CAPÍTULO NOVENO. EN LA VALLA DELA ROSA SILVESTRE.
A la mañana siguiente hicimos con toda calma los preparativos para regresar a Chakpori. Para nosotros la visita al Potala había constituido unas excelentes vacaciones. Antes de marcharnos subí a la terraza para lanzar una última mirada desde aquella altura, con el telescopio, al paisaje que nos rodeaba. Desde allí vi que en una terraza de nuestro monasterio había un pequeño acólito que leía tumbado de espaldas y que de vez en cuando lanzaba piedrecitas a las calvas de los monjes que pasaban por el patio. El telescopio me permitió sorprender la malicia de aquel rostro, mientras se ocultaba para que no lo vieran los intrigados monjes. Me sentí muy molesto al comprender que el Dalai Lama había tenido que verme hacer cosas semejantes.
Y decidí limitar mis pequeñas fechorías a la parte de los edificios que no podían dominarse desde el Potala.
Pero había llegado el momento de nuestra partida. Agradecimos a los lamas el trabajo que se tomaron para hacernos más agradable nuestra breve estancia. Y sobre todo dimos las más expresivas gracias al mayordomo personal del Dalai Lama. Era el encargado de los «alimentos de la India». Debí de resultarle simpático porque me hizo un regalo de despedida que no tardé en comerme. Luego, fortalecidos, descendimos la famosa escalera para emprender el camino que nos llevaría a la Montaña de Hierro. A medio camino oímos gritos y llamadas. Los monjes que pasaban señalaban hacia atrás de nosotros. Nos detuvimos y vimos que llegaba corriendo un monje jadeante que dio un mensaje oral al lama Mingyar Dondup.
– Espérame aquí, Lobsang, no tardaré mucho.
Se volvió y subió de nuevo la escalera. Yo me entretuve admirando el panorama que se divisaba desde allí y contemplando sobre todo mi antiguo hogar. Me volví y casi me caí de espaldas al ver a mi padre que bajaba la escalera a caballo, hacia mí. Nos miramos y se quedó boquiabierto cuando me reconoció. Entonces, hizo como si no me hubiera visto y pasó junto a mí, lo cual me causó una gran pena. Viendo cómo se alejaba le grité: «pero él no se dio por aludido, ni volvió la cabeza. Se me agolparon las lágrimas en los ojos y empecé a temblar. Temí dar un espectáculo nada menos que en la escalera del Potala. Pero con más dominio de mí mismo del que yo me creía capaz, me estiré y me puse a contemplar el paisaje.
A la media hora llegó el lama Mingyar Dondup bajando por la escalera a caballo y llevando otro de las bridas:
– Vamos, Lobsang, tenemos que ir a toda prisa a Sera. Uno de los abades de allí ha sufrido un grave accidente.
Vi que había una caja grande atada a cada silla y comprendí que era el equipo médico de mi Guía. Galopamos por la carretera de Lingkhor. Dejamos atrás mi antigua casa. Los peregrinos y mendigos se alejaron presurosos para dejarnos paso. No tardamos mucho en llegar a la lamasería de Sera, a cuya puerta nos esperaban unos monjes. Echamos pies a tierra de un salto, llevamos cada uno una caja y un abad nos condujo hacia donde yacía el anciano. Tenía el rostro del color del plomo y su fuerza vital oscilaba en él a punto de apagarse. El lama Mingyar Dondup pidió agua hirviendo, que estaba ya preparada, y echó en ella ciertas hierbas. Mientras yo removía esta infusión, el lama examinó al anciano, que tenía roto el cráneo a consecuencia de una caída. Se le había hundido un trozo de hueso, que ejercía una presión sobre el cerebro. Cuando el líquido estuvo templado humedecimos la cabeza del herido y mi Guía se lavó las manos con un poco de él.
Sacando un afilado cuchillo de su equipo, hizo rápidamente un corte en forma de U hasta llegar al hueso. Las hierbas imp edían que brotara mucha sangre. Luego volvió a mojarle la cabeza con la loción y levantó la capa de carne echándola atrás para que el hueso quedara descubierto. Con toda suavidad fue palpando la parte afectada hasta descubrir hasta dónde se había hundido el cráneo. Había puesto muchos instrumentos en un recipiente lleno de una loción desinfectante. Sacó de él dos varillas de plata aplastadas por un extremo y con dientes en esa parte. Con extraordinario cuidado introdujo el extremo de una de las varillas en la abertura más ancha del hueso y lo sostuvo allí con firmeza mientras fue tirando del hueso roto con la otra varilla. Entonces me dijo que le acercara el recipiente de los instrumentos y cogió de él un diminuto triángulo de plata. Lo manejó con pasmosa destreza y poco después el cráneo había recuperado su nivel normal.
– Esto se soldará -dijo el lama-, y la plata que dejo dentro no causará ningún trastorno porque es un metal inerte.
Volvió a humedecer el cráneo con más loción de hierbas y lo cubrió con el trozo de carne que había dejado vuelto hacia un lado. Hizo un cosido con pelos hervidos de cola de caballo y cubrió la parte donde había operado con una pasta de hierba sujeta con una venda de tela hervida.
La fuerza vital del viejo abad había ido aumentado desde que se le quitó la presión sobre el cerebro. Lo levantamos un poco con almohadones hasta dejarlo en una posición semisentada. Limpié los instrumentos en una nueva loción que preparamos, los sequé con un paño hervido y lo guardé todo cuidadosamente en las dos cajas. Mientras me estaba lavando las manos, el anciano abrió los ojos y sonrió débilmente cuando vio que el lama Mingyar Dondup se inclinaba sobre éclass="underline"
– Sabía que sólo tú podrías salvarme; por eso mandé el mensaje mental al Pico. Aún no he terminado mi tarea y no podría prescindir del cuerpo.
Mi Guía lo miró con atención y replicó:
– Te repondrás de esto. Unos cuantos días de incomodidad, algún dolor de cabeza y no tardarás mucho en reanudar tu trabajo. Durante algunos días deberás tener alguien a tu lado mientras duermes para que no te deje tenderte del todo. Pero dentro de tres o cuatro días no habrá ningún motivo de preocupación.
Me había acercado a la ventana y observaba la vida que llevaban en aquella lamasería. Resultaba muy interesante las diferentes condiciones en que vivían en otra lamasería. El lama M ingyar Dondup me dijo:
– Lo has hecho muy bien, Lobsang. Trabajaremos siempre juntos.
Ahora quiero enseñarte este monasterio, que es muy diferente al nuestro.
Encargamos a un lama que cuidase del anciano abad y salimos a un corredor. No había tanta limpieza como en Chakpori ni la disciplina parecía tan estricta. Los monjes salían y entraban como querían. Comparados con los nuestros, sus templos estaban mal atendidos y el incienso era más acre.
En los patios jugaban unos grupos de chicos (que en Chakpori habrían estado trabajando sin cesar). Nadie se preocupaba de mover los molinillos de las preces. Faltaba ese orden, limpieza y disciplina que yo creía generales en todas las lamaserías. Me dijo mi Guía:
– Lobsang, ¿te gustaría quedarte aquí y darte buena vida?
– No, de ningún modo; estos monjes me parecen unos salvajes.
Se rió.
– No olvides que hay siete mil monjes aquí dentro, y donde conviven tantas personas, basta una minoría alborotadora para dar mala fama a la mayoría sensata.
– Quizá; pero aunque llamen a esto la Valla de la Rosa Silvestre, no me parece un lugar recomendable.
Me miró sonriendo.
– Creo que te las arreglarás tú solo para imponerles la disciplina a esa gente.
Debo insistir en el hecho de que nuestra lamasería tenía una disciplina más estricta que ninguna otra. En realidad la disciplina de los demás monasterios estaba muy relajada y cuando los monjes eran vagos…, no hacían nada y en paz. Nadie les recriminaba por eso. Sera, o la Valla de la Rosa Silvestre, como se le llamaba, está a cuatro kilómetros y medio del Potala y es una de las lamaserías conocidas por «Los Tres Asientos». Drebung es la mayor de las tres y en ella viven diez mil monjes. Le sigue en importancia Sera, con siete mil quinientos monjes, mientras que Ganden es la menos importante, pues sólo tiene seis mil. Cada una de ellas es como una ciudad completa con sus calles, colegios, templos y todos los edificios que habitualmente forman una ciudad. Por las calles patrullan los Hombres de Kham. ¡Ahora sin duda las recorren los soldados comunistas! Chakpori era una pequeña comunidad, pero de gran calidad. Este Templo de la Medicina era considerado entonces como la «sede del Conocimiento Médico» y estaba ampliamente representado en la Cámara del Consejo de nuestro Gobierno.