Así lo hice y casi me desmayé de sorpresa. Un hombre a caballo avanzaba por el tubo hacia mí. Me aparté de un salto y miré a mi alrededor, espantado.
Nadie había en la habitación excepto el lama Mingyar Dondup, que se reía con todas sus ganas. Le miré suspicaz creyendo que me había hechizado.
– Su Santidad dijo que eras un Maestro de lo Oculto. Pero no debes burlarte de tu discípulo.
Entonces se rió aún más y me empujó para que volviese a mirar. Venciendo el miedo acerqué el ojo al extremo del tubo y mi Guía lo fue moviendo lentamente para que abarcase una vista diferente. ¡Era un telescopio!
Nunca había visto ninguno. Jamás podré olvidar aquel jinete que avanzaba por el tubo hacia mí. Lo recuerdo con frecuencia cuando algún occidental exclama: ¡Imposible!, al oír afirmar algo referente a las fuerzas ocultas.
Aquello era también «imposible» para mí. El Dalai Lama había traído varios telescopios al regresar de la India y le encantaba mirar el paisaje con ellos. Otra gran novedad fue para mí mirarme en el espejo por primera vez en mi vida. Desde luego, no reconocí la horrible criatura que vi reflejada en él. Era un chico muy pálido, con una ancha cicatriz roja en medio de la frente y una nariz prominente. Como es natural, había visto mi imagen algunas veces vagamente reflejada en el agua; pero en un espejo me produjo una impresión muy desagradable. Desde entonces no me miro en los espejos.
Quizá sabe el lector occidental la idea de que el Tíbet tenía que ser entonces un país muy peculiar si podía pasarse sin cristal, telescopio o espejos; pero la verdad es que la gente no necesitaba nada de esto. Es más, ni siquiera necesitábamos ruedas. Las ruedas se han hecho para la velocidad de una supuesta civilización. Nosotros, los tibetanos, hemos llegado hace mucho tiempo a la conclusión de que el dinamismo de la vida comercial no deja tiempo para las cosas de la mente. Nuestro mundo físico se ha movido siempre con toda calma para que nuestros conocimientos esotéricos pudieran desarrollarse hasta el máximo grado. Durante miles de años dominamos la clarividencia, la telepatía y otras ramas de la metapsíquica. Aunque es completamente cierto que muchos lamas pueden sentarse en la nieve y con la sola fuerza del pensamiento derretir la que los rodea, también es verdad que no nos interesa demostrar estas facultades para que se diviertan los buscadores de sensaciones nuevas. Algunos lamas, que son maestros de lo oculto, practican con el mejor éxito la levitación, pero jamás harán una exhibición de esta facultad para sorprender y entretener a los profanos. Lo primero que el maestro espiritual exige de su discípulo en el Tíbet es que su moralidad permita confiarle tales poderes. De ello se deduce que si el maestro ha de estar seguro de la integridad del discípulo, nunca se podrá abusar de los poderes metafísicos, puesto que solamente los aprenderán las personas dignas de ello. Y no se olvide que estos poderes no son, en modo alguno, cosa de magia, sino el resultado de usar ciertas leyes naturales.
En el Tíbet hay algunos que desarrollan mejor su espíritu en compañía de otras personas, mientras que otros tienen que aislarse. Estos últimos se encierran en las lamaserías más apartadas, donde ocupan una celda totalmente aislada. Es una pequeña habitación construida por lo general en la falda de una montaña. Las paredes son de piedra y de dos metros de grosor para que no dejen penetrar ruido alguno. El eremita se recluye allí por su propia voluntad y se le tapan a la celda todas las ventanas y orificios. No entra luz ni hay mueble alguno, aparte de una caja vacía de piedra. La única comunicación con el exterior es una trampilla, a prueba de todo sonido, por donde se le pasa el alimento una vez al día. Allí permanece el eremita durante tres años, tres meses y tres días. Medita sobre la naturaleza de la Vida y sobre la naturaleza del Hombre. No puede salir de la celda con su cuerpo físico por ningún motivo. Durante el último mes de su permanencia allí, se abre un boquete muy pequeño en el techo para que entre un poco de luz.
Esta abertura se va agrandando cada día con objeto de que los ojos del eremita se vayan acostumbrando de nuevo a la luz, ya que de no hacerse así, le cegaría al salir de nuevo. Es muy frecuente que estos hombres regresen a su celda al cabo de pocas semanas y se queden en ella todo el tiempo que les resta de vida. Y no es una existencia tan estéril y falta de valor como puede suponerse. El hombre es un espíritu, una criatura de otro mu ndo, y cuando pueda librarse de los vínculos de la carne, vagará por el mundo en forma de espíritu y prestará grandes servicios con el pensamiento. En el Tíbet sabemos muy bien que los pensamientos son ondas de energía. La materia no es más que energía condensada. Y el pensamiento, si se le dirige acertadamente y se le condensa en parte, puede conseguir que un objeto se mueva. Otra manera de controlar el pensamiento es mediante la telepatía, con la cual se logra que una persona situada a distancia realice determinada acción. ¿Es tan difícil creer todo esto en un mundo que considera como lo más natural que un hombre consiga, con sólo hablar por un micrófono, guiar un aeroplano para hacerle aterrizar en una densa niebla cuando el piloto no puede ver el suelo en absoluto? Bastaría un poco de entrenamiento y una total falta de escepticismo, para que esto pudiera realizarse por medio de la telepatía, en vez de utilizar una máquina que puede fallar en cualquier momento.
Mi desarrollo esotérico no requirió que me encerrase en una oscuridad absoluta. Se hizo de otra manera que no está al alcance del número bastante grande de monjes que desean hacerse ermitaños. Mi educación iba dirigida a una finalidad específica y por orden directa del Dalai Lama. Además de por medios hipnóticos, mi enseñanza se realizó siguiendo otro método en cuya descripción no puedo entrar en un libro como éste. Baste decir que recibí más iluminación espiritual de la que un ermitaño corriente puede obtener en una vida muy larga. Mi visita al Potala estaba relacionada con las prime ras etapas de esa preparación, pero ya hablaré de eso más adelante.
El telescopio me fascinaba y lo usé mucho para examinar los sitios que conocía tan bien. El lama Mingyar Dondup me explicó en qué consistía aquel aparato hasta hacerme comprender que no se trataba de magia, sino del aprovechamiento científico de las leyes naturales.
Todo me lo explicaba mi Guía y no sólo lo referente al telescopio. En cuanto yo sospechaba que algo tenía que ver con la magia, recibía la adecuada explicación de las leyes relacionadas con aquel fenómeno. Una vez, durante aquellos días de nuestra visita, me llevó el lama Mingyar Dondup a una habitación completamente oscura y me dijo:
– Ahora estáte aquí, Lobsang, y mira la pared blanca que tienes enfrente.
Entonces apagó la llama de la lamparilla que acababa de encender y anduvo manipulando con los postigos de la ventana. Instantáneamente apareció en la pared un cuadro de Lhasa, pero invertido. Grité asombrado al ver hombres, mujeres y yaks andando cabeza abajo. Pero de pronto emp ezaron a temblar las imágenes y todo se puso al derecho. La explicación del lama sobre «la manera de doblar los rayos luminosos» me dejó más admirado que todo lo demás. ¿Cómo era posible manejar la luz natural? Entonces me demostró cómo se podía hacer aquello. Yo había visto cómo se rompían jarrones con un silbato que no emitía sonido alguno; pero que se pudiera forzar la luz no lo comprendí hasta que trajeron de otra habitación un aparato muy curioso que consistía en una lámpara escondida en una especie de caja. Entonces comprendí cómo se podían dominar los rayos de luz.
Los almacenes del Potala se hallaban atestados de maravillosas estatuas, libros antiguos y bellísimas pinturas murales sobre temas religiosos.
Los poquísimos occidentales que las han visto las consideran indecentes.
Representan un espíritu masculino y otro femenino íntimamente abrazados, pero la intención de estas pinturas no es en absoluto obscena y ni un solo tibetano las considera como tales. Los desnudos abrazos representan el éxtasis que sigue a la unión del Conocimiento y de la Vida perfecta. Debo confesar que me horrorizó la primera vez que vi que los cristianos adoraban a un hombre torturado y clavado en una cruz y que para ellos era éste el símbolo de su religión. Es lamentable que todos queramos juzgar a los demás pueblos según nuestras propias creencias.