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El caso de los moribundos es especialmente peligroso, pues si se durmiesen de día, poco antes de morirse, no podrían encontrar el camino que, cruzando las tierras fronterizas, les conducirá al otro mundo.

En las escuelas nos hacían estudiar idiomas: tibetano y chino. El tibetano no es únicamente nuestro idioma patrio, sino dos distintos: el ordinario y el honorífico. Empleábamos la lengua vulgar para dirigirnos a la servidumbre y a otras personas de clase baja, y el honorífico para hablar con personas de nuestra misma o superior condición social. Es más: ¡al caballo de un noble había que hablarle en estilo honorífico! Uno de nuestros criados, al encontrar a nuestro aristocrático gato en el patio, debía dirigirse a él de este modo: " Querría dignarse el honorable Minino venir a beber esta indigna leche?" Por supuesto, era inútil emplear el tratamiento si el honorable Minino prefería quedarse donde estaba.

Nuestra escuela era un local muy espacioso. En tiempos había servido de refectorio para los monjes que nos visitaban, pero desde que terminaron la reconstrucción de la casa, convirtieron aquella estancia en escuela del Estado. Asistíamos a las clases por lo menos sesenta niños. Permanecíamos sentados en el suelo con las piernas cruzadas y también en un banco muy largo y muy bajo. Nos sentábamos dando la espalda al maestro para que no pudiéramos saber cuándo nos estaba mirando. Nos hacía trabajar sin perder un minuto. El papel tibetano está hecho a mano y es muy caro, demasiado para dárselo a un niño. Por eso usábamos pizarras. Nuestros "lápices" eran tizas duras que podían encontrarse en los montes Tsu La, que dominaban a Lhasa con sus 3.700 metros. Y Lhasa está a su vez a casi 3.700 metros sobre el nivel del mar. Yo procuraba encontrar tizas de color rojizo, pero a mi hermana Yaso le gustaban muchísimo las de color morado. Podíamos obtener una variada gama de colores: rojos, amarillos, verdes, azules, con gran riqueza de matices. Creo que algunos de los colores se debían a la presencia de unos yacimientos metálicos en la base de tiza suave.

La verdad es que la aritmética me fastidiaba. Si setecientos ochenta y tres monjes bebían cada uno cincuenta y dos copas de tsampa al día, y cada copa contenía cinco octavos de medio litro, ¿qué tamaño debía tener la vasija necesaria para la provisión de una semana? Mi hermana Yaso resolvía estos enigmas con asombrosa facilidad. Yo no era tan listo.

En cambio, me vi en lo mío en cuanto empezamos a tallar en madera.

Esto me gustaba y lo hacía bastante bien. En el Tíbet se hace toda la impresión con planchas de madera grabada. De ahí que el arte de labrar la madera tuviese una buena salida. Pero a los niños no nos permitían gastar madera, que estaba muy cara y había que traerla de la India. La madera tibetana era demasiado basta y carecía de la adecuada granulación. Usábamos una especie de piedra pómez que se podía cortar fácilmente con un cuchilo bien afilado. ¡Y a veces empleábamos queso rancio de yak!

Lo que nunca se dejaba de hacer era recitar las Leyes. Teníamos que decirlas en cuanto entrábamos en la escuela y al terminar la clase, para que nos permitieran marcharnos. Estas leyes eran:

Devuelve bien por bien.

No luches con personas amables.

Lee las Escrituras y entiéndelas.

Ayuda a tus vecinos.

La ley es dura con los ricos para enseñarles comprensión y equidad.

La ley es amable con el pobre para que éste disfrute de la compasión.

Paga tus deudas en seguida.

Para que no hubiera posibilidad de olvidar las leyes, estaban grabadas en unas banderolas fijadas en las cuatro esquinas de nuestra escuela.

Sin embargo, la vida no era sólo estudio y malos ratos; jugábamos con tanta intensidad como estudiábamos. Todos nuestros juegos estaban orientados hacia nuestro fortalecimiento, con el objeto de capacitamos para resistir las extremadas temperaturas del Tíbet. En el verano, a mediodía, la temperatura llega a ser muchas veces de ochenta y cinco grados Fahrenheit, pero en la noche de ese mismo día puede descender a cuarenta grados bajo cero. Y en invierno, naturalmente, aún es más baja.

El manejo del arco resultaba muy divertido y desarrollaba la musculatura.

Usábamos arcos hechos de tejo importado de la India y a veces los hacíamos con madera tibetana. Nuestra religión budista nos prohibía disparar contra blancos vivos. Unos criados escondidos tiraban de una larga cuerda, haciendo así que se moviera un blanco que brincaba y salía en direcciones que no podíamos prever. Muchos de mis compañeros eran capaces de disparar mientras se mantenían en pie sobre un pony en pleno galope.

¡Yo nunca me pude sostener mucho tiempo! Los saltos de longitud eran otra cosa. No me preocupaba por que no había caballo de por medio. Corríamos lo más rápidamente que podíamos llevando en cada mano una pértiga de cuatro metros y medio y, cuando habíamos adquirido el suficiente impulso, saltábamos con ayuda de la pértiga. Yo solía decir que los demás, a fuerza de cabalgar tanto, habían perdido el vigor de sus piernas. En cambio yo, que no era buen jinete, saltaba muy bien. Era un buen sistema para cruzar ríos y me divertía mucho ver cómo mis compañeros caían al agua uno tras otro.

Otra de nuestras diversiones era andar en zancos. Nos disfrazábamos de gigantes y a veces organizábamos luchas en zancos. El que se caía, perdía.

Hacíamos los zancos en casa. Empleábamos toda nuestra persuasión para convencer al encargado del almacén y lograr que nos diese la madera que necesitábamos. Tenía que estar limpia de nudos. Luego, lo más difícil era conseguir unas buenas cuñas para apoyar los pies. Como la madera estaba muy escasa y no podía desperdiciarse, nos veíamos obligados a esperar una buena ocasión.

Las niñas y las mujeres jóvenes jugaban a una especie de lanzadera.

Era un pedazo pequeño de madera con agujeros en la parte superior, y plumas metidas por éstos, y lo lanzaban por el aire con los pies. Para este juego, la jovencita se levantaba la falda hasta una altura que le permitiese una libertad de movimientos sólo usaba los pies. Si se tocaba con la mano el trozo de madera, la jugadora quedaba descalificada. Las que dominaban este juego mantenían en el aire aquel extraño objeto durante diez minutos seguidos sin fallar un golpe.

Pero lo que apasionaba a todos en el Tíbet, o por lo menos en el distrito de Ü, que es a donde pertenece Lhasa, eran las cometas. Podríamos llamarle el deporte nacional. Sólo podíamos permitírnoslo en ciertas épocas del año. Ya hacía muchos años que se había descubierto que si se hacían volar cometas en las montañas, llovía torrencialmente y en aquel tiempo se pensaba que los dioses de la Lluvia estaban irritados. Así que sólo nos permitían jugar con las cometas en el otoño, que en el Tíbet es la época de sequía. Durante ciertos meses del año, no se puede gritar en las montañas porque se teme que la vibración de las voces sea causa de que las nubes supersaturadas de la India descarguen demasiado pronto y caiga lluvia donde sería perjudicial. El primer día de otoño se elevaba una corneta solitaria desde el tejado del Potala. Pocos minutos después, cometas de todos los tamaños, formas y colores se remontaban sobre Lhasa agitándose en la fuerte brisa.

Me gustaba mucho jugar con las cometas, y siempre hacía por que mi corneta fuera una de las primeras en elevarse. Todos nos hacíamos las nuestras, por lo general con una armazón de bambú, cubriéndola casi siempre con fina seda. No nos era difícil conseguir este buen material y constituía un orgullo para mi casa que nuestra corneta fuera de la mejor clase.