maestro de lo Oculto.

No habló mucho más. Luego se levantó, se inclinó levemente para despedirse y salió del Salón. Vi que el lama Mingyar Dondup estaba muy satisfecho de mí y de la buena impresión que había hecho. Me dijo:

– Permaneceremos aquí unos cuantos días y exploraremos algunas de las partes menos conocidas de estos edificios. Hay corredores y habitaciones que no se han abierto en los pasados doscientos años. En ellas aprenderás mucha historia tibetana.

Uno de los lamas -en la residencia del Dalai Lama no había ningún monje de categoría inferior- se acercó y dijo que cada uno de nosotros tenía preparada una habitación en la parte más alta del edificio. Nos llevó a ellas y me quedé admirado de la vista que se abarcaba desde allí. Se veía toda Lhasa y una gran extensión de llanura. El lama habló así:

– Su Santidad ha ordenado que andéis con toda libertad por donde queráis. No se os cerrará ninguna puerta.

El lama Mingyar Dondup me aconsejó que descansara un rato. La cicatriz de mi pierna izquierda me dolía todavía mucho y tenía que andar cojeando un poco. Al principio se temió que me quedase esta cojera. Descansé durante una hora y luego entró mi Guía trayéndome té y comida.

– Es hora de que llenes algunos de tus huecos, Lobsang. Aquí comen bien; mejor será que nos aprovechemos.

Desde luego no necesitaba que me estimularan mucho a comer. Cuando terminamos, mi Guía me llevó a otra habitación situada en el extremo de la terraza. Allí, con gran asombro mío, las ventanas no estaban cubiertas con un tejido translúcido, pero no transparente, sino con una nada que apenas era visible. Con gran precaución toqué aquella visible nada y recibí una fuerte impresión al notar que era casi tan fría y resbaladiza como el hielo.

Luego comprendí lo que era: ¡cristal! Nunca había visto cristal en forma de hoja transparente. Usábamos aquella materia pulverizada en las cuerdas de nuestras cometas, pero se trataba de un vidrio basto a través del cual apenas podían distinguirse las cosas. Además, era de color y éste en cambio parecía agua solidificada.

Pero no iba a parar en esto mi asombro. El lama Mingyar Dondup abrió la ventana de par en par y cogió un tubo de latón que parecía formar parte de una trompeta metida en una funda de cuero. Cogió el tubo y, tirando de él, sacó cuatro piezas, cada una de ellas dentro de la otra. Se rió al ver mi expresión estupefacta y, sacando por fuera de la ventana un extremo del tubo, se acercó el otro a la cara. Creía haber acertado: el lama iba a tocar un instrumento, pero en vez de ponerse en la boca el extremo más estrecho, se lo pegó a un ojo. Estuvo manejando el extraño aparato, alargándolo y acortándolo, hasta que me dijo:

– Mira por aquí, Lobsang mira con el ojo derecho y ten cerrado el izquierdo.