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Muchos escritores que han estudiado las cosas del Tíbet cometen el serio error de dar por cierto que creemos realmente en esos horribles infiernos que a veces están representados en la Rueda. Es posible que algunos seres extremadamente incultos crean que existe efectivamente ese infierno, pero cualquier persona medianamente culta se reirá si la suponéis capaz de ello.

Creemos que estamos en la Tierra para aprender y que en ella es donde sufrimos todas las torturas que se atribuyen al infierno. El Otro Sitio es para nosotros aquél donde vamos cuando salimos del cuerpo, o sea el sitio en donde encontraremos a otras entidades que también se han liberado del cuerpo. Y no es esto lo que se llama espiritualismo, si no una creencia muy concreta en que durante el sueño o después de la muerte podremos movernos con absoluta libertad por los planos astrales. A los más elevados de estos planos los llamamos «La Tierra de la Luz Dorada». Estamos seguros de que cuando nos encontremos en lo astral (después de la muerte o durante el sueño) podremos encontrar allí a las personas amadas porque estamos en armonía con ellas. Y nunca veremos a las personas por quienes sentimos antipatía, ya que ese estado de desarmonía no puede existir en la Tierra de la Luz Dorada.

Todo eso lo ha probado el tiempo y es una lástima que las dudas y el materialismo occidentales hayan impedido que se realicen las adecuadas investigaciones en esta ciencia. Debería pensarse en las muchas cosas de que se ha reído la humanidad al principio y que luego han resultado una magnífica realidad con el paso del tiempo: el teléfono, la aviación, la radio, la televisión y tantas otras cosas.

CAPÍTULO DECIMOPRIMERO. TRAPPA.

Con todo mi juvenil entusiasmo me dedicaba a prepararme para salir bien en los exámenes al primer intento. Al acercarse la fecha de mi duodécimo aniversario fui aflojando paulatinamente en los estudios, pues los exámenes empezaban el día después de mi cumpleaños. En los años anteriores había estudiado intensamente astronomía, anatomía, ética religiosa, los idiomas tibetano y chino, caligrafia, matemáticas e incluso la manera de mezclar bien el incienso. Me había quedado muy poco tiempo para distraerme.

El solo «juego» que pude permitirme fue el judo, y esto porque tenía que examinarme de él como de otra asignatura cualquiera. Unos tres meses antes me había dicho el lama Mingyar Dondup: «No repases tanto, Lobsang, que así se te atasca la memoria. Tienes que estar absolutamente tranquilo, como lo estás ahora, y verás cómo te brota el conocimiento.» Llegó el día. A las seis de la mañana otros quince candidatos y yo nos presentamos en la sala de exámenes. Primero asistimos a un breve servicio religioso para ponernos en el estado de ánimo adecuado, y luego, para asegurarse de que ninguno de nosotros ocultaba nada, fuimos desnudados y registrados y después nos dieron ropa limpia. El presidente del tribunal examinador encaminaba la procesión desde el pequeño templo de la sala de exámenes a las cabinas cerradas. Eran éstas unas cajas de piedra de dos por tres metros y dos y medio de altura. Por delante de las cabinas patrullaban unos monjes-policías. Nos encerraron a cada uno de nosotros en una cabina a la que aplicaron un sello. Cuando estuvimos todos ya encerrados, los monjes nos trajeron con qué escribir y la primera serie de preguntas, pasándonos esto por una trampilla que había en la pared. También nos llevaron té y tsampa. El monje que nos servía nos dijo que podíamos tomar tsampa tres veces al día, y té cuanto quisiéramos. Debíamos desarrollar un tema al día y esto durante seis días y nos aplicaríamos a ello durante la primera luz de la mañana hasta que no se pudiera ver ya, al anochecer. Estos cubículos carecían de techo, así que nuestra iluminación era la de la sala.

Bajo ningún pretexto podíamos salir de nuestras celdas. Cuando la luz empezaba a escasear, aparecía un monje por el ventanuco y nos pedía los ejercicios. Entonces nos podíamos echar a dormir hasta el amanecer. Puedo decir por experiencia que cuando se pasa uno catorce horas escribiendo un ejercicio, puede uno probar de sobra sus conocimientos y sus nervios. El resto del día podíamos pasarlo como quisiéramos. Tres días después, cuando los examinadores hubieron leído y corregido nuestros ejercicios, nos fueron llamando uno a uno. Nos hicieron muchas preguntas basándose sólo en los puntos más débiles que habían encontrado y este interrogatorio ocupaba el resto del día.

A la mañana siguiente tuvimos que ir los dieciséis a la habitación donde nos enseñaban el judo. Este examen era puramente físico y cada uno de nosotros tenía que luchar con otros tres candidatos. Los que perdían eran enseguida eliminados. Todos mis rivales fueron perdiendo y, al final, sólo gracias al entrenamiento a que me había sometido Tzu, fui el único que quedó. Por lo menos, había quedado con la máxima puntuación en judo.

Pudimos descansar al día siguiente de lo mucho que habíamos trabajado, y al otro nos informaron del resultado. Habíamos aprobado cinco.

Con ello alcanzábamos la graduación de trappa o monjes-médicos. El lama Mingyar Dondup, a quien no pude ver durante todo el tiempo que duraron los exámenes, me llamó para que fuese a su habitación. En cuanto entré, me dijo contento:

– Has quedado muy bien, Lobsang. Eres el primero de la lista. El Abad ha enviado un informe especial al Más Profundo. Quería proponerle que te hicieran lama inmediatamente, pero yo le he quitado esta idea de la cabeza.

Al ver mi apenada expresión me explicó: «Es mucho mejor que llegues a lama por el estudio normal y paso a paso. Si te dan ahora ese título, perderás mucha preparación que más adelante puede ser vital para ti. Sin embargo, puedes trasladarte a la habitación junto a la mía, porque es seguro que saldrás bien del examen para lama cuando llegue el tiempo.» Aquello me parecía justo. Todo lo que mi Guía decidía estaba yo dispuesto a acatarlo como lo mejor. Me emocionaba pensar que mi triunfo era también suyo y que suponía una victoria para él haberme educado tan bien que lograse el primer puesto en todas las asignaturas.

Unos días después llegó a nuestro monasterio un mensajero jadeante, con la lengua fuera y casi a punto de morir – en apariencia-, con un recado del Más Profundo.

Los mensajeros empleaban siempre este talento histriónico para impresionar al destinatario de sus mensajes con la rapidez que habían corrido y el enorme trabajo que les había costado realizar su misión. Pero como el Potala estaba sólo a un kilómetro y medio o poco más, pensé que su representación era excesiva.

El Más Profundo me felicitaba por mi buen éxito en los exámenes y me decía que a partir de entonces se me consideraba como un lama. Tendría que llevar hábitos de lama y disfrutar de todos los derechos y privilegios de esa condición. Estaba de acuerdo con mi Guía en que debería examinarme cuando tuviera dieciséis años, «ya que de ese modo podrás estudiar todo, porque de lo contrario te perderías, y tus conocimientos se enriquecerán mucho más con esos estudios».

Teniendo ya la categoría de lama podría estudiar con mayor libertad sin verme obligado a asistir a las clases. También implicaba mi condición el que cualquier especialista podía enseñarme para que aprendiese con mayor rapidez.

Una de las primeras cosas que tuve que aprender fue el arte de relajarme, sin el cual no es posible emprender un verdadero estudio de la metafísica.

Un día entró el lama Mingyar Dondup en la habitación donde me hallaba estudiando varios libros. Me miró y dijo: «Lobsang, estás en tensión.

No progresarás en el mundo contemplativo si no te relajas. Te enseñaré a hacerlo.» Me dijo que me tendiese para empezar, pues aunque se puede uno relajar sentado, e incluso de pie, es mejor aprender primero a hacerlo tendido.

– Imagínate que te has caído por un precipicio -me dijo mi Guía-.

Imagínate que estás ya destrozado en el suelo con los miembros en la misma posición en que han caído y la boca ligeramente abierta, pues sólo así descansan los músculos de las mejillas.