Sin perder más tiempo, me agarré bien a la cuerda, y cuando la cometa estuvo a unos seis metros me dejé caer al suelo. Di una vuelta de campana y me puse en pie.
– Joven -me dijo el Maestro de Cometas-; lo has hecho muy bien.
Afortunadamente recordaste a tiempo que debías sentarte en el travesaño, pues, si no, te habrías partido las dos piernas. Ahora probarán otros y luego volverás a subir.
El siguiente que se elevó en la cometa, un joven monje, lo hizo mejor que yo, pues se instaló en el travesaño con más tiempo. Pero cuando el pobre aterrizó, cayó de bruces; tenía la cara verdosa. Estaba muy mareado. El tercer monje que voló era muy jactancioso, por lo cual se había hecho muy antipático. Había ido en aquella excursión tres años seguidos y se consideraba el mejor aviador. Se elevó quizás a ciento cincuenta metros. En vez de pasar al travesaño, se quedó en la caja, pero con el movimiento de la corneta se resbaló y salió por la parte de la cola, aunque logró agarrarse a tiempo al palo de atrás. Durante unos segundos le vimos manoteando con la mano libre sin lograr asirse. La cometa perdió el equilibrio y él se soltó y cayó a las rocas a novecientos metros de profundidad. Su cuerpo fue rebotando.
Su hábito rojo parecía una nubecilla saltarina.
Este accidente causó algún desconcierto entre nosotros, pero no lo bastante para interrumpir los vuelos. Examinaron la cometa para ver si se había averiado y luego me tocó a mí volver a subir en ella. Esta vez bajé al travesaño en cuanto estuvo la cometa a treinta metros de altura. Desde allí arriba vi como bajaban unos monjes por la falda de la montaña para recuperar el cadáver aplastado contra la roca. Miré hacia arriba y pensé que un hombre que estuviera de pie en la caja de la cometa podría imprimirle determinado rumbo. Recordé el incidente ocurrido cuando yo era más pequeño y fui a parar al tejado de una casa de campo y cómo había podido ganar altura tirando de la cuerda de la cometa. «Tengo que hablar de esto con mi Guía», pensé.
En aquel momento sentí una mareante sensación de caída tan rápida e inesperada que estuve a punto de soltarme. Los monjes tiraban frenéticamente de la cuerda. Era que al atardecer se habían enfriado las rocas, el viento disminuía su fuerza y la corriente que salía disparada por la falla casi se había interrumpido. Cuando salté, a tres metros del suelo, la cometa dio una última sacudida y se vino encima de mí. Yo quedé sentado en el suelo rocoso con la cabeza a través de la seda del fondo de la cometa y tan inmóvil que los otros creyeron que estaba herido. El lama Mingyar Dondup se precipitó hacia mí.
– Si pusiéramos otro palo transversal en el centro de la cometa -dije, por fin- podríamos quedarnos en pie dentro y gobernar el vuelo hacia cierto punto.
El Maestro de Cometas me había oído:
– Sí, jovencito; tienes razón; pero ¿quién va a hacer la prueba?
– Yo mismo -le respondí-, si mi Guía me lo permite.
Otro lama me dijo sonriente:
– Eres lama por derecho propio, Lobsang, y no tienes que pedirle permiso a nadie.
– No lo haría sin perrniso del lama Mingyar Dondup, a quien debo cuanto he aprendido y que siempre me está enseñando nuevas cosas. El lo decidirá.
El Maestro de Cometas dirigió la retirada de la cometa y me llevó con él a su habitación. Allí tenía pequeñas maquetas de varios tipos de cometas.
Una era alargada y tenía forma de pájaro.
– Empujamos la que tenía esta misma forma por encima del precip icio hace muchos años. Iba un hombre dentro. Voló por espacio de unos treinta kilómetros y luego chocó contra una montaña. Desde entonces no hemos vuelto a lanzar ninguna de este tipo. Y esta otra que ves aquí serviría muy bien para lo que deseas. Lleva un apoyo especial, además de la barrera delantera. Tenemos ya hecha una, es decir, su armazón. Está en el almacén, al otro extremo del edificio. No he logrado que nadie se decidiera a montar en ella y yo peso ya demasiado.
En efecto, el Maestro era decididamente obeso. Durante la conversación había entrado el lama Mingyar Dondup, que dijo:
– Esta noche haremos un horóscopo, Lobsang, y veremos lo que dicen las estrellas.
Los tambores nos despertaron para el servicio religioso de medianoche.
Una enorme figura se puso a mi lado surgiendo de entre las nubes de incienso como una gran bola de carne. Era el Maestro de Cometas.
– ¿Vas a hacerlo? -murmuró.
– Sí -le respondí-. Podré volar en ella pasado mañana.
– Muy bien; la tendremos preparada.
Allí en el templo, con la luz danzarina de las lamparillas y las sagradas imágenes adosadas a los muros, era difícil acordarse del imprudente monje que se había marchado tan inesperadamente de esta vida. Pero su jactancia hizo que se me ocurriese la idea de dominar el movimiento de la corneta desde dentro.
En el templo, con sus paredes cubiertas con pinturas de asuntos sagrados, de brillante colorido, permanecíamos sentados en la actitud del loto, cada uno de nosotros como una estatua viva de Buda. Por asiento teníamos dos almohadones cuadrados cada uno que nos elevaban a unos treinta centímetros del suelo. Como siempre, formábamos filas dobles cara a cara los de una fila con los de otra. Al comenzar el servicio normal, el Conductor de los Cantos, elegido por sus conocimientos musicales y su voz profunda, cantó los primeros pasajes, al final de cada cual bajaba la voz cada vez más hasta que se le vaciaban de aire los pulmones. Respondíamos con un profundo murmullo, mientras los tambores acentuaban ciertos trozos de estas respuestas. También sonaban de vez en cuando nuestras campanillas de plata. Debíamos poner gran cuidado en articular bien las palabras, pues solía juzgarse la disciplina de una lamasería por la claridad de sus cantos y la perfección de su música. La notación de la música tibetana resulta difícil de entender para un occidentaclass="underline" se escribe con curvas. Dibujamos la elevación y el desceso de la voz con lo que llamamos curva básica. Los que deseen improvisar añaden sus «mejoras» en forma de curvas más pequeñas dentro de las grandes. Al terminar el servicio ordinario, nos permitieron un descanso de diez minutos antes de comenzar el servicio funerario por el monje que se había marchado de este mundo aquel día.
Al darse la señal nos reunimos de nuevo. El Conductor, desde su elevado trono, entonó un pasaje del Bardo Thódol, que es el Libro de los Muertos tibetano.
“Oh, errante espíritu del monje Kuniphel-la, que en el día de hoy salió de este mundo. No vagues entre nosotros, ya que te has marchado. Oh, errante espíritu del monje Kumphel-la, quemamos esta barra de incienso para que encuentres tu camino por las Tierras Pez y llegues fácilmente a la Gran Realidad.» Salmodiamos llamadas al espíritu del monje desaparecido para que escuchase nuestros orientadores consejos. Se mezclaban las agudas voces de nosotros, los muchachos, con los bajos profundos de los monjes mayores.
Los motijes y los lamas, sentados en fila cara a cara, cumplían con el antiquísimo ritual, lleno de símbolos religiosos. Las voces subían y bajaban rítrnicamente:
«Oh, espíritu errante, ven con nosotros para que te guiemos. No ves nuestro rostro ni hueles nuestro incienso; por tanto, estás muerto. Ven para que te guiemos» La orquesta de trompetas de madera, caracolas y timb ales rellenaba nuestras pausas. Llenamos con agua roja una calavera humana invertida para simbolizar la sangre y nos la pasaban a todos para que la tocásemos.
«Tu sangre ha salpicado la tierra, oh monje que sólo eras un fantasma errante. Ven para que te liberemos.» Lanzábamos en dirección a los cuatro puntos cardinales granos de arroz teñidos de un color azafrán brillante.