De pronto oímos un nuevo ruido que dominaba el estruendo del viento.
Eran las trompetas del templo que anunciaban la terminación de otro día. Levantando la vista pude distinguir con dificultad, en la terraza del monasterio, las siluetas de unos monjes cuyas túnicas eran agitadas por el viento. La llamada de sus trompetas significaban que había llegado la hora de acostarse hasta la medianoche. Por los vestíbulos y templos había unos pequeños grupos de monjes que comentaban las cosas de Lhasa y los acontecimientos del mundo. Hablaban del Dalai Lama, la mayor encarnación de todos los Dalais Lamas. Al sonar las trompetas se dispersaron tranquilamente todos. Se marcharon a acostarse. Fueron cesando todos los pequeños ruidos de la lamasería y reinó una atmósfera de absoluta paz. Me eché de espaldas mirando por un ventanuco. Esta noche me interesaba todo demasiado para dormir: las estrellas en el cielo…, y toda mi vida por delante.
¡Sabía tantas cosas que me habían predicho! Pero había muchas más que aún desconocía. Por ejemplo, se había predicho que el Tíbet sería invadido, pero ¿por qué habían de invadirlo? ¿Qué había hecho un país tan amante de la paz como el nuestro, un país que vivía sin ambiciones y cuyo único deseo era desarrollar el espíritu? ¿Qué había hecho para merecer ese castigo?
¿Por qué codiciaban los demás países al nuestro? Sólo deseábamos lo que siempre había sido propio de nosotros. ¿Por qué, pues, querían esos extranjeros conquistarnos y esclavizarnos? Lo único que queríamos era permanecer aislados y seguir tranquilamente nuestro Camino de la Vida. Y se esperaba de mí que fuese entre las gentes que luego habrían de invadirnos, que curase a sus enfermos y atendiese a sus heridos en una guerra que aún no había empezado. Yo sabía perfectamente todo lo que estaba predicho, incluso con muchos detalles, y, sin embargo, debía seguir la pista como un yak, sabiendo todos los sitios donde me debía detener y donde eran malos los pastos, pero sin poderme desviar del camino. Conocía mi punto de destino.
El redoble de los tambores del templo me despertó sobresaltado. Ni siquiera me había dado cuenta de haberme dormido. Busqué la túnica a tientas, con movimientos torpes. ¿Era ya medianoche? No conseguía despertarme del todo. ¡Qué frío hacía en aquel sitio! Debía obedecer ciento cincuenta y tres reglas en mi condición de lama. Por lo pronto ya había quebrantado una de ellas pues me sentía irritado de que me hubiesen despertado tan bruscamente. Salí tambaleándome en busca de mis compañeros, que también estaban como atontados. Y nos dirigimos al templo para salmodiar en el servicio religioso.
Se me ha preguntado: “Y si conocía usted todas las penalidades que habían sido predichas, ¿por qué no las evitó?” La respuesta inmediata es ésta: «Si hubiera podido evitar las predicciones, entonces el simple hecho de librarme de ellas habría de mostrado que eran falsas. Las predicciones son probabilidades: no significan que el hombre carezca de libre albedrío.
Al contrario. Un individuo puede desear ir desde Darjeeling a Washington.
Conoce el punto de partida y el de destino. Si se molesta en consultar un mapa, descubrirá ciertos lugares por los cuales ha de pasar normalmente en su viaje. Desde luego, podría eludir estos sitios, pero no siempre es prudente hacerlo, ya que el viaje puede alargarse con ello o resultar mucho más caro. También puede una persona dirigirse en automóvil desde Londres a Inverness. El buen conductor consultará un mapa de carreteras, pedirá el mejor itinerario a una de las organizaciones automovilísticas. De este modo el conductor evitará los malos caminos y, si no puede librarse de los baches, por lo menos estará preparado y conducirá con mayor cuidado. Lo mismo sucede con las predicciones. Aun sabiendo dónde van a surgir las dificultades, no siempre es conveniente rehuirlas. El camino más fácil no es siempre el mejor. Por ser budista creo en la reencarnación y que venimos a este mundo a aprender. Cuando estamos en la escuela, todo nos parece difícil y amargo. Las lecciones -de historia, de geografía, aritmética o de lo que sea- nos parecen aburridas, innecesarias y sin sentido. Eso, mientras estamos en la escuela. Pero luego es muy posible que añoremos los buenos tiempos en que asistíamos a aquellas clases. Y puede suceder que nos enorgullezcamos tanto de nuestros estudios que llevemos una condecoración escolar o un color distintivo sobre nuestro hábito monacal. Lo mismo sucede con la vida. Es ardua, amarga y las lecciones que nos enseña parecen al principio carecer de sentido. Es como si la vida se propusiera fastidiarnos especialmente a nosotros. Concretamente, a usted. Pero cuando salimos de la escuela, cuando salimos de esta vida, es muy posible que llevemos con gran orgullo el distintivo simbólico por los padecimientos sufridos.
En lo que a mí respecta, me alegrará mucho poder lucir mi halo. Y téngase en cuenta que a ningún budista le asusta la muerte, pues la considera sencillamente como el abandono de una cáscara o de un traje viejo y sabe que va a renacer en un mu ndo mejor.
En cuanto amaneció, nos preparamos impacientes para iniciar la exploración.
Yo sentía una enorme curiosidad por ver las enormes cometas de que tanto había oído hablar, las cometas que llevaban dentro a un hombre.
Primero nos enseñaron el camino por dentro de la lamasería para subir a la terraza. Una vez arriba, contemplamos el espléndido paisaje, las inmensas cumbres y los espantosos barrancos. A lo lejos distinguí un río amarillento.
Más cerca, otros ríos eran de un azul en que se reflejaba el color del cielo y el agua se rizaba en pequeñas ondas. Por la falda de la montaña bajaban unos arroyuelos de corriente rápida que parecían tener prisa en unirse a otros ríos que en la India se convertirían en el poderoso Brahmaputra para fundirse luego en el sagrado Ganges y desembocar en la bahía de Bengala.
Se levantaba el sol sobre las montañas y desaparecía rápidamente el intenso frío del amanecer. A lo lejos volaba un buitre solitario en busca del desayuno. A mi lado, un respetuoso lama me enseñaba las cosas de mayor interés en el contorno. Y era respetuoso porque sabía que yo era pupilo del amadísimo Mingyar Dondup y sobre todo porque yo tenía el Tercer Ojo y era una Encarnación Probada o trüiku, como le llamamos.
Quizás interese a algunos lectores conocer algunos detalles de cómo se reconoce una encarnación. Los padres de un chico pueden pensar, juzgando por su conducta, que este niño tiene una mente más desarrollada de lo normal, que sabe más cosas de lo habitual en niños de su edad o que parece tener ciertos recuerdos inexplicables. Entonces los padres acuden al abad de una lamasería local y solicitan de él que nombre una comisión que examine al chico. Se hacen horóscopos preliminares sobre la otra vida anterior del niño y se somete a éste a un examen corporal minucioso en busca de ciertos signos. Por ejemplo, quizá tenga algunas pequeñas marcas significativas en las manos, en los omoplatos o en las piernas. Si se descubre alguno de estos signos, se realiza una investigación para saber quién fue esta criatura en su vida anterior. A veces un grupo de lamas logra reconocerlo (como sucedió en mi caso) y entonces se hacen las pesquisas necesarias hasta encontrar algunos objetos que le pertenecieron en su vida anterior.
Estos objetos, junto con otros de idéntica apariencia, son presentados al niño, el cual ha de reconocer sin equivocarse todos los que le pertenecieron.
Esto ha de hacerlo cuando tiene tres años de edad.
Se estima que a los tres años es un chico demasiado joven para que pueda influir en él la descripción que intentasen hacerle sus padres, caso de que éstos pretendieran hacer trampa. Y si el niño es aún más pequeño, mejor.