El hombre puede mostrarse misericordioso con sus prójimos, pero rara vez lo hace; y en cuanto al Ser Supremo sólo puede ser justo. Somos almas inmortales. Nuestra plegaria: «Om manipad-me Hum!» se suele traducir al pie de la letra de este modo: «¡la Joya del Loto!» Los que hemos avanzado un poco más en nuestra religión sabemos que su verdadero significado es: «el Super-Ser del hombre!» No existe la muerte. Como uno se quita la ropa al terminar la jornada, lo mismo se quita el alma del cuerpo cuando éste se duerme. Así como se desecha un traje cuando se ha gastado, también se desecha el alma al cuerpo cuando está excesivamente usado o se ha roto. Morir no es más que el acto de nacer en otro plano de la existencia. El Ho mbre, o el espíritu del Hombre, es eterno. El cuerpo es sólo la vestidura temporal que cubre el espíritu y es elegido según la tarea que corresponda a cada persona en la tierra. La apariencia externa carece por completo de importancia.
Lo que importa es el alma. Un gran profeta puede presentarse disfrazado de pobre, mientras uno que ha pecado en una vida anterior puede presentarse en su nueva encarnación como un potentado para ver si comete los mismos pecados sin tener la eximente de la pobreza.
La Rueda de la Vida es la expresión que aplicamos al acto de nacer, de vivir en este mundo, morir, volver al estado de espíritu puro y luego nacer de nuevo en diferentes circunstancias y condiciones. Un hombre puede haber sufrido mucho en una vida sin que esto signifique necesariamente que fuese malo en una vida anterior; puede muy bien habérsele colocado en esa situación para que aprenda con mayor rapidez ciertas cosas. ¡Se aprende mucho más por la experiencia que de oídas! Uno que se suicida puede renacer en otra vida para completar los años que no pudo vivir en una vida anterior, pero esto no implica que todos los que mueren jóvenes, o de niños, sean suicidas. La Rueda de la Vida se aplica a todos, desde los mendigos a los reyes, a los hombres y a las mujeres, a las razas de color y a las blancas. Por supuesto, esto de la Rueda es sólo un símbolo, pero resulta de gran claridad para todos aquellos que no pueden estudiar a fondo el asunto.
No se pueden explicar las creencias tibetanas en un par de párrafos; el Kangyur (o Escrituras tibetanas) se compone de un centenar de libros, y ni siquiera leyéndolos todos ellos se puede conocer a fondo el tema. Hay mu chos libros ocultos en remotas lamaserías, libros que sólo conocen los Iniciados.
Durante muchos siglos, los pueblos de Oriente han conocido las varias fuerzas y leyes ocultas y han sabido que todas ellas se basan en la utilización de energías naturales. En vez de prescindir de estas fuerzas bajo el pretexto de que no pueden ser pesadas ni probadas con reacciones químicas, los hombres de ciencia orientales han procurado siempre dominar esas leyes de la Naturaleza. Por ejemplo, no nos interesa la mecánica de la clarividencia, sino los resultados de esta facultad. Hay gente que pone en duda que se pueda ser clarividente; son como los que han nacido ciegos y opinan que es imposible ver porque ellos no lo han experimentado, porque ellos no pueden comprender cómo es posible ver un objeto que se encuentra a cierta distancia si no hay un contacto inmediato entre ese objeto y los ojos.
La gente tiene auras, perfiles de color que rodean al cuerpo, y ateniéndose a la intensidad de estos colores, quienes dominan ese arte pueden deducir la salud, integridad, y estado general de evolución de esa persona. Este aura es la radiación de la fuerza vital interna, el ego o alma. En torno a la cabeza hay un halo o nimbo que también forma parte de esa fuerza. Con la muerte, la luz se apaga porque el yo abandona al cuerpo y emprende su viaje a la etapa siguiente de la existencia. Se convierte en un fantasma. Al principio se desorienta y vaga por los espacios astrales sin saber adónde dirigirse, seguramente por el deslumbramiento que le produce su brusca separación del cuerpo. Es muy posible que al principio no tenga conciencia de lo que le sucede. Por eso los lamas asisten a los moribundos para informarles de las etapas que han de recorrer. Si se descuida esta información, el espíritu puede sentirse arrastrado de nuevo hacia la Tierra por los deseos de la carne. Los sacerdotes tienen el deber de romper esos vínculos. Con bastante frecuencia atendíamos a un servicio religioso especiaclass="underline" la Orientación de los Espíritus.
La muerte no causa terror a los tibetanos, pues creemos que se puede pasar de esta vida a la siguiente con gran facilidad si se toman ciertas precauciones.
Para ello es necesario seguir ciertos caminos claramente definidos y pensar dentro de ciertas líneas. El servicio a que me he referido se realiza en un templo hallándose presentes unos trescientos monjes. En el centro del templo se sitúan cinco lamas telepáticos sentados en círculo cara a cara. Mientras que los monjes, dirigidos por un abad, salmodian, los lamas procuran mantener el contacto telepático con las almas perdidas. No es posible traducir con exactitud las oraciones tibetanas, pero trataré de aproximarme:
Escuchad las voces de nuestras almas, todos aquellos que vagáis desorientados por la tierra fronteriza. Los vivos y los muertos habitan en mundos distintos; ¿dónde pueden verse sus rostros y oírse sus voces? Quemamos la primera barra de incienso para que un espíritu errante encuentre su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas todos aquellos que vagáis desorientados.
Las montañas se elevan hacia el cielo, pero nada se oye. Basta una suave brisa para agitar las aguas y las flores siguen floreciendo. Las aves no emprenden el vuelo al acercarse vosotros, ya que ni os ven ni os sienten. Quemamos una segunda barra de incienso para que otro espíritu errante encuentre su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, todos aquellos que vagáis extraviados.
Éste es el Mundo de la Ilusión. La vida es sueño. Todos los que nacen han de morir. Sólo el Camino de Buda conduce a la vida eterna.
Quemamos una tercera barra de incienso para que otro espíritu errante encuentre su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, todos aquellos que tenéis poder, todos aquellos que habéis sido entronizados y abarcáis en vuestro reino montañas y ríos. Vuestros reinos sólo han durado un instante y las quejas de vuestros pueblos no han cesado. Corren ríos de sangre por la Tierra y los suspiros de los oprimidos barren las hojas de los árboles. Quemamos una cuarta barra de incienso para que los espíritus de los reyes y dictadores encuentren su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas todos vosotros; guerreros que habéis herido, matado e invadido, ¿dónde están ahora vuestros ejércitos?
Ruge el suelo y la maleza cubre los campos de batalla. Quemamos la quinta barra de incienso para guiar a los espíritus de los señores de la Guerra que no encuentran su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, todos los que sois artistas y sabios, los que habéis trabajado escribiendo y pintando. En vano habéis esforzado vuestra vista y gastado muchos tinteros. Nada se recuerda de vosotros y vuestras almas han de seguir su camino. La sexta barra de incienso la quemamos para que los espíritus de los escritores y artistas encuentren su camino.
Escuchad las voces de nuestras almas, vosotras, hermosas vírgenes y damas de elevada condición, cuya juventud puede compararse con una fresca mañana de primavera. Después del abrazo de vuestros amantes se rompen vuestros corazones. Llega el otoño y luego el invierno, se marchitan las flores y se secan los árboles y, lo mismo que la belleza, se convierten en esqueletos. Quemamos la séptima barra de incienso para que los espíritus de las vírgenes y de las damas de elevada condición se libren de los vínculos de este mundo.