Realicé en ella varios vuelos y a consecuencia de cada uno de ellos se introducían nuevas modificaciones en la estructura del aparato. Una gran mejora fue la instalación de una correa para sujetarme.
La llegada de nuestros compañeros interrumpió durante un par de días la experimentación con las cometas. Teníamos que organizar a los recién llegados en grupos de recolectores y empaquetadores. Los monjes que te nían menos práctica iban a recoger sólo tres clases de plantas y fueron enviados a una zona donde abundaban esas plantas. Cada grupo se pasaba fuera del monasterio siete días. Al octavo regresaban con las plantas, que eran extendidas en el limpio suelo de un amplísimo almacén. Unos lamas especializados examinaban una a una las plantas para asegurarse de que no tenían pulgón y que eran de la clase requerida. A algunas plantas les quitaban y secaban los pétalos. Las raíces de otras eran ralladas y almacenadas.
Y las de ciertas clases las trituraban entre unos rulos para sacarles el jugo.
Este era guardado en jarros herméticamente cerrados. Las semillas, las hojas, los tallos, los pétalos y todo lo que constituía cada planta era limpiado y guardado en bolsas de cuero en cuanto estaba lo bastante seco. Cada bolsa llevaba una etiqueta, donde se apuntaba el contenido. El cuello de la bolsa se retorcía para que no entrase aire. Mojaban el cuero en agua y luego lo exponían al sol. Un día después el cuero seco estaba tan duro como un pedazo de madera. Estas bolsas llegaban a adquirir una dureza tal que para abrir el cuello había que golpearlas como para partir una piedra. En el aire seco del Tíbet las hierbas así guardadas se conservaban en perfecto estado durante muchos años.
Pasados los primeros días repartí mi tiempo entre las hierbas medic inales y las cometas. El viejo Maestro era hombre de gran influencia y me dijo que en vista de las predicciones sobre mi futuro, el conocimiento de los aparatos voladores sería para mí tan útil e importante como dominar la herboricultura. Así, durante tres días a la semana estuve practicando el emocionante deporte de las cometas. Los demás días los pasaba cabalgando de grupo en grupo para aprender lo más posible en el menor tiempo. Muchas veces, cuando me hallaba a gran altura dentro de una cometa, veía, esparcidas por aquel paisaje que me era ya tan familiar, las tiendas de camp aña -hechas con cuero negro de yak- que protegían del sol a mis comp añeros herboristas y les servían para dormir. También veía a los yaks pastando.
Aprovechaban bien el tiempo antes de que al final de la semana los cargasen de hierbas para regresar al monasterio. Muchas de estas plantas son muy conocidas en la mayoría de los países europeos, pero otras no han sido aún «descubiertas» por el mundo occidental y carecen por tanto de nombres latinos. El conocimiento de las hierbas me ha sido de gran utilidad, pero no menos útil me ha resultado mi práctica en el vuelo.
Tuvimos otro accidente: un monje me había estado observando con una gran atención y cuando le tocó volar (en una cometa ordinaria) pensó que podía hacer lo mismo que yo. Notamos que la cometa, ya a gran altura, se movía de un modo extraño. Luego vimos que el monje se agitaba intentando gobernar la posición del aparato. Con una sacudida más violenta que las demás, se volcó de lado. Con un crujido, saltó la armazón hecha astillas y el monje cayó de cabeza. La túnica roja se le había enrollado en la cabeza. Empezaron a caemos encima varios objetos: una escudilla de tsampa, un rosario, una taza de madera y unos amuletos. Ya no iba a necesitar estas cosas. Dando vueltas cayó al barranco. Tardamos mucho en oír el ruido que hizo al estrellarse.
Todo lo bueno se termina demasiado pronto. Trabajábamos mucho, es cierto, pero se nos pasaron los tres meses con gran rapidez. Ésta fue la primera de una serie de visitas a las montañas y a los otros Tra Ye rpa más cercanos a Lhasa. Empaquetamos nuestras pocas cosas, fastidiados por tener que marcharnos, y el Maestro me regaló una preciosa maqueta del aparato volador que yo había utilizado preferentemente. La había construido para mí. Al día siguiente partimos hacia nuestra lamasería. Aunque nos alegrábamos de regresar a la Montaña de Hierro nos apenaba separarnos de nuestros nuevos amigos y de aquella vida tan sana y libre de las montañas.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO. PRIMERA VISITA A CASA.
Habíamos llegado a tiempo para las ceremonias del Logsar o Año Nuevo. Teníamos que limpiarlo y arreglarlo todo. El decimoquinto día, el Dalai Lama iba a la catedral para asistir a las solemnidades religiosas.
Cuando éstas terminaban salía en procesión dando la vuelta por el Barkhor, la carretera circular que rodeaba el Jo-kang y a la mansión del Consejo, dando la vuelta a la plaza del mercado, circuito que terminaba entre los grandes edificios comerciales. Entonces empezaban las diversiones. Los dioses estaban ya aplacados con las funciones religiosas y la gente podía divertirse a sus anchas. Se hacían gigantescas armazones -de diez a quince metros de altura- que sostenían unas imágenes hechas con manteca de color. Algunas de estas figuras tenían bajorrelieves que representaban diversas escenas de nuestros Libros sagrados. El Dalai Lama daba unas vueltas en torno a ellas para verlas bien. Los monasterios que modelaban las figuras más atractivas se llevaban el título de los mejores escultores en man teca del año. A nosotros los de Chakpori no nos interesaban en absoluto estas carnavaladas. Nos parecían infantiles. Tampoco nos interesaban las carreras de caballos sin jinete que se celebraban en la llanura de Lhasa. En cambio, nos gustaban las figuras gigantescas que representaban a ciertos personajes de nuestras leyendas. El cuerpo de estos gigantes se construía con una ligera armazón de madera a la que se fijaba una enorme cabeza muy realista. Por detrás de cada ojo llevaba encendida una lamparilla cuya luz vacilante producía la impresión de que los ojos se movían. Un monje hercúleo iba montado en altísimos zancos dentro de la armazón y la hacía andar. A estos monjes les solían ocurrir toda clase de accidentes. A veces metían un zanco en un boquete, o se resbalaban, y tampoco era raro que se soltara una de las lámparas y ardiese toda la figura.
Años después me convencieron una vez para que llevase la figura de Buda, dios de la Medicina. Tenía por lo menos ocho metros y medio de altura.
Su flotante ropaje me envolvía los zancos y por allí dentro volaban muchas polillas, ya que la ropa llevaba mucho tiempo almacenada. Mientras avanzaba por la carretera con gran dificultad, el polvo que se desprendía de los enormes pliegues de tela me hacía estornudar continuamente. A cada estornudo me parecía que iba a caerme. Además, al estornudar hacía saltar la manteca derretida de las lámparas y me caía sobre mi cráneo afeitado y dolorido. Hacía allí un calor horrible y un olor mareante. Normalmente la manteca de una lá mpara es sólida, aparte del «charquito» que se forma en torno al pabilo. En aquel calor asfixiante se había derretido toda ella: el pequeño agujero abierto hacia la mitad de la figura no caía a la altura de mis ojos y me era imposible bajar de los zancos o esperar a que abriesen otro. Lo único que podía ver era la parte de atrás del gigante que marchaba delante de mí y por el balanceo que llevaba y los brincos que daba a cada momento comprendí que el pobre desgraciado que iba dentro lo estaba pasando tan mal como yo. Sin embargo, sabiendo que el Dalai Lama contemplaba el desfile, no había más remedio que continuar sofocado por los enormes pliegues de tela y medio tostado por el sebo derretido. Con el calor y el esfuerzo, es seguro que perdí varios kilos aquel día. Y lo más grande fue que aquella noche me dijo un importante lama:
– Lobsang, tu representación ha sido excelente. ¡Qué gran comediante harías!
Por supuesto no le dije que los movimientos tan cómicos de mi gigante habían sido del todo involuntarios por mi parte. A partir de entonces decidí no volver a llevar en mi vida una de esas figuras.