Durante varios siglos han llegado al Potala regalos para el Dalai Lama reinante procedentes de muchos países. Casi todos estos regalos se han ido almacenando en grandes salas y lo pasé muy bien mirándolo todo y obteniendo impresiones psicométricas del porqué habían enviado los regalos.
Era un buen ejercicio en el descubrimiento de los motivos. Después de haberle comunicado a mi Guía las impresiones que sacaba directamente de la contemplación del objeto, consultaba él un libro y me relataba la verdadera historia de aquel regalo y lo que había sucedido después. Me sentí muy halagado porque a medida que avanzaba mi práctica, me decía el lama con mayor frecuencia:
– Has acertado, Lobsang, adelantas mucho.
Antes de marcharme del Potala visitamos uno de los túneles subterráneos.
Nos dijeron que podía entrar en uno de ellos y que debía dejar los demás para más adelante. Cogimos unas antorchas encendidas y con grandes precauciones bajamos por unas interminables escaleras y avanzamos luego por unos pasadizos rocosos de suaves paredes. Me dijeron que estos túneles se debían a la acción volcánica y que existían desde innumerables siglos. En los muros aparecían extraños diagramas y dibujos que representaban escenas cuyo sentido no pude comprender. Sólo pensaba en el lago que, según me habían informado, se extendía muchos kilómetros al final de un corredor. Por fin entramos en un túnel que se fue haciendo cada vez más ancho y alto hasta que de pronto desapareció el techo, que se elevaba a una altura a donde no alcanzaba la luz de nuestras antorchas. Avanzamos cien metros más y nos encontramos a la orilla de un lago increíble. Sus aguas estaban en absoluta calma y eran negras, de una negrura que las hacía casi invisibles. Más parecía el fondo de un pozo que un lago. Ni una sola arruga rompía la lis ura de la superficie; ni un solo sonido alteraba aquel imponente silencio. La roca sobre la que estábamos también era negra y brillaba a la luz de las antorchas, pero un poco hacia un lado vimos brillar algo sobre el muro. Avancé hasta allí y vi que en la roca había una ancha franja de oro de unos ocho metros de longitud y cuya altura llegaba de mi cuello a mis rodillas. El calor había empezado a derretirla y separarla de la roca y presentaba grandes goterones como cera de oro de una fantástica bujía. El lama Mingyar Dondup quebró el silencio:
– Este lago sale al río Tsang-po, a sesenta kilómetros de aquí. Hace muchísimos años unos monjes aventureros hicieron una balsa de madera, y remos para impulsarla. Se llevaron una provisión de antorchas y partieron de esta orilla. Remaron durante muchos kilómetros explorando el lago y llegaron a un lugar, aún más amplio que éste, en el que no se veía el final de los muros ni techo alguno. Sin saber dónde dirigirse, remaban y remaban…
Yo escuchaba, figurándomelo todo como si lo estuviese viendo. El lama prosiguió:
– Se habían perdido, pues ya no sabían en qué dirección iban hacia adelante y en cuál hacia atrás. De pronto la balsa osciló con violencia y una ráfaga de viento les apagó las antorchas dejándolos en la más completa oscuridad.
Comprendieron que su frágil embarcación había caído en manos de los Demonios del Agua. La balsa giraba sin cesar y ellos se sentían mareados y con náuseas. Se agarraban a las cuerdas que ataban los maderos.
Con la agitación de la balsa unas pequeñas olas barrían la cubierta y los tenía calados. Aumentó la velocidad del giro y los monjes se sintieron en poder de un despabilado gigante que los había condenado a perecer. No había luz alguna; era una oscuridad tan tenebrosa como jamás la hubo sobre la tierra. Oían ruidos como de arañazos, golpes tremendos y presiones fortísimas. Entonces salieron despedidos de la balsa y cayeron al agua. Algunos de ellos tuvieron tiempo de aspirar un poco de aire. Otros no fueron tan afortunados. Apareció una luz verdosa y vacilante que fue haciéndose más intensa. Una fuerza desconocida retorcía los cuerpos de los mo njes, los empujaba o tiraba de ellos y de pronto salieron a la brillante luz del sol.
Dos de ellos lograron llegar a la orilla, aunque medio ahogados, con el cuerpo molido y sangrantes. De los otros tres no se halló rastro. Durante cuatro horas estuvieron entre la muerte y la vida. Por fin uno de ellos recuperó la suficiente energía para mirar en torno suyo. Estuvo a punto de volverse a desmayar con la impresión recibida: en la lejanía vieron el Potala.
Y por allí cerca había verdes prados en que pastaban unos yaks. Al principio creyeron que habían muerto y que se encontraban en un cielo tibetano.
Luego oyeron pasos cerca de ellos. Era un pastor que se les acercaba. El hombre había encontrado los restos flotantes de la balsa y venía a recogerlos para llevárselos. Por fin, los dos monjes lograron convencer a aquel hombre de que efectivamente eran monjes, ya que las túnicas se les habían caído a pedazos. El pastor accedió a ir en busca de unas literas al Potala.
Desde aquel día se ha hecho muy poco para explorar el lago, pero se sabe que hay unas islas ahí mismo, más allá de donde alcanza la luz de nuestras antorchas. Una de ellas ha sido explorada y lo que se ha encontrado en ella lo sabrás cuando estés iniciado.
Pensé en todo ello deseando haber tenido una balsa a mi disposición para explorar el lago. Mi Guía había estado observando mi expresión. De pronto se rió y dijo:
– Sí, sería muy divertido hacerlo, pero ¿para qué exponer nuestros cuerpos cuando podemos averiguarlo en el plano astral? Dentro de muy pocos años, Lobsang, estarás en condiciones de explorar este lago conmigo y entonces aumentaremos los conocimientos que se tienen hasta ahora de él. Pero, por lo pronto, chico, estudia, estudia mucho.
Nuestras antorchas empezaban a vacilar y me pareció que pronto nos quedaríamos en una total oscuridad dentro del túnel. Mientras nos alejábamos del lago pensé en lo imprudentes que habíamos sido no llevando antorchas de repuesto. Pero en aquel momento el lama Mingyar Dondup se acercó al muro más lejano y estuvo tanteando por su superficie. Por fin, de algún hueco sacó unas antorchas y las encendió en las que ya se nos estaban apagando.
– Las guardamos ahí, Lobsang, para que no se pierda en la oscuridad el que se encuentre en nuestro caso. Ahora, vámonos.
Subimos por los pasadizos en cuesta, deteniéndonos de vez en cuando para recobrar el aliento o mirar los dibujos de los muros. Yo no lo entendía.
Parecían obras de gigantes y eran unas máquinas tan extrañas que sobrepasaban todos mis conocimientos. Miré a mi Guía y vi que los dibujos le eran familiares y que se encontraba en los túneles como en su casa. Yo estaba ya deseando que hiciéramos nuevas visitas a estos subterráneos, pues com prendía que había en ellos algún misterio, y nunca he podido oír hablar de un misterio sin intentar llegar a su fondo. No podía soportar la idea de pasar años y años haciendo cálculos para llegar a una solución si había alguna posibilidad de encontrar directamente la respuesta aunque en esto hubiese un gran peligro. El lama interrumpió mis pensamientos:
– Estás gruñendo para tus adentros como un viejo. En cuanto suba mos unos escalones más, saldremos a la luz del día. Subiremos a la terraza y utilizaremos el telescopio para descubrir el lugar donde aquellos antiguos monjes salieron a la superficie.
Así lo hicimos poco después y me pregunté por qué no podríamos recorrer a caballo los sesenta kilómetros y visitar aquel sitio. Pero el lama Mingyar Dondup me dijo que no había gran cosa que ver allí; desde luego, nada que el telescopio no nos revelase. Por lo visto, la salida del lago estaba por debajo del nivel del río y nada señalaba el sitio, a no ser unos árboles que habían plantado allí por orden de la anterior Encarnación del Dalai Lama.