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Solíamos hacerlas en forma de caja y con frecuencia la adornábamos con una feroz cabeza de dragón y una cola.

Organizábamos batallas en que cada uno trataba de derribar la cometa de sus rivales. Cubríamos parte de la cuerda con cola y la salpicábamos con vidrio machacado que quedaba adherido. Con ello esperábamos cortar las cuerdas de los demás y apoderarnos así de las cometas que se cayeran.

A veces nos deslizábamos sigilosamente fuera de casa por la noche y elevábamos nuestras cometas con lamparitas dentro. Los ojos del dragón relucían rojos y del cuerpo salían diversos colores realzados sobre la negrura de la noche. Sobre todo nos encantaba y hacerlo cuando se esperaban las interminables caravanas de yaks procedentes del distrito de Lho-dzong.

En nuestra infantil inocencia creíamos que los ignorantes nativos de aquella apartada región no conocían inventos tan "modernos" como nuestras cometas y que así les daríamos un susto formidable.

Uno de nuestros trucos era poner tres conchas de diferente tamaño en las cometas de manera que cuando las batía el viento, producían un lúgubre sonido como un largo e impresionante lamento. Decíamos que parecían dragones que lanzaban llamas y se retorcían en la noche y suponíamos que ejercían un saludable influjo sobre los mercaderes. Nos resultaba delicioso figurarnos a aquellos desgraciados encogidos de espanto en sus jergones mientras nuestras cometas se balanceaban allá arriba.

Aunque yo entonces no lo sabía, mi juego de cometas iba a servirme de mucho para cuando, mucho más adelante, me hubiese de subir en ellas.

Entonces era sólo un juego, aunque muy divertido y apasionante. Y en una de sus modalidades pudo haber sido muy peligroso: hacíamos unas cometas muy grandes con alas que les salían de los lados. Las colocábamos en terreno llano cerca de algún barranco en que hubiera una fuerte corriente de aire. Montábamos en nuestros ponies atándonos un extremo de la cuerda a la cintura y luego arrancábamos al galope. La cometa daba un brinco y se elevaba rápidamente hasta que pasábamos por delante del barranco y nos envolvía la corriente. Entonces el tirón de la cuerda era tan fuerte que desmontaba al jinete elevándolo más de tres metros en el aire. Luego descendí amos lentamente sobre la tierra. Algunos infelices casi se quebraban si olvidaban sacar los pies de los estribos. Por mi parte, yo estaba tan acostumbrado a caerme del caballo que me parecía incluso un alivio que me sacaran de él tan suavemente. Mi loco afán de aventuras me hizo descubrir que, tirando de la cuerda en el momento de elevarme, aún subía más y si tiraba de ella unas cuantas veces, podía prolongar mi permanencia en el aire En una ocasión lo hice tan bien que fui a aterrizar en el tejado de la casa de unos campesinos. Allí arriba tenían almacenado el combustible para el invierno.

Los campesinos tibetanos viven en casas de tejados planos con un pequeño parapeto donde se guarda la boñiga de los yaks. Una vez seca se utiliza como combustible. Aquella casa a que me refiero era de barro cocido en vez de piedra como en lo corriente carecía de chimenea. Una abertura en el tejado hacía sus veces. Mi repentina llegada agarrado a una cuerda arrastró el estiércol hasta el boquete de ventilación haciéndole caer por él al interior de la casa y poner perdidos de porquería a sus habitantes. No me acogieron precisamente con regocijo. Al caer también yo por el boquete, me recibieron con gritos de rabia, y después de darme una buena paliza, el campesino, furioso, me llevó a mi casa para que mi padre me administrase otro serio correctivo, ¡Aquella noche tuve que dormir boca abajo!

Al día siguiente me tenían reservada una tarea molestísima recoger boñiga de yak de nuestras cuadras, llevarla a casa del campesino y subirla al tejado. Este trabajo no es lo más propio para un niño menor de seis años, como era yo entonces. Sin embargo, a todos les producía un gran regocijo, todos estaban muy satisfechos…, excepto yo. Los demás niños se reían de mí, el campesino acabó teniendo doble cantidad de combustible y mi padre se enorgullecía de haber demostrado ser un hombre justo y severo. En cuanto a mí, también hube de pasarme la segunda no.

Quizás piensen ustedes que ésta era una vida insoportable para una criatura, pero no hay que olvidar que en el Tíbet no hay sitio para los enclenques.

Lhasa está situada a casi tres mil setecientos metros de altitud, y su temperatura es extremada. Otros distritos del Tíbet se hallan aún a mayor altitud y en condiciones mucho más duras, de manera que los débiles pueden poner en peligro a los demás. A esto se debía, y no a crueldad, aquella preparación férrea.

En los lugares de mayor altitud la gente metía en corrientes heladas a los recién nacidos para ver si eran lo bastante resistentes. He visto con mucha frecuencia las pequeñas procesiones que se organizaban para ir al río (que a veces fluía a más de cuatro mil metros de altitud). Al llegar a la orilla se detenía la comitiva y la abuela cogía al recién nacido. Junto a ella estaba la familia: el padre, la madre y los parientes más cercanos. Desnudaban al bebé, la abuela se arrodillaba y sumergía a la criatura dejándole fuera sólo la cabeza, hasta la boca, para que respirase. Con aquel frío tan terrible, el niño se ponía rojo, luego azul y por fin dejaba de berrear. Parece que está muerto, pero la abuela tiene gran experiencia en esas cosas y al poco tiempo saca del agua al pequeño y vuelve a vestirlo después de secarlo bien. Si el niño sobrevive a esta prueba, está clara la voluntad de los dioses.

Si muere, es que los dioses han querido evitarle lo mucho que iba a haber sufrido en esta tierra. No cabe duda que esta costumbre es la mayor prueba de compasión y cariño que puedan dar los habitantes de regiones tan inhóspitas.

Preferible es que mueran unos cuantos niños a que sean unos inválidos incurables en un país donde apenas hay servicio médico.

Con la muerte de mi hermano fue necesario que yo intensificase mis estudios, ya que cuando cumpliese los siete años tendría prepararme para la carrera que eligiesen para mí los astrólogos. En el Tíbet todo lo decide la astrología, desde la compra de un yak hasta la profesión de una persona. Se acercaba ese momento en que, al cumplir los siete años, mi madre daría una gran fiesta a la que estarían invitados los de más alta alcurnia del país.

Durante esa fiesta se daría a conocer la decisión de los astrólogos respecto a mi porvenir.

Mamá era regordeta, con una cara redonda y el cabello negro. Las mujeres tibetanas llevan una especie de marco de madera en que se les encuadra la cabeza y sobre él adaptan el cabello para que resulte lo más ornamental posible. Estos marcos son muy complicados. Suelen ser de laca de color carmesí, y en él van engarzadas piedras semipreciosas e incrustaciones de jade y coral. Todo esto, con el cabello bien aceitado, produce un efecto muy brillante.

Las mujeres tibetanas usan vestidos muy alegres, hechos de muchos verdes, rojos y amarillos. En la mayoría de los casos llevan un delantal de un color vivo con una franja horizontal haciendo contraste, pero muy armoniosamente.

En la oreja izquierda se ponen un pendiente, cuyo tamaño depende de la categoría social de la mujer. Mi madre, por ser de una de las primeras familias del país, lucía un pendiente de quince centímetros.

Creíamos que las mujeres debían tener los mismos derechos que los hombres, pero en el manejo de nuestra casa, mi madre iba aún más allá y era una dictadora del hogar, una autócrata que sabía lo que quería y siempre se salía con la suya.

Se encontraba en su elemento cuando se trataba de preparar una fiesta.

Le encantaba dar órdenes e idear nuevos detalles que dejasen asombrados a nuestros vecinos, incapaces de igualar a nuestra casa en brillantez social.

Mamá había viajado mucho con mi padre (estuvieron en la India, en Pekín y en Shanghai) y sabía cómo se hacían las cosas en el extranjero.

Una vez fijada la fecha en que había de celebrarse la gran fiesta en mi honor, se repartieron las invitaciones que habían escrito cuidadosamente los monjes-escribas en un papel grueso, hecho a mano, que siempre usábamos para las comunicaciones de importancia. Cada invitación medía 24x60 centímetros y llevaba el sello de la familia de mi padre, pero como mi madre pertenecía también a una de las diez mejores familias del país, figuraba también su sello en cada tarjetón. Además, mis padres tenían un sello conjunto, de manera que se estampaban en la invitación tres sellos. Resultaban unos documentos de imponente aspecto. A mí me asustaba pensar que todo aquel revuelo era por mi causa. No sabía yo por entonces que mi papel en todo aquello era secundario y que lo primero de todo, en realidad, era el Acontecimiento Social. Mi edad no me permitía entender que la magnificencia de la fiesta servía para aumentar el prestigio de mis padres.