«dónde vaga el fantasma ¿Por el este? ¿ por el norte? ¿por el oeste o por el sur? Arrojamos el alimento de los dioses a los cuatro rincones de la tierra y tú no lo comes porque estás muerto. Ven, ¡oh, errante espíritu!, para que te liberemos y te guiemos.» El tambor de profundo sonido latía con el ritmo de la propia vida. Parecía un corazón. Otros instrumentos imitaban los diferentes sonidos del cuerpo: el apagado fluir de la sangre por las venas y las arterias, el débil murmullo de la respiración de los pulmones, el casi inaudible gorgotear de los fluidos corporales, de los varios crujidos y sordos ruidos del cuerpo que constituyen la música de la vida humana. Al final la extraña sinfonía terminaba con un golpe seco. De repente se detenían todos los ruidos y murmullos:
era el violento final de una vida. «Oh, monje, que existías y que ahora eres un errante fantasma, nuestros telépatas te guiarán. No tengas miedo.
Preséntanos tu mente desnuda. Escucha nuestras enseñanzas que te pueden liberar. No existe la muerte, errante espíritu, sino sólo la vida interminable.
La muerte es el nacimiento y estamos rezando para abrirte el camino hacia una nueva vida.» Durante varios siglos hemos perfeccionado los tibetanos la ciencia de los sonidos. Conocemos todos los sonidos del cuerpo y podemos reproducirlos con toda claridad. Una vez que se oyen nunca más se olvidan. Es seguro que usted, lector, habrá oído el latir de su corazón y la respiración de sus pulmones resonando en la almohada en el umbral del sueño. En la lamasería del Oráculo del Estado ponen en trance a un médium utilizando alguno de estos sonidos y entonces le habita un espíritu. El jefe de las fuerzas británicas que invadieron Lhasa en 1904, comprobó el poder de estos sonidos y el hecho de que el Oráculo cambiaba de aspecto cuando entraba en trance.
Al terminar el servicio religioso nos apresuramos a acostarnos. Yo tenía mucho sueño; me lo había producido la excitación del vuelo y el cambio de aire. Cuando amaneció, el Maestro me envió un recado diciéndome que estaba trabajando en la cometa dirigible, y me invitaba a reunirme con él. Fui a su taller con mi Guía. En el suelo había unas pilas de madera extranjera y en las paredes varios planos de cometas. El modelo especial que yo iba a probar colgaba de un techo abovedado. Con gran asombro mío, el Maestro tiró de una cuerda y la cometa bajó al suelo. Estaba suspendida por un ingenioso juego de poleas. Me invitó a que subiera en ella. El suelo de la caja tenía un entramado en el que se podía uno quedar muy bien de pie, y un travesaño colocado a la altura de la cintura permitía sostenerse con facilidad.
Examinamos la cometa minuciosamente. Le quitarnos la tela de seda que tenía, pues el Maestro quería recubrirla con seda nueva más resistente.
Las alas laterales no eran rectas como en los demás aparatos, sino curvadas como manos en forma de copa hacia abajo: medían unos tres metros cada una y me dieron la impresión de que serían muy eficaces.
Al día siguiente sacaron el aparato a la pista y los monjes tuvieron que hacer un gran esfuerzo para no dejárselo arrebatar cuando lo pasaron por delante de la corriente de aire que salía de la gran hendidura lateral. Por fin la colocaron en posición, y yo, sintiéndome muy importante, me instalé en el interior de la caja. Esta vez iban a lanzar los monjes la cometa en vez de emplear caballos, como era lo habitual. Dadas las circunstancias excepcionales de la prueba se pensó que los monjes podían dominar mejor el aparato.
Grité: tra-dri, them’ -pa (¡Listo, tirad!) Y cuando sentí que la armazón empezaba a temblar, exclamé: na do-a. Sentí una gran sacudida y la cometa se elevó como una flecha. Afortunadamente estaba bien sujeto, pues, si no, hubieran estado llamando aquella noche a mi espíritu errante y la verdad es que no tenía ni el menor interés en abandonar mi cuerpo tan pronto.
Los monjes manejaban hábilmente la cuerda, y la cometa se elevaba con rapidez. Lancé la piedra con la plegaria a los dioses del viento y estuvo a punto de matar a un monje. Sin embargo, fue una ventaja que cayese a sus pies, pues así pudimos aprovechar otra vez el banderín con la oración. Veía al Maestro de Cometas brincando impaciente por verme empezar el exp erimento; así que me decidí y empecé a moverme con cautela. En efecto, en seguida vi que podía variar el rumbo del aparato.
Me confié demasiado. Imprudentemente, avancé hacia el fondo de la caja y la cometa cayó como una piedra. Mis pies resbalaron del barrote donde se apoyaban y me quedé colgado de las manos cuan largo era. Con un gran esfuerzo, mientras la túnica se me arremolinaba en torno a la cabeza, conseguí trepar hasta mi posición anterior. Con esto se interrumpió la caída y la cometa volvió a ascender. Había conseguido quitarme la túnica de la cabeza y así pude ver lo que sucedía. Si no hubiese sido un lama de afeitada cabeza, se me habría puesto el cabello de punta. Me encontraba a menos de sesenta metros del suelo. Después, cuando aterricé, me contaron que había llegado a quince metros tan sólo, antes de que la cometa volviera a elevarse.
Pero antes de aterrizar, cuando contemplaba el dilatado panorama, divisé a una gran distancia algo que me pareció una línea de puntos que se movía. Tardé unos momentos en comprender lo que era. ¡Claro, eran nuestros compañeros, los que habían de llegar unos días después que nosotros y que cruzaban lentamente aquellas tierras desoladas! Los veía como punto, raya, punto, raya. Pensé: «Un hombre, un animal, un hombre…» Avanzaban con gran dificultad, o, por lo menos, así me lo parecía a aquella distancia.
Me causó un gran placer, al aterrizar, informar, a los demás de que den tro de un día o poco más estarían con nosotros nuestros compañeros.
Era maravilloso contemplar el gris azulado de las rocas, el cálido ocre de la tierra y la reluciente superficie de los lagos. Allá abajo, en el barranco, al abrigo de los terribles vientos, el musgo, el liquen y las plantas más diversas formaban como una alfombra que me recordaba la que había en el despacho de mi padre. La cruzaba el arroyo, cuyo rumor era como una canción que me acompañaba por las noches. Y el arroyo me hizo recordar aquel día en que volqué un jarrón de agua en la alfombra de papá. ¡Qué mano tan dura tenía mi padre!
El terreno situado detrás de la lamasería era muy montañoso. Se sucedían los picos en filas cerradas recortándose sus negros perfiles contra el cielo. En el Tíbet tenemos el cielo más claro del mundo y la vista alcanza hasta donde lo permiten las montañas, no existiendo esas neblinas producidas por el calor, que suelen deformar las imágenes. Desde mi atalaya aérea no veía nada que se moviera, a no ser los monjes que tenía debajo y los puntitos y rayas -apenas visibles- de la expedición. ¿Estarían viendo la cometa? Pero ya no pude pensar en estas cosas porque los monjes empezaban a tirar de la cuerda y la cometa daba grandes sacudidas. Tiraban de ella con extraordinario cuidado para no estropear el valioso aparato experimental.
Cuando aterricé, el Maestro de Cometas me miró con gran afecto y me abrazó con tanto entusiasmo que seguramente me hizo crujir los huesos.
Estuvo hablando sin parar con gran alegría. Y era explicable su satisfacción, ya que hasta entonces no había podido probar sus teorías. Estaba demasiado gordo para eso. Cuando se interrumpió para tomar aliento le dije que ningún mérito tenía yo al haberme prestado al experimento, ya que lo había pasado muy bien y que tanta satisfacción me había producido volar como a él comprobar la exactitud de sus teorías.
– Sí, sí, Lobsang. Bastará con que pongamos aquí un nuevo apoyo y cambiar un poco de sitio este travesaño… ¿Y dices que estuvo a punto de volcar cuando pusiste el pie en el barrote del fondo?…
Me preguntaba mil cosas. Quería conocer hasta mis más insignificantes sensaciones. A nadie se permitió ya volar en aquella cometa especial.