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En ellas basábamos nuestros horóscopos y formaban un cuadrado de unos setenta centímetros de lado. Eran mapas del cielo, tal como éste aparece en el momento en que es concebida o nace una persona. En los espacios en blanco imprimíamos los datos sacados de las tablas matemáticas publicadas por nosotros.

Después de inspeccionar a mi antojo la lamasería de la Valla de la Rosa y de lamentar que la nuestra no fuese de vida tan agradable, volvimos a la habitación donde yacía el abad recién operado. Durante las dos horas de nuestra ausencia, había mejorado muchísimo y estaba ya en condiciones de interesarse por lo que le rodeaba. Sobre todo, escuchaba al lama Mingyar Dondup a quien parecía tener gran afecto. Este le dijo: «Tenemos que mar charnos, pero aquí te dejo unas hierbas en polvo y dejaré instrucciones para que te las administren.» Sacó tres bolsitas de cuero de su caja y las entregó al monje enfermero. Las tres bolsitas significaban la vida para aquel anciano.

En el patio de la entrada nos esperaba un monje que sujetaba por las bridas a dos ponies demasiado retozones. Yo, en cambio, no tenía deseo alguno de cabalgar. Afortunadamente, el lama Mingyar Dondup accedió a que fuésemos a paso lento. La Valla de la Rosa está a tres kilómetros y setecientos metros del punto más próximo de la carretera de Hingkhor. No me gustaba la idea de pasar por delante de mi antigua casa. Mi Guía sorprendió mi pensamiento y me dijo:

– Cruzaremos por la calle de las Tiendas. No hay prisa; mañana es un nuevo día que aún no hemos visto.

Me fascinaban los tenderetes de los mercaderes chinos y sus chillidos en el regateo. En la acera de enfrente había un monumento que simbolizaba la inmortalidad del yo y detrás brillaba la fachada de un templo donde entraban muchos monjes del cercano Shede Gompa. Pocos minutos después pasábamos por delante de las casas que se apiñaban bajo la sombra del Yo-kang. Pensé:

«La última vez que estuve aquí era un hombre libre. Ojalá todo fuera un sueño y me despertase ahora mismo.» Seguimos por la carretera y doblamos a la derecha hacia el Puente de la Turquesa. El lama Mingyar Dondup se volvió hacia mí y me dijo:

– ¿Es posible que todavía te resistas a ser monje? Te aseguro que no es una vida tan mala. A fines de esta semana se organizará la excursión anual para buscar hierbas. Pero no quiero que vayas esta vez. Prefiero que te quedes trabajando conmigo para preparar tus exámenes a trappa, cuando tengas doce años. He pensado llevarte más adelante en una expedición especial para buscar unas hierbas muy raras.

Habíamos llegado al final del pueblo del Shü y nos acercábamos al Pargo Kaling, que es la Puerta Occidental del valle de Lhasa. Un mendigo acurrucado contra el muro exclamó:

– ¡Reverendo y santo lama de la Medicina, te suplico que no me cures mis males o no podré ganarme la vida!

Mi Guía se entristeció, y cuando ya habíamos pasado por la Puerta Occidental, me dijo:

– En una pena, Lobsang, que abunden estos mendigos tan inneces arios.

Son ellos los que nos dan mala fama en el extranjero. En la India y en la China, a donde fui acompañando al Precioso Protector, la gente hablaba de los mendigos de Lhasa sin saber que muchos de ellos son ricos. En fin, quizá cuando se cumpla la Profecía del Año del Tigre de Hierro (1950: los comunistas invaden el Tíbet) podrá lograrse que los mendigos trabajen. Ni tú ni yo estaremos entonces aquí, Lobsang. Tú vivirás en tierras extrañas y yo habré regresado ya a los Campos Celestiales.

Me apenó en extremo pensar que algún día me abandonaría mi queridísimo lama. Pero entonces no había llegado a comprender que la vida en esta tierra no es más que una ilusión, una prueba, una escuela. Y entonces no sabía aún cuál puede ser la conducta del hombre para las víctimas de la adversidad. ¡Ahora lo sé!

Doblamos a la izquierda y luego otra vez a la izquierda hasta tomar el camino que nos conducía directamente a la Montaña de Hierro. Nunca me he cansado de admirar los relieves iluminados en la roca que adornan una vertiente de nuestra montaña. Todo el acantilado está cubierto con bajorrelieves y pinturas de deidades, pero ya era muy tarde y no podíamos perder más tiempo. Mientras subíamos la cuesta pensé en los excursionistas que irían en busca de hierbas. Todos los años salían de Chakpori, recogían hierbas, las secaban y las empaquetaban en unas bolsas herméticamente cerradas.

En nuestras montañas se encontraba el gran depósito de los remedios que proporciona la Naturaleza. Muy poca gente había pisado aquellas alturas por donde pasaban, y se veían cosas tan extrañas que servían de tema de conversación para mucho tiempo. Me resigné a no ir aquel año y me prometí es tudiar tanto que pudiera formar parte de la expedición, mucho más interesante, que organizaría el lama Mingyar Dondup, cuando lo creyera conveniente. Los astrólogos habían predicho que saldría de mis exámenes al primer intento, pero también sabía yo que debía estudiar a fondo.

Mi edad mental equivalía a la de un muchacho de dieciocho años, ya que siempre me había relacionado con personas mucho mayores que yo y ahora tenía que estar a la altura de la situación.

CAPÍTULO DÉCIMO. CREENCIAS TIBETANAS.

Quizá sea interesante que dé aquí algunos detalles sobre nuestras creencias. Nuestra religión es una forma de budismo, pero no existe una palabra que pueda dar una idea exacta en la traducción. La llamamos «la Religión», y a los de nuestra fe les llamamos «los que están dentro». A los de otras creencias los designamos con una palabra que puede significar «los que están fuera» o «los extraños». La palabra más aproximada, ya usada en Occidente, es lamaísmo. Se aparta del budismo en que nuestra religión es de esperanza y de creencia en el futuro. El budismo nos resulta una religión negativa, una religión de la desesperanza.

Muchos sabios han estudiado y comentado de un modo erudito nuestra religión. Muchos de ellos nos han condenado porque les ciega su propia fe y no admiten otros puntos de vista. Algunos han llegado a llamarnos «satánicos». La mayoría de estos escritores han basado sus opiniones en referencias muy indirectas de los escritos de otros autores. Es posible que unos cuantos hayan estudiado nuestras creencias durante unos cuantos días y se hayan creído competentes para escribir libros sobre el tema e interpretar y difundir lo que ha costado toda una vida a nuestros hombres más sabios llegar a saberlo y comprenderlo.

Imagínense ustedes las enseñanzas de un budista o de un hindú que haya repasado durante un par de horas la Biblia y pretenda explicar los puntos más sutiles del cristianismo. Ninguno de estos autores que han escrito sobre el lamaísmo ha vivido desde niño como monje en una lamasería ni ha estudiado los Libros Sagrados. Estos Libros son secretos; secretos, porque no son asequibles a los que pretenden lograr una salvación rápida y sin esfuerzo.

Los que deseen dominar algunos de nuestros ritos o una forma de autohipnosis, pueden conseguirlo si va a servirles de algo. Pero esa no es la realidad íntima, sino un juego de niños. A algunos les resultará muy consolador que se pueda cometer pecado tras pecado y que luego, si la conciencia les molesta demasiado, baste ofrecer cualquier presente en el templo más cercano para que los dioses, agradecidos, le otorguen un perdón inmediato y total; con lo cual pueden comenzar de nuevo a pecar. Pero la verdad es que existe un Dios, un Ser Supremo. ¿Qué importa cómo le llamemos?

Dios es un hecho.

Los tibetanos que han estudiado las verdaderas enseñanzas de Buda nunca piden misericordia ni favores, sino sólo que el hombre los trate con justicia. Un Ser Supremo esencia de la justicia no puede ser misericordioso con uno y no con otro, ya que esto sería la negación de la justicia. Rezar para obtener misericordia o favores, prometiendo oro o incienso si se logra lo que se desea, supone dar por cierto que la salvación se concede al mejor postor; que Dios anda escaso de dinero y puede ser «comprado».